A lo largo del pasillo superior había tres dormitorios, un baño y un armario. Cuatro de esas cinco puertas estaban cerradas.
A ambos lados de la entrada del dormitorio principal había manos de caricatura que apuntaban hacia la puerta abierta.
Reacio a verse guiado de esta manera, pensando en animales conducidos por una rampa hacia el matadero, Billy dejó el dormitorio principal para el final. Primero revisó el baño y luego el armario y los otros dos dormitorios, en uno de los cuales Lanny tenía una mesa de dibujo.
Limpió con el trapo todos los picaportes después de tocarlos.
Cuando ya sólo le quedaba el dormitorio principal por revisar, se quedó detenido en el pasillo, escuchando. El silencio era absoluto.
Sentía algo en la garganta, como si no pudiera tragar. Entró en la habitación, que se encontraba iluminada por dos lámparas.
El empapelado con diseño de rosas elegido por la madre de Lanny no había sido reemplazado después de que ella muriera y tampoco, pocos años después, cuando Lanny se mudó de su antiguo dormitorio a éste. El tiempo había oscurecido el fondo creando una sombra que recordaba a una mancha de té.
El edredón había sido uno de los favoritos de Pearl Olsen: todo rosado con flores bordadas en las esquinas.
Durante la enfermedad de la señora Olsen, tras sus sesiones de quimioterapia y los debilitadores tratamientos de radiación, Billy se había sentado a menudo junto a ella en ese dormitorio. A veces le hablaba o simplemente la observaba dormir. A menudo le leía. Le gustaban las historias tradicionales de aventuras; historias ambientadas en la época del Imperio británico en la India. Historias con geishas, samuráis y guerreros chinos y piratas del Caribe.
Pearl se había ido, y ahora también Lanny. Estaba vestido con su uniforme, sentado en un sillón, con las piernas estiradas sobre un escabel, pero igualmente se había ido. Le habían disparado en la frente.
Billy no quería verlo. Le espantaba la idea de conservar esta imagen en sus recuerdos. Quería irse.
Huir, sin embargo, no era una opción. Nunca lo había sido, ni ahora ni veinte años atrás. Si huía, sería cazado y destruido.
La cacería seguía y, por razones que no comprendía, él era la presa final. La velocidad no lo salvaría. La velocidad nunca había salvado al zorro. Para escapar de los sabuesos y los cazadores, el zorro necesitaba astucia y cierto gusto por el riesgo.
A Billy no le gustaba sentirse como un zorro. Se sentía como un conejo, aunque no corriera tanto.
La ausencia de sangre en el rostro de Lanny y en la herida sugería dos cosas: que la muerte había sido instantánea y que la parte trasera del cráneo había reventado.
El empapelado de detrás del sillón no estaba sucio con manchas de sangre ni restos de cerebro. Lanny no había sido cosido a balazos mientras estaba allí sentado ni le habían disparado en ningún otro lugar de la habitación.
Como Billy no encontró sangre en ningún otro lugar de la casa, supuso que el asesinato había ocurrido fuera.
Tal vez Lanny se había levantado de la mesa de la cocina, de su ron y su Coca Cola, medio borracho o completamente ebrio, ávido de aire fresco, y había salido fuera. Tal vez se dio cuenta de que su puntería no sería lo bastante certera como para acudir al baño y entonces salió al jardín para orinar.
El psicópata debía de haber utilizado una lona de plástico o algo por el estilo para mover el cuerpo por la casa sin ensuciarla.
Aun si el asesino era fuerte, llevar al hombre muerto desde el jardín trasero hasta el dormitorio principal, y además por las escaleras, habría resultado un trabajo duro. Duro y aparentemente innecesario. Para hacerlo, no obstante, debería tener una importante razón.
Los ojos de Lanny permanecían abiertos. Ambos sobresalían ligeramente de sus órbitas. El izquierdo estaba torcido, como si fuera bizco.
Presión. Durante el instante en que la bala había transitado por el cerebro, la presión dentro del cráneo se elevó antes de ser liberada.
Una novela del club de lectores yacía sobre el regazo de Lanny, un ejemplar más pequeño y barato que el de la edición disponible en las librerías. Al menos doscientos libros similares se apilaban en los estantes de un rincón del dormitorio.
Billy podía ver el título, el nombre del autor y la ilustración de la portada. La historia trataba de la búsqueda de un tesoro y del amor verdadero en el Pacífico Sur.
Mucho tiempo atrás, Billy había leído esta novela a Pearl Olsen. A ella le había gustado, aunque le gustaban todas.
La inmóvil mano derecha de Lanny descansaba sobre el libro. Parecía haber marcado la página con una fotografía, una pequeña porción de la cual sobresalía entre las páginas.
El psicópata había arreglado todo esto. La escena lo satisfacía y tenía un significado emotivo para él, o quizá era un mensaje, un acertijo, una adivinanza.
Antes de alterar la escena, Billy la estudió. Nada parecía convincente o agudo, nada que pareciera haber excitado al asesino lo suficiente como para motivarlo a desplegar tanto esfuerzo en su creación.
Billy lo sintió por Lanny; pero con mayor pasión odió que su amigo no pudiera permitirse cierta dignidad ni siquiera en la muerte. El demente lo había arrastrado alrededor y lo había preparado como si fuera un maniquí, un muñeco, como si él sólo hubiera existido para la diversión y manipulación de un desquiciado.
Lanny había traicionado a Billy, pero eso ya no importaba. En el filo de la oscuridad, en el borde del vacío, pocas ofensas eran dignas de recuerdo. Las únicas cosas que merecían recordarse eran los momentos de amistad y risa. Si ellos habían estado en desacuerdo durante el último día de Lanny, ahora pertenecían al mismo equipo, frente al mismo y singular adversario.
Billy creyó oír un ruido en el pasillo.
Sin vacilar, empuñando la pistola con ambas manos, abandonó el dormitorio y atravesó el pasillo deprisa, moviendo la treinta y ocho milímetros de izquierda a derecha en busca de un blanco. Nada.
Las puertas del baño, del armario y del otro dormitorio estaban cerradas como las había dejado.
No sentía una necesidad apremiante por revisar nuevamente esas habitaciones. Quizá simplemente había escuchado un ruido normal y corriente de la vieja casa, que protestaba contra el peso del tiempo; casi con certeza no había sido el sonido de una puerta abriéndose o cerrándose.
Se secó la palma húmeda de su mano izquierda en la camisa, se pasó la pistola a esa mano, se secó la mano derecha, volvió a coger la pistola con ésta y se dirigió hacia las escaleras.
Desde el piso de abajo, desde el porche principal, no vino nada más que el silencio de la noche estival, el arrullo de la muerte de la noche.