La casa tenía un vestíbulo típicamente Victoriano con una puerta de madera oscura. Un pasillo con paneles de madera conducía hacia el fondo de la vivienda, y unas escaleras indicaban el camino hacia el primer piso.
Sobre una de las paredes habían pegado una hoja de papel sobre la cual aparecía dibujada una mano. Parecía la mano de Mickey Mouse: un pulgar gordo, tres dedos y un pliegue en la muñeca que parecía indicar un guante.
Dos dedos aparecían doblados contra la palma. El pulgar y el índice formaban una pistola que apuntaba hacia las escaleras.
Billy comprendió el mensaje, pero prefirió ignorarlo por el momento.
Dejó la puerta principal abierta por si necesitaba salir rápido.
Sosteniendo la pistola con el cañón apuntando hacia arriba, caminó bajo un techo abovedado hacia la izquierda del pasillo. El salón seguía como cuando vivía la señora Olsen, diez años atrás. Lanny no lo utilizaba demasiado.
Lo mismo podía decirse del comedor. Lanny normalmente comía en la cocina o en el despacho mientras veía la televisión.
En el pasillo, pegada a la pared, otra mano de caricatura apuntaba hacia el pasillo y las escaleras, en dirección opuesta a la que avanzaba.
Aunque la televisión del despacho se encontraba apagada, unas llamas resplandecían en la chimenea de gas y falsos rescoldos brillaban como si fueran reales en un lecho de falsas cenizas.
Sobre la mesa de la cocina había una botella de Bacardi, una botella de plástico de dos litros de Coca Cola y un balde de hielo. Sobre un plato junto a la Coca Cola brillaba un pequeño cuchillo de hoja de sierra y un limón del que se habían cortado unas pocas rodajas.
Junto al plato se veía un vaso alto medio lleno con un brebaje oscuro en el que flotaba una rodaja de limón y unos pocos fragmentos de hielo derritiéndose.
Tras robar la primera nota del asesino de la cocina de Billy y destruirla junto con la segunda para salvar su empleo y la esperanza de una pensión, Lanny había intentado ahogar su culpa con unos tragos de ron y Coca Cola. Si las botellas de Coca Cola y Bacardi estaban llenas cuando se puso a ello, era evidente que hizo considerables progresos hacia un estado de embriaguez suficiente como para amortajar los recuerdos y atontar la conciencia hasta la mañana siguiente.
La puerta de la despensa estaba cerrada. A pesar de que Billy dudaba de que el psicópata acechara allí dentro entre alimentos enlatados, no se sentiría cómodo dándole la espalda hasta que echara un vistazo.
Con el brazo derecho fuertemente pegado a su flanco y la pistola apuntando hacia el frente, giró deprisa el picaporte y tiró de la puerta con la mano izquierda. Nadie esperaba dentro de la despensa.
Sacó un trapo limpio de un cajón de la cocina. Tras limpiar el tirador de metal del cajón y el picaporte de la despensa, metió una punta del trapo bajo su cinturón y lo dejó colgando a un lado a la manera de un camarero.
Sobre una encimera cerca del horno estaban la cartera de Lanny, las llaves del coche, dinero suelto y el teléfono móvil. Allí también se encontraba su pistola de servicio de nueve milímetros y la pistolera Wilson Combat.
Cogió el teléfono móvil, lo encendió y llamó al contestador. El único mensaje guardado era el que él mismo le había dejado a Lanny esa misma noche.
Soy Billy. Estoy en casa, ¿Qué demonios pasa? ¿Qué has hecho? Llámame ahora mismo.
Tras escuchar su propia voz, borró el mensaje.
Tal vez eso fuera un error, pero no se le ocurría de qué manera el mensaje podía probar su inocencia. Por el contrario, dejaría claro que esperaba ver a Lanny esa noche que acababa de pasar y que se había enfadado con él, lo cual le convertiría en sospechoso.
Le había dado vueltas al mensaje durante el camino hacia el aparcamiento de la iglesia y durante su caminata a través del prado. Borrarlo parecía lo más sensato si encontraba lo que esperaba encontrar en el primer piso.
Apagó el móvil y utilizó el trapo para limpiar las huellas digitales. Lo volvió a meter al cajón del que lo había sacado.
Si alguien hubiera estado observando en ese momento, se habría imaginado a Billy como un experto tranquilo y habilidoso. En realidad, estaba medio descompuesto de miedo y angustia.
Un observador también habría pensado que Billy, a juzgar por su meticulosa atención a los detalles, ya había borrado huellas de crímenes anteriormente. Ése no era el caso, pero esta brutal experiencia había agudizado su imaginación, mostrándole los peligros de las pruebas circunstanciales.
Una hora antes, a la 1:44, el asesino había llamado a Billy desde esa casa. La compañía telefónica tendría un registro de esa breve llamada.
Quizá la policía pensaría que eso probaba que Billy no podía haber estado allí en el momento del asesinato. Aunque posiblemente sospecharían que el propio Billy había hecho la llamada a un cómplice en su casa con el desacertado propósito de tratar de establecer su presencia en cualquier otra parte en el momento del asesinato.
Los policías siempre sospechaban lo peor de cualquiera. Su experiencia les había enseñado a ser así.
Por el momento, no se le ocurría nada sobre los registros de la compañía telefónica. Lo apartó de su pensamiento. Asuntos más urgentes reclamaban su atención. Como encontrar el cadáver, si es que existía alguno.
No creyó que debiera perder tiempo buscando las dos notas del asesino. Si todavía estuvieran intactas, lo más probable habría sido encontrarlas sobre la mesa en la que Lanny había estado bebiendo o en la encimera junto a su cartera, el dinero y el móvil.
Las llamas de la chimenea del despacho, en esa cálida noche de verano, lo llevaron a una conclusión lógica acerca de las notas.
Pegada en un armario de la cocina había una mano de caricatura que apuntaba a la puerta batiente y al pasillo de la planta baja.
Por fin Billy estaba dispuesto a tomar una dirección, pero la angustia y el miedo lo oprimían y lo inmovilizaban.
La posesión de un arma de fuego y la voluntad de utilizarla no le proporcionaban el valor suficiente como para avanzar inmediatamente. No esperaba encontrar al psicópata. De alguna manera el asesino podría ser menos intimidante de lo que él pensaba.
La botella de ron lo tentó. No había sentido ningún efecto con las tres Guinness. El corazón le había estado latiendo desbocadamente durante más de una hora, a toda velocidad.
Para ser un hombre tan poco bebedor, últimamente había tenido que recordar ese hecho lo bastante como para indicar que en su interior un borrachín en potencia anhelaba ser liberado.
El valor para actuar le vino de un miedo a abstenerse de actuar y de una aguda percepción de las consecuencias de encomendarse a las manos del psicópata.
Dejó la cocina y avanzó por el pasillo hasta el vestíbulo. Al menos las escaleras no estaban oscuras; había luz en el rellano y en la parte de arriba.
Mientras subía, no se molestó en pronunciar el nombre de Lanny. Sabía que no recibiría respuesta, y de cualquier manera dudaba de poder pronunciar palabra.