A las nueve, Billy abandonó el porche trasero, entró en casa y cerró la puerta con llave.
En apenas tres horas se decidiría el destino de una persona, se determinaría una muerte y, si el asesino seguía un patrón, alguien sería asesinado antes del amanecer.
Cogió la llave del jeep, que yacía sobre la mesa de la cocina.
Se planteó salir en busca de Lanny Olsen. Lo que antes le había parecido rencor realmente era mera exasperación. Ahora sí sentía rencor, oscuro y amargo. Necesitaba a toda costa un enfrentamiento.
Protégeme del enemigo que tiene algo que ganar y del amigo que tiene algo que perder.
Lanny había tenido que trabajar ese día. Ya había acabado su turno.
Lo más seguro era que estuviese metido en su casa. Si no se encontraba allí, sólo podía estar en un puñado de restaurantes, bares y casas de amigos.
Un sentido de la responsabilidad y una extraña clase de esperanza desesperada mantenían a Billy prisionero en su cocina, junto al teléfono. Ya no esperaba que Lanny llamara, pero el asesino podía hacerlo. La muda presencia en la línea la noche anterior había sido la del asesino de Giselle Winslow. Billy no tenía pruebas, pero tampoco dudas. Quizá llamara también esta noche. Si lograba hablar con él, quizá se podría conseguir o saber algo.
No se hacía ilusiones de que se pudiera engatusar a un monstruo semejante para que hablara o para convencerle de que dejara de matar. Pero sería muy útil escucharle pronunciar unas pocas palabras ya que de su voz se podrían obtener datos como su grupo étnico, su región de origen, la educación, la edad aproximada.
Con suerte, el asesino también podría revelar ingenuamente algún hecho relevante acerca de él. Una pista, un pequeño brote de información que floreciera bajo un determinado análisis, de modo que Billy se pudiera presentar con algo creíble ante la policía.
Enfrentarse a Lanny Olsen podía ser emocionalmente satisfactorio, pero no sacaría a Billy de la caja en la que el asesino lo había metido.
Colgó la llave del jeep de un gancho.
La noche anterior, en un momento de nervios, había bajado todas las persianas. Esa mañana, antes del desayuno, había levantado las de la cocina. Ahora volvió a bajarlas.
Permaneció en el centro de la estancia. Echó una mirada al teléfono. Puso la mano derecha sobre el respaldo de una silla con la intención de sentarse, pero no la movió.
Se limitó a quedarse allí, mirando fijamente el pulido granito negro bajo sus pies.
Mantenía la casa inmaculada. El granito lucía lustroso, impecable.
La negrura bajo sus pies parecía no tener sustancia, como si estuviera parado en el aire, alto en la noche, con ocho kilómetros de atmósfera abriéndose por debajo, sin alas que le sostuvieran.
Empujó la silla fuera de la mesa y se sentó. En menos de un minuto bajó a la tierra.
En tales circunstancias, Billy no tenía ni idea de cómo actuar, de qué hacer. La simple tarea de dejar pasar el tiempo lo derrotaba, a pesar de no haber hecho otra cosa durante años.
Como no había cenado, se acercó a la nevera. No tenía hambre ni le atraía nada de lo que había.
Echó una mirada a la llave del jeep, que seguía colgada del gancho. Se acercó al teléfono y se quedó contemplándolo. Se sentó a la mesa.
Enséñanos a que nos importe y a que no nos importe. Enséñanos a estar sentados tranquilos.
Tras unos instantes se dirigió al estudio, donde pasaba tantas noches tallando adornos arquitectónicos en un rincón de su mesa de trabajo.
Recogió varias herramientas y un pedazo de roble blanco en el que había empezado a tallar un racimo de hojas de acanto. Regresó con todo eso a la cocina.
En el estudio había un teléfono, pero esa noche Billy prefería la cocina. Además, el estudio contaba con un cómodo sofá, y le preocupaba sentir la tentación de tumbarse, quedarse dormido y no enterarse de la llamada del asesino o de cualquier otra cosa.
Fuese o no razonable esta preocupación, se instaló en la mesa de la cocina con la madera y las herramientas.
Sin el torno de tallado, sólo podía dedicarse a los detalles más delicados de las hojas, un trabajo de bajorrelieve con aspiraciones de elaborada artesanía. La hoja producía un sonido hueco en el roble, como si fuera hueso y no madera.
A las diez y diez, a menos de dos horas del plazo, decidió de repente acudir al sheriff.
Su casa no pertenecía a ningún distrito; el sheriff tenía jurisdicción allí. El bar se encontraba en Vineyard Hills, pero el pueblo era demasiado pequeño para tener su propia comisaría de policía; también allí la ley la representaba el sheriff Palmer.
Billy cogió la llave del gancho de la pared, abrió la puerta, salió al porche… y se detuvo.
Si acudes a la policía, mataré a una joven madre de dos hijos.
No quería escoger. No quería que nadie muriese.
En todo el condado de Napa podía haber docenas de jóvenes madres con dos hijos. Tal vez cien, doscientas, o incluso más.
Incluso con cinco horas era imposible identificar y alertar a todas las posibles víctimas. Tendrían que utilizar los medios de comunicación para avisar a la gente. Y eso podía llevar días.
Ahora, con menos de dos horas, no se podía hacer nada. Posiblemente llevaría más de dos horas sólo interrogarle.
La joven madre, obviamente seleccionada con anterioridad por el homicida, sería asesinada.
¿Y si los niños se despertaban? Les mataría para no dejar testigos. El demente no había prometido matar sólo a la madre.
En el húmedo aire nocturno, un olor resinoso se elevaba de la frondosa alfombra de hojas que cubrían el suelo del bosque y se diseminaba desde los árboles hasta el porche.
Billy regresó a la cocina y cerró la puerta.
Más tarde, mientras trabajaba en los detalles de una hoja, se pinchó en el pulgar. No se puso tirita. El pinchazo era pequeño; cicatrizaría pronto.
Cuando se raspó un nudillo, estaba demasiado concentrado en el tallado como para molestarse en prestarle atención. Trabajaba deprisa, y ni siquiera notó cuando se produjo un tercer corte minúsculo.
Para un observador, en el caso de que hubiera uno, habría parecido que Billy deseaba sangrar. Como sus manos seguían ocupadas, las heridas continuaron sangrando. La madera absorbió la sangre.
Transcurrido cierto tiempo, advirtió que el roble se había decolorado por completo. Abandonó el tallado y dejó a un lado el punzón.
Se sentó un rato, se miró fijamente las manos y respiró de manera agitada sin ninguna razón. Pasado un tiempo, la hemorragia se detuvo y ya no volvió a aparecer cuando se lavó las manos en la pila.
A las 23:45, después de secarse las manos con un paño de cocina, sacó una Guinness fría de la nevera y se la bebió directamente de la botella. La terminó demasiado rápido.
Cinco minutos después de la primera cerveza, abrió una segunda. La sirvió en un vaso para obligarse a bebería a sorbos y que así durara más.
Se quedó parado con la Guinness delante del reloj de pared.
23:50. Cuenta atrás.
Por mucho que Billy quisiera mentirse a sí mismo, no podía engañarse. Había tomado una decisión, de acuerdo. Tú eliges. Incluso la inacción era una elección.
La madre que tenía dos hijos… ella no moriría esta noche. Si el fanático homicida mantenía su parte del acuerdo, la madre dormiría toda la noche y vería el amanecer.
Ahora Billy formaba parte de ello. Podía negarlo, podía huir, podía dejar las persianas bajadas durante el resto de su vida y cruzar la línea que separa al recluido del eremita, pero no podría escapar al hecho fundamental de que formaba parte de ello.
El asesino le había ofrecido una sociedad, y él no quería participar en ella. Pero ahora resultaba ser uno de esos tratos de negocios, una de esas agresivas ofertas de acciones que los periodistas de las páginas financieras denominaban opa hostil.
Terminó su segunda Guinness mientras llegaba la medianoche. Deseaba una tercera. Y una cuarta.
Se dijo a sí mismo que necesitaba mantener la cabeza despejada. Se preguntó por qué, y no obtuvo una respuesta creíble.
Su parte del trato se había cumplido esa noche. Había hecho su elección. El psicópata llevaría a cabo la suya.
Esa noche no sucedería nada más, excepto que, sin la cerveza, Billy no sería capaz de dormir. Posiblemente se tendría que poner a tallar de nuevo.
Le dolían las manos. No a causa de las tres insignificantes heridas, sino por haber agarrado las herramientas con demasiada fuerza, por haber sostenido el trozo de roble como si se tratara de un madero en un naufragio.
Si no dormía, no estaría en condiciones de afrontar el día que tenía por delante. Por la mañana llegarían noticias de otro cadáver. Se enteraría de a quién había escogido para morir.
Puso el vaso en el fregadero. Ya no lo necesitaba porque no le importaba que la cerveza durara. Cada botella era como un golpe, y no quería nada más que quedar fuera de combate.
Se llevó una tercera cerveza al salón y se sentó en la mecedora. Bebió en la oscuridad.
La fatiga emocional puede ser tan cansada como el agotamiento físico. Se había quedado sin fuerzas.
A la 1:44 lo despertó el teléfono. Voló de la silla como catapultado. La botella de cerveza vacía rodó por el suelo.
Esperando escuchar a Lanny, descolgó bruscamente el teléfono de la cocina a la cuarta llamada. Su «hola» no obtuvo respuesta.
El que escuchaba. El psicópata.
Billy sabía por experiencia que una estrategia de silencio no le llevaría a ninguna parte.
—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué yo?
El que llamaba no respondió.
—No voy a seguir tu juego —dijo Billy, pero era inútil porque ambos sabían que él ya había sido invitado.
Se habría sentido satisfecho si el asesino hubiese respondido al menos con una suave risa de desprecio, pero no se oyó nada.
—Estás enfermo, eres un retorcido. —Como eso no inspiró respuesta alguna, Billy añadió—: Eres un despojo humano.
Pensó que sonaba débil y poco efectivo y, para la época en que vivía, sus insultos estaban lejos de ser fuertes. Alguna banda de heavy metal probablemente se llamara Enfermos y Retorcidos, y seguro que otra se llamaba Despojo Humano.
El psicópata no tragó el anzuelo. Cortó la comunicación.
Billy colgó y se dio cuenta de que le temblaban las manos. Tenía las palmas húmedas y se las secó en la camisa.
A continuación le asaltó un pensamiento que debía habérsele ocurrido antes, la noche anterior, cuando lo llamó el asesino. Volvió al teléfono, levantó el aparato, escuchó un momento el tono de marcado y luego marcó 69, llamando así automáticamente al lugar desde donde acababan de llamarlo.
Al otro lado de la línea, el teléfono sonó, sonó y sonó, pero nadie respondió. Sin embargo, el número que aparecía en la pantalla digital del teléfono de Billy le resultó familiar. Era el de Lanny.