El rostro de Barbara sobre la almohada era la desesperación y la esperanza de Billy, su pérdida y su ilusión. Era su sostén en dos sentidos, el primero beneficioso. Su sola visión sostenía a Billy con seguridad y equilibrio sin importar las vicisitudes del día.
Menos feliz, cada recuerdo suyo de la época en que había sido una persona activa y vital constituía un eslabón de la cadena que lo ataba. Si ella se hundía del coma a la inconsciencia total, la cadena tiraría con fuerza, y él se hundiría con ella en las aguas más oscuras.
Acudía allí no sólo para ofrecerle su compañía con la esperanza de que ella pudiera reconocer su presencia aun dentro de su prisión interna, sino también para saber de qué preocuparse y de qué no, cómo quedarse quieto, y quizá para encontrar una paz esquiva.
Esa tarde, la paz era más esquiva que de costumbre.
Su atención se desplazaba a menudo del rostro de la joven a su reloj, y a la ventana detrás de la cual el día, ya de un tono ocre, se disolvía en un amargo anochecer.
Sostenía su pequeña libreta. Pasó las páginas, leyendo las misteriosas palabras que ella había pronunciado. Cuando encontraba una secuencia que lo intrigaba en particular, la leía en voz alta:
suave llorosa negra
muerte del sol…
el espantapájaros de un traje…
hígados de gansos gordos…
calle estrecha, casas altas…
una cisterna para retener la bruma…
formas extrañas… movimiento fantasmal…
Campanadas cristalinas…
Su esperanza residía en que, haciéndole escuchar su enigmática habla comatosa, Barbara se sintiera impulsada a hablar, acaso para ampliar sus afirmaciones y brindarles un mayor sentido.
Otras noches su táctica había arrancado a veces una respuesta. Pero nunca aclaraba lo que había dicho previamente, sino que pronunciaba una nueva y distinta secuencia de palabras igualmente inescrutables.
Esa noche ella respondió con silencio, y de vez en cuando con un suspiro limpio sin ninguna emoción, como si fuera una máquina que respirara en un ritmo superficial con exhalaciones más sonoras causadas por fuentes de poder azarosas.
Tras leer en voz alta dos secuencias, Billy volvió a guardar la libreta en el bolsillo.
Estaba nervioso, le había leído las palabras con demasiada intensidad, demasiado rápido. En un punto se escuchó a sí mismo y pensó que sonaba enfadado, lo que no le haría ningún bien a Barbara.
Caminó de un lado a otro de la habitación. Fue hacia la ventana.
Whispering Pines se elevaba junto a un viñedo en suave pendiente. Las vides se extendían perfectamente alineadas, con hojas color verde esmeralda que se transformarían en carmesíes en otoño y pequeñas uvas duras aún a muchas semanas de la madurez. Los senderos entre las hileras de vides aparecían moteados de negro por las sombras de la última hora del día, teñidas de púrpura por el mosto que se había esparcido como fertilizante.
A unos veinticinco o treinta metros de la ventana se hallaba un hombre quieto en uno de esos senderos. No llevaba consigo herramientas ni parecía estar trabajando. Si era un vinicultor de paseo, no debía de tener mucha prisa. Estaba de pie, con las piernas separadas y las manos en los bolsillos del pantalón. Parecía estudiar la residencia.
Desde esa distancia y con esa luz, no se podía distinguir ningún detalle de la apariencia del hombre. Permanecía parado entre las vides, dándole la espalda al sol de poniente, que sólo lo mostraba como una silueta.
Al escuchar unos pies que corrían por escaleras huecas, que no eran otra cosa que los latidos de su corazón, Billy se obligó a reaccionar contra la paranoia. Cualquiera que fuese el problema que se presentara, necesitaría estar en calma y con la mente clara para lidiar con él.
Se alejó de la ventana y volvió junto a la cama.
Los ojos de Barbara se movían bajo los párpados. Los especialistas decían que eso indicaba un estado de sueño.
Considerando que cualquier coma era un sueño mucho más profundo que el sueño normal, Billy se preguntó si el de ella sería más intenso que los sueños comunes, llenos de acción frenética, sonidos y colores.
Le preocupó que sus sueños fuesen pesadillas, vívidas y perpetuas.
Cuando le besó la frente, Barbara murmuró:
—El viento está en el este…
Billy esperó, pero ella no dijo nada más, a pesar de que sus ojos se movían y giraban de fantasma en fantasma bajo los párpados cerrados. Como esas palabras no contenían amenaza alguna y como ninguna insinuación de peligro oscurecía su voz, prefirió pensar que su sueño actual, al menos, debía de ser benévolo.
Aunque no quería hacerlo, cogió de la mesilla un sobre cuadrado con su nombre escrito con letra fluida. Se lo metió en el bolsillo sin leerlo, pues sabía que provenía del médico de Barbara, Jordán Ferrier.
Cuando había que discutir asuntos médicos de peso, el doctor siempre utilizaba el teléfono. Recurría a mensajes escritos sólo cuando pasaba de la medicina al trabajo del diablo.
Nuevamente en la ventana, Billy descubrió que el observador del viñedo había desaparecido.
Momentos más larde, cuando abandonó Whispcring Pines, esperaba en parte encontrar una tercera nota sobre el parabrisas, pero no fue así.
Probablemente, el hombre del viñedo era un tipo normal y corriente, ni más ni menos.
Billy fue directo a su casa, aparcó el jeep en el garaje, subió los escalones del porche trasero y se encontró la puerta de la cocina entreabierta.