Capítulo 6

A pesar de que no tenía noticias de la aparición de ningún cadáver, Billy se detuvo cerca del Explorer, dudando qué hacer, reticente a leer un segundo mensaje. Lo único que deseaba era sentarse con Barbara un rato y luego regresar a casa. No iba a verla todos los días de la semana, pero sí más de la mitad.

Sus paradas en Whispering Pines constituían uno de los cimientos sobre los que se edificaba su sencilla vida. Anhelaba esos momentos tanto como sus horas de descanso y de tallado.

No era tonto, ni tampoco simplemente listo. Sabía que su vida de reclusión podía fácilmente degenerar en soledad. Una delgada línea separa al fatigado ermitaño del terrible eremita. Más fina aún es la línea entre el eremita y el amargo misántropo.

Coger la nota del limpiaparabrisas, hacer una bola y arrojarla a un lado sin leerla seguramente sería cruzar la primera de esas líneas. Y quizá no hubiera marcha atrás.

No tenía mucho de lo que esperaba en la vida. Por naturaleza era lo bastante prudente para reconocer que si arrojaba la nota, también estaría echando por tierra todo lo que ahora lo sostenía. Su vida no sólo sería distinta, sino peor.

Mientras decidía qué hacer, no escuchó al coche patrulla que entraba en el aparcamiento. En el momento en que arrancaba la nota del limpiaparabrisas, se sorprendió ante la súbita aparición de Lanny Olsen a su lado, de uniforme.

—Otra más —declaró Lanny, como si hubiera estado esperando la segunda nota.

Su voz tenía un tono de amenaza. El espanto atravesaba su cara. Sus ojos eran las ventanas de un lugar embrujado.

El destino de Billy era vivir en una época que negaba la existencia de las abominaciones, que adjudicaba el nombre de horror a cada abominación, que redefinía cada horror como un crimen, cada crimen como una ofensa, cada ofensa como mero enojo. No obstante, el aborrecimiento creció en él antes de saber exactamente qué era lo que había llevado allí a Lanny Olsen.

—Billy. Dios mío, Billy.

—¿Qué?

—Estoy sudando. Mira cómo sudo.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—No puedo dejar de sudar. No hace tanto calor.

De pronto Billy se sintió grasiento. Se pasó la mano por la cara y miró la palma, esperando encontrar mugre. Ante sus ojos parecía limpia.

—Necesito una cerveza —dijo Lanny—. Dos cervezas. Necesito sentarme. Necesito pensar.

—Mírame.

Lanny no lo miró a la cara. Su atención se centraba en la nota que Billy tenía en la mano. El papel permanecía doblado, pero Billy sintió algo en su garganta, algo que se abría como una flor lujuriosa, aceitosa y llena de pétalos: la náusea provocada por la intuición.

La pregunta correcta no era qué, sino quién, y Billy lo preguntó. Lanny se pasó la lengua por los labios.

—Giselle Winslow.

—No la conozco.

—Yo tampoco.

—¿Dónde?

—Daba clases de inglés en Napa.

—¿Rubia?

—Sí.

—Y adorable —adivinó Billy.

—Alguna vez lo fue. La golpearon casi hasta matarla. Alguien la atacó con saña, alguien que sabía cómo hacerlo, cómo hacer que durara.

—Casi hasta matarla.

—Terminó estrangulándola con un par de medias suyas.

Billy sintió que le flojeaban las piernas. Se apoyó en el Explorer. No podía hablar.

—Su hermana la encontró hace apenas dos horas.

La mirada de Lanny permanecía fija en la hoja de papel doblada en la mano de Billy.

—El departamento del sheriff no tiene jurisdicción allí —continuó Lanny—, así que queda en manos de la policía de Napa. Al menos es algo. Me da tiempo para respirar.

Billy encontró su voz, pero era ronca y no le sonó como de costumbre.

—La nota decía que mataría a una profesora si no iba a la policía, pero yo acudí a ti.

—Decía que la mataría si no ibas a la policía y la involucrabas.

—Pero acudí a ti, lo intenté. Quiero decir, por amor de Dios, lo intenté, ¿no es así?

Lanny por fin lo miró a los ojos.

—Me viniste a ver de manera informal. En realidad no acudiste a la policía. Fuiste a ver a un amigo que resulta que es policía.

—Pero acudí a ti —protestó Billy, y se avergonzó ante la negación, ante la justificación.

La náusea trepaba por las paredes de su estómago, pero apretó los dientes y se esforzó por controlarse.

—Nada de todo eso parecía real —dijo Lanny.

—¿Qué es «todo eso»?

—La primera nota. Parecía una broma, una broma pesada. Ningún policía olería algo real en esa nota.

—¿Estaba casada? —preguntó Billy.

Un Toyota aparcó a unos veinticinco metros del Explorer. En silencio observaron cómo el conductor salía del coche y entraba en el bar. A esa distancia no se podría escuchar su conversación. Sin embargo, se mantuvieron cautos.

La música country se escapó por la puerta del local durante unos instantes. En la gramola, Alan Jackson cantaba un tema sobre su corazón roto.

—¿Estaba casada? —volvió a preguntar Billy.

—¿Quién?

—La mujer. La profesora. Giselle Winslow.

—No lo creo, no. Al menos no ha aparecido ningún marido en escena hasta el momento. Déjame ver la nota. Billy, que retenía el papel, preguntó: —¿Tenía hijos?

—¿Eso qué importa?

—Importa —dijo Billy.

Advirtió que su mano vacía se había tensado en un puño. Era un amigo el que se encontraba ante él, según sus parámetros de lo que significa amistad. Sin embargo, sólo con esfuerzo logró relajar el puño.

—A mí me importa, Lanny.

—¿Niños? No lo sé. Probablemente no. Por lo que escuché, debía de vivir sola.

Dos ráfagas de tráfico pasaron por la autopista: ruidos de motores, la suave percusión del aire desplazado. Cuando volvió la calma, Lanny dijo con preocupación:

—Escucha, Billy, potencialmente yo estoy en problemas.

—¿Potencialmente? —Encontró graciosa la elección de esa palabra, pero no era de las que le hacían reír.

—Absolutamente nadie en el departamento habría tomado en serio esa maldita nota, pero dirán que yo debería haberlo hecho.

—Quizá yo debería haberlo hecho —dijo Billy. Lanny disintió inquieto:

—Eso no vale, es a posteriori. Es basura. No hables así. Necesitamos una defensa mutua.

—¿Defensa contra qué?

—Contra lo que sea. Billy, escucha, no tengo un expediente perfecto.

—¿Qué expediente?

—Mi expediente en la policía, el archivo de mi trabajo. He recibido un par de informes negativos.

—¿Qué hiciste?

Los ojos de Lanny se achicaban cuando se sentía ofendido.

—Maldita sea, no soy un policía corrupto.

—No he dicho que lo fueras.

—Tengo cuarenta y seis años, jamás he tocado un centavo de dinero sucio, y jamás lo haré.

—Está bien. De acuerdo.

—No hice nada.

El ofuscamiento de Lanny posiblemente fuera fingido; no podía mantenerlo. O quizá alguna sombría imagen mental lo atemorizaba, porque sus ojos entrecerrados se abrieron. Se mordía el labio inferior como si quisiera destrozar con los dientes un pensamiento inquietante, escupirlo y no volverlo a considerar.

Aunque miró el reloj, Billy esperó.

—Lo que sí es cierto —prosiguió Lanny— es que a veces soy un policía vago. Por culpa del aburrimiento, ya sabes. Y tal vez porque… porque en realidad nunca quise esta vida.

—No me debes ninguna explicación —le aseguró Billy.

—Lo sé. Pero el asunto es que… quiera o no quiera esta vida, es lo que hay. Es todo lo que tengo. Quiero tener la oportunidad de conservarla. Tengo que leer esa nueva nota, Billy. Por favor, dame la nota.

Comprensivo pero reacio a entregar el papel, que ahora estaba húmedo con su propio sudor, Billy lo desdobló y leyó:

Si no acudes a la policía y la involucras, mataré a un hombre soltero al que el mundo no echará de menos. Si acudes a la policía, mataré a una joven madre de dos niños.

Tienes cinco horas para decidir. Tú eliges.

A la primera lectura, Billy comprendió cada terrible detalle de la nota, pero tuvo que releerla. Entonces se la entregó a Lanny.

La ansiedad, el desgaste de la vida corroían el rostro de Lanny Olsen mientras repasaba las frases.

—Es un enfermo hijo de puta.

—Debo ir a Napa.

—¿Por qué?

—Para entregar estas dos notas a la policía.

—Espera, espera, espera —dijo Lanny—. No sabes si la segunda víctima será de Napa. Puede ser en St. Helena o en Rutherford…

—O en Angwin —interrumpió Billy—, o en Calistoga.

Ansioso por ir al grano, Lanny dijo:

—O Yountville o Circle Oaks, u Oakville. No sabes en qué lugar. No sabes nada.

—Sé algunas cosas —dijo Billy—. Sé lo que es correcto.

Lanny miró fijamente la nota, se enjugó el sudor del rostro y dijo:

—Los verdaderos asesinos no practican estos juegos.

—Éste sí lo hace.

Tras doblar la nota y colocarla en el bolsillo de la camisa de su uniforme, rogó:

—Déjame pensar un minuto.

Billy recuperó al instante el papel del bolsillo de Lanny y dijo:

—Piensa todo lo que quieras. Yo me voy a Napa.

—Pero hombre, esto está mal, muy complicado. No seas estúpido.

—Si decido no jugar será el fin del juego.

—De modo que, simplemente, vas a matar a una joven madre de dos niños. ¿Es eso?

—Fingiré no haber oído eso.

—Entonces lo repito. Vas a matar a una joven madre de dos niños.

Billy sacudió la cabeza.

—No voy a matar a nadie.

—Tú eliges —citó Lanny—. ¿Tu elección será dejar huérfanos a dos niños?

Lo que Billy vio en ese momento en la cara de su amigo, en sus ojos, era algo que nunca antes había advertido ni en la mesa de póquer ni en cualquier otro lugar. Le parecía estar frente a un extraño.

—Tú eliges —repitió Lanny.

Billy no quería que se produjera un distanciamiento entre ellos. Vivía en el lado más sociable de la línea que separaba al recluido del eremita, y no quería verse a sí mismo atravesando esa línea divisoria.

Tal vez intuyendo la preocupación de su amigo, Lanny adoptó una actitud más flexible:

—Todo lo que te pido es que me eches un cable. Estoy sobre arenas movedizas.

—Por el amor de Dios, Lanny.

—Lo sé. Apesta. No hay manera de cambiarlo.

—No vuelvas a intentar manipularme de ese modo. No me presiones.

—No lo haré. Lo siento. Es sólo que el sheriff es un cabeza dura. Tú lo sabes. Con mi expediente, todo lo que necesita es quitarme la placa, y todavía me quedan seis años para conseguir una pensión completa.

Mientras siguiera mirando a Lanny a los ojos y viera en ellos la desesperación, e incluso algo peor que la desesperación que no se atrevía a nombrar, no podría aceptar el compromiso. Debía mirar para otro lado e imaginar que hablaba con el Lanny que conocía antes de ese encuentro.

—¿Qué es lo que me pides que haga?

Advirtiendo una capitulación en la pregunta, Lanny habló en un tono todavía más conciliador.

—No te arrepentirás de esto, Billy. Todo saldrá bien.

—No dije que vaya a hacer lo que se te ocurra. Sólo necesito saber de qué se trata.

—Comprendo. Y lo aprecio. Eres un verdadero amigo. Todo lo que te pido es una hora, una hora para pensar.

Mientras desplazaba su mirada del bar hacia el asfalto cuarteado bajo sus pies, Billy dijo:

—No queda mucho tiempo. Con el primer mensaje eran seis horas. Ahora son cinco.

—Sólo te pido una, una hora.

—Él debe de saber que salgo del trabajo a las siete, así que es probable que el reloj comience a marcar desde ese momento. Medianoche. Entonces antes del amanecer matará a una persona o a otra y, por acción o inacción, yo habré elegido. Haga lo que haga, no me gusta pensar que decidí por él.

—Una hora —prometió Lanny—, y entonces acudiré al sheriff Palmer. Sólo tengo que pensar cómo plantearlo, desde qué ángulo puedo salvar mi pellejo.

Un graznido familiar, pero raramente escuchado en ese entorno, despertó la atención de Billy desde el asfalto hacia el cielo.

Blancas sobre el azul zafiro, tres gaviotas planeaban contra el cielo de poniente. Raras veces se aventuraban tan lejos al norte desde la bahía de San Pablo.

—Billy, necesito esas notas para el sheriff Palmer.

Billy, con la mirada puesta en las gaviotas marinas, dijo:

—Será mejor que las conserve yo.

—Las notas son la prueba —se quejó Lanny—. Ese cabrón de Palmer tendrá otra cosa que echarme en cara si no tengo la prueba bajo mi protección.

Mientras la tarde de verano se encaminaba hacia la oscuridad y las gaviotas se dirigían hacia sus nidos costeros, éstas parecían tan fuera de lugar que parecían un presagio. Sus penetrantes gritos produjeron un prolongado escalofrío en la nuca de Billy.

—Sólo tengo la nota que acabo de encontrar —dijo él.

—¿Dónde está la primera? —preguntó Lanny.

—La dejé en la cocina, al lado del teléfono.

Billy contempló la posibilidad de entrar en el bar y preguntarle a Ivy Elgin el significado de aquellos pájaros.

—Está bien. De acuerdo —dijo Lanny—. Entonces dame la que tienes. Palmer querrá venir a hablar contigo. Para ese momento ya tendremos la primera nota.

El problema era que Ivy asegura poder leer augurios únicamente en las cosas muertas.

Billy vaciló, y Lanny insistió:

—Por el amor de Dios, mírame. ¿Qué pasa con los pájaros?

—No lo sé —respondió Billy.

—¿Qué es lo que no sabes?

—No sé qué pasa con los pájaros.

De mala gana, Billy sacó la nota del bolsillo y se la entregó a Lanny.

—Una hora.

—Es todo lo que necesito. Te llamaré.

Cuando Lanny se dio la vuelta, Billy le puso una mano sobre el hombro, deteniéndolo.

—¿Qué quieres decir con que me vas a llamar? Dijiste que traerías a Palmer.

—Primero te llamaré, en cuanto haya decidido cómo enfocar la historia para cubrirme.

—Enfocar —dijo Billy; le pareció una palabra odiosa.

Ahora en silencio, el círculo de gaviotas se orientaba hacia el sol de poniente.

—Cuando te llame —dijo Lanny—, te diré lo que voy a decirle a Palmer, para no ponernos en evidencia. Entonces acudiré a él.

Billy deseó no haberle entregado la nota. Pero era la prueba, y la lógica dictaba que Lanny la conservara.

—¿Dónde estarás dentro de una hora? ¿En Whispering Pines?

Billy asintió con la cabeza.

—Tengo pensado ir por allí, pero sólo unos quince minutos. Después iré a casa. Llámame allí. Pero hay algo más.

Impaciente, Lanny dijo:

—Medianoche, Billy. ¿Recuerdas?

—¿Cómo sabe este psicópata qué elección voy a tomar? ¿Cómo supo que acudí a ti y no a la policía? ¿Cómo sabe lo que haré en las próximas cuatro horas y media?

Lanny frunció el ceño como respuesta.

—A menos que… —conjeturó Billy— me esté vigilando.

Mientras examinaba los coches que había en el aparcamiento, el bar y la barrera de olmos de alrededor, Lanny dijo:

—Todo iba tan bien.

—¿Sí?

—Como la seda. Ahora es una mierda.

—Siempre es una mierda.

—Es bastante cierto —dijo Lanny, y se alejó hacia su coche patrulla.

El hijo único de la señora Olsen parecía derrotado, cargado de hombros y casi se arrastraba al andar.

Billy quería preguntarle si todo seguía bien entre ellos, pero eso era demasiado directo. No podía pensar en otro modo de articular la pregunta. Entonces se escuchó a sí mismo decir:

—Hay algo que nunca te dije y debería haberte dicho.

Lanny se detuvo y miró hacia atrás, contemplándolo con agobio.

—Todos estos años tu madre estuvo enferma y tú la cuidaste, renunciaste a lo que querías… eso requirió más valentía de la que necesita un policía.

Como si se sintiera incómodo, Lanny volvió a mirar los árboles y dijo casi con desencanto:

—Gracias, Billy.

Parecía verdaderamente conmovido al escuchar que alguien reconocía su sacrificio. Luego, como si un perverso sentido de la vergüenza lo obligara a desestimar, si no a burlarse de su virtud, agregó:

—Pero nada de todo eso me asegura la pensión.

Billy lo observó meterse en el coche y alejarse.

En el silencio de las gaviotas marinas ya lejanas, el día sin aliento se desvanecía, mientras las montañas, los prados y los árboles iban trazando más sombras sobre sí mismos.

En el extremo más alejado de la autopista, el hombre de madera de trece metros luchaba por protegerse de las enormes ruedas demoledoras de la industria o de la ideología brutal, o del arte moderno.