Capítulo 5

El bar no tenía nombre. O más bien su función era su nombre. El cartel del poste, en el desvío de la autopista hacia el aparcamiento rodeado de olmos, sólo decía «Bar».

Jackie O'Hara era el dueño del lugar. Gordo, pecoso, amable, era para todos un amigo o un tío postizo.

No tenía interés en ver su nombre en el cartel. De niño, Jackie quería ser cura. Quería ayudar a la gente, guiarlos hacia Dios. El tiempo le enseñó que no sería capaz de dominar sus apetitos. Cuando todavía era joven llegó a la conclusión de que sería un mal cura, algo que no se correspondía con la naturaleza de su sueño.

Encontró dignidad dirigiendo un bar limpio y amigable, pero le parecía que esa sencilla satisfacción con sus propios logros se convertiría en vanidad si le ponía su nombre al bar.

En opinión de Billy Willes, Jackie habría sido un buen cura. Todo ser humano tiene apetitos difíciles de controlar, pero muy pocos tienen humildad, gentileza y conciencia de sus debilidades.

Bar «Vineyard Hills». Taberna «Bajo los olmos». Taberna «A la luz de las velas». Taberna «El descanso del camino». Los clientes le ofrecían a diario nombres para el lugar. Jackie encontraba sus sugerencias o bien torpes e inapropiadas, o bien sentimentaloides.

Cuando Billy llegó a las 10:45 de la mañana del martes, quince minutos antes de que abriera el bar, los únicos coches del aparcamiento eran el de Jackie y el de Ben Vernon, el cocinero.

De pie junto a su Explorer, estudió las bajas colinas que se recortaban en la distancia, en el extremo donde se perdía la autopista. Eran de color marrón oscuro donde las había arrasado el hombre y marrón pálido donde la hierba silvestre había perdido su tono verde debido al calor estival.

Perles Properties, una empresa internacional, estaba construyendo en un terreno de trescientas cincuenta hectáreas un complejo vacacional de altísimo nivel que se llamaría Vineland. Además de un hotel con campo de golf, tres piscinas, cancha de tenis y otras instalaciones, el proyecto incluía ciento noventa millones de dólares en casas de fin de semana, a disposición de aquellos que se tomaran en serio su tiempo libre. Los cimientos se habían trazado a comienzos de primavera. Ya se estaban levantando las paredes.

En una pradera mucho más cerca de las estructuras palaciegas de las colinas más altas, a menos de treinta metros de la autopista, un espectacular mural se acercaba a su finalización. Era de madera, de unos veintidós metros de alto, cuarenta y cinco de largo y tridimensional, pintado de gris con perfiles negros. El mural, de estilo art déco, presentaba una imagen estilizada de poderosas máquinas, con los volantes y las bielas de una locomotora. También había enormes palancas de cambios, extraños armazones y misteriosas formas mecánicas que nada tenían que ver con un tren. En la sección que insinuaba una locomotora aparecía representada una gigante y estilizada figura de hombre en ropa de trabajo, con el cuerpo inclinado de izquierda a derecha como si hiciera frente a un viento pertinaz, como si empujara uno de los enormes volantes, como si estuviera atrapado en la máquina e hiciera fuerza hacia adelante con tanto pánico como determinación, y como si descansar por un instante y abandonar la sincronización significara ser hecho pedazos.

Aún no funcionaba ninguna de las partes móviles del mural animado; no obstante, creaba una convincente ilusión de movimiento, de velocidad.

Un famoso artista de un solo nombre —Valis— había diseñado la obra por encargo y la había construido con un equipo de dieciséis colaboradores. El mural debía simbolizar el ritmo vertiginoso de la vida moderna, el hostigado individuo avasallado por las fuerzas de la sociedad.

El día que el complejo comenzara a funcionar, el propio Valis prendería fuego a su obra y la quemaría hasta la base para simbolizar la libertad del enajenado curso de la vida que el nuevo complejo representaba.

La mayoría de los habitantes de Vineyard Hills y los alrededores se burlaban del mural, y cuando lo llamaban arte, pronunciaban la palabra entre comillas.

A Billy no le disgustaba esa mole, pero no encontraba sentido a prenderle fuego.

El mismo artista había atado una vez veinte mil globos rojos llenos de helio en un puente de Australia para que diera la impresión de que los globos lo soportaban. Mediante control remoto, hizo reventar al mismo tiempo todos los globos. En ese caso, Billy no comprendía ni el «arte» ni la idea de reventarlos.

A pesar de no ser un entendido, sentía que ese mural podía ser considerado o arte bajo o alta artesanía. Quemarlo tenía tan poco sentido para él como que un museo arrojara sus pinturas de Rembrandt a una hoguera. Tantas cosas de la sociedad contemporánea lo consternaban que no perdería el sueño por un asunto tan pequeño. Y la noche del incendio tampoco acudiría a mirar el fuego.

Entró en el bar. El aire transportaba un aroma tan intenso que parecía tener sabor. Ben Vernon estaba cocinando chile. Detrás de la barra, Jackie O'Hara hacía inventario de las reservas de alcohol.

—Billy, ¿no viste ese programa especial en el canal seis anoche?

—No.

—¿No viste ese especial de los ovnis, el de las abducciones alienígenas?

—Estaba tallando mientras escuchaba música.

—Un tipo dice que fue llevado a una nave nodriza que orbitaba alrededor de la Tierra.

—¿Y eso qué tiene de novedoso? Se oyen cosas así todo el tiempo.

—Dice que un grupo de alienígenas le hizo un examen proctológico.

Billy empujó la puerta de la barra.

—Eso dicen todos.

—Lo sé. Tienes razón. Pero no lo comprendo. —Jackie frunció el ceño—. ¿Por qué una raza alienígena superior, mil veces más inteligente que nosotros, atraviesa trillones de kilómetros sólo para mirar nuestros traseros? ¿No serán unos pervertidos?

—El mío nunca despertó su interés —aseguró Billy—. Y tampoco creo que hayan mirado el de este tipo.

—Se le veía muy creíble. Es autor de un libro. Quiero decir que incluso antes de éste publicó unos cuantos más.

Mientras se ataba un delantal, Billy dijo:

—El simple hecho de publicar un libro no le da credibilidad a nadie. Hitler publicó libros.

—¿En serio? —preguntó Jackie.

—Aja.

—¿Hitler… Hitler?

—Bueno, no fue Bob Hitler.

—Me estás tomando el pelo.

—Ve a averiguarlo.

—¿Y qué escribía? ¿Historias de espías y esas cosas?

—Algo así —dijo Billy.

—Este tipo escribía ciencia ficción.

—Menuda sorpresa.

Ciencia ficción —enfatizó Jackie—. El programa fue realmente inquietante. —Recogiendo un pequeño plato blanco de la barra, lanzó un sonido de impaciencia y disgusto—. Lo único que falta es que tenga que comenzar a descontarle dinero a Steve por lo que consume.

Sobre el plato había entre quince y veinte rabos de cerezas al marrasquino. Cada uno estaba atado en un nudo.

—A los clientes les parece divertido —dijo Billy.

—Porque están medio borrachos. En cualquier caso, pretende ser un tío gracioso, pero no lo es.

—Cada uno tiene su propia idea de lo que es ser gracioso.

—No, quiero decir, pretende ser alegre, ir contento por la vida, pero no es así.

—Ésa es la única actitud que le conozco —dijo Billy.

—Pregúntale a Celia Reynolds.

—¿Quién es?

—Vive al lado de Steve.

—Los vecinos suelen tener encontronazos —sugirió Billy—. No siempre puedes creer lo que dicen.

—Celia dice que tiene arrebatos en el patio de atrás.

—¿Qué quiere decir con arrebatos?

—Se pone como loco, dice ella. Destruye cosas.

—¿Qué cosas?

—Una silla de comedor, por ejemplo.

—¿De quién?

—Suya. La golpeó hasta convertirla en un montón de astillas.

—¿Por qué?

—Echa maldiciones y está furioso mientras lo hace. Parece que descarga su ira.

—Sobre una silla.

—Así es. Y ataca sandías con un hacha.

—Tal vez le gustan las sandías —dijo Billy.

—No se las come. Se limita a cortar y cortar hasta que no queda otra cosa más que pulpa.

—Maldiciendo todo el tiempo.

—Correcto. Maldiciendo, refunfuñando, gruñendo como un animal. Sandías enteras. Un par de veces lo hizo con muñecos.

—¿Qué clase de muñecos?

—Ya sabes, como esas mujeres de los escaparates.

—¿Maniquíes?

—Sí. Los ataca con un hacha y una maza.

—¿De dónde sacará los maniquíes?

—Ni idea.

—No me suena nada bien.

—Habla con Celia. Ella te contará.

—¿Le preguntó a Steve por qué lo hace?

—No. Le da miedo hacerlo.

—¿Le crees?

—Celia no es una mentirosa.

—¿Crees que Steve es peligroso? —preguntó Billy.

—Probablemente no, pero quién sabe.

—Tal vez deberías despedirlo.

Jackie alzó las cejas.

—¿Y si después resulta ser uno de esos tipos que ves en los informativos de la tele? ¿Y si aparece aquí con un hacha?

—Sea como fuere —dijo Billy— no suena nada bien. Ni siquiera tú mismo lo crees.

—Sí que lo creo. Celia va a la iglesia tres veces por semana.

—Jackie, tú bromeas con Steve. Se te ve relajado con él.

—Siempre estoy un poco alerta.

—Nunca lo he notado.

—Bien, pues lo estoy. Pero no quiero ser injusto con él.

—¿Injusto?

—Es un buen camarero, hace su trabajo. —Una expresión avergonzada le sobrevino. Sus gordas mejillas enrojecieron—. No debería estar hablando así de él. Ha sido culpa de todos esos rabos de cereza. Eso me molestó un poco.

—Veinte cerezas —dijo Billy—. ¿Cuánto pueden costar?

—No se trata del dinero. Es ese juego con su lengua… es casi obsceno.

—Nunca he oído a nadie quejarse al respecto. Hay unas cuantas clientas en particular que disfrutan observándolo.

—Y los gays —dijo Jackie—. No quiero que esto se convierta en un bar de solteros, ya sean gays o heterosexuales. Quiero que esto sea un bar familiar.

—¿Existe algo parecido a un bar familiar?

—Por supuesto. —A Jackie se le notaba herido. A pesar de estar sin bautizar, el bar no era un antro—. Ofrecemos a los niños raciones de patatas fritas y aros de cebolla, ¿o no?

Antes de que Billy pudiera responder, el primer cliente del día atravesó la puerta. Eran las 11:04. El tipo quería su desayuno: un Bloody Mary con una rama de apio.

Jackie y Billy atendían juntos la barra mientras duraba el movimiento de la hora del almuerzo, y Jackie servía la comida en las mesas mientras Ben despachaba los platos desde la cocina.

Estaban más ocupados que de costumbre porque los martes era día de chile, pero ni siquiera por esa razón necesitaban una camarera para el primer turno. La tercera parte de la clientela tomaba su almuerzo en un vaso, y el otro tercio se conformaba con cacahuetes o con salchichas que cogían directamente de un cuenco de la barra, o con las galletas gratuitas.

Mientras mezclaba bebidas y servía cerveza, Billy Wiles estaba preocupado por la persistente imagen que invadía su mente:

Steve Zillis haciendo pedazos un maniquí, dando hachazos y hachazos.

A medida que transcurría su turno y nadie aparecía con la noticia de una profesora asesinada a balazos o una anciana filantrópica muerta a golpes, los nervios de Billy se fueron tranquilizando. En la somnolienta Vineyard Hills, en el pacífico valle de Napa, las noticias de un asesinato brutal circularían rápidamente. La nota debía de haber sido una broma.

Tras una lenta tarde, Ivy Elgin llegó al trabajo a las cuatro, y pisándole los talones la seguían hombres sedientos, en un estado tal que habrían movido la cola de haberla tenido.

—¿Algo muerto hoy? —le preguntó Billy, y se estremeció ante su pregunta.

—Una mantis religiosa en mi porche trasero, justo en el umbral —dijo Ivy.

—¿Qué crees que significa?

—Lo que reza ha muerto.

—No te sigo.

—Todavía estoy tratando de desentrañarlo.

Shirley Trueblood llegó a las cinco, vestida en su estilo de matrona con un uniforme amarillo con solapas y puños blancos.

Tras ella llegó Ramón Padillo, que olisqueó el aroma del chile y gruñó:

—Necesita una pizca de comino.

Steve Zillis apareció a las seis, oliendo a aftershave con esencia de verbena y enjuague bucal de menta, y dijo:

—¿Qué te cuentas, Kemosabe?

—¿Me llamaste anoche? —preguntó Billy.

—¿Quién? ¿Yo? ¿Por qué iba a llamarte?

—No lo sé. Recibí una llamada; la conexión era mala, pero pensé que tal vez eras tú.

—¿Después de eso me llamaste?

—No. Apenas podía escuchar la voz. Sólo tuve un palpito de que podrías ser tú.

Escogiendo tres gordas aceitunas de una bandeja de aliño, Steve dijo:

—De todos modos, anoche salí con un amigo.

—¿Terminas de trabajar a las dos de la mañana y luego sales?

Steve hizo una mueca y guiñó un ojo.

—Había luna, y yo soy un perro.

Lo pronunciaba peeerro.

—Si saliera a las dos de la mañana, me iría derecho a la cama.

—Sin rencores, amigo, pero tú no eres precisamente un ejemplo de «chispa».

—¿Qué quieres decir?

Steve se encogió de hombros y a continuación comenzó a hacer malabarismos con las resbaladizas aceitunas con increíble destreza.

—La gente se pregunta por qué un buen mozo como tú vive como una vieja solterona.

Contemplando a los clientes, Billy dijo:

—¿Qué gente?

—Mucha gente. —Atrapó la primera aceituna con la boca, la segunda, la tercera, y masticó vigorosamente ante el aplauso de la clientela de la barra.

Durante la última hora de su turno, Billy observó de manera mucho más notoria de lo habitual a Steve Zillis. No vio, sin embargo, nada sospechoso.

O aquel tipo no era el bromista o resultaba mucho más astuto y tramposo de lo que parecía.

Bien, no tenía importancia. Nadie había sido asesinado. La nota era una broma pesada; y tarde o temprano se conocería el final del chiste.

Cuando Billy dejaba el bar a las siete de la tarde, Ivy Elgin se le acercó con una excitación contenida en sus ojos color brandy.

—Alguien va a morir en una iglesia.

—¿Cómo lo sabes?

—La mantis. Lo que reza ha muerto.

—¿Qué iglesia? —preguntó él.

—Vamos a tener que esperar para comprobarlo.

—Tal vez no sea en una iglesia. Tal vez sólo vaya a morir un pastor local o un cura.

Su mirada embriagadora sostenía la suya.

—No había pensado en eso. Puede que tengas razón. ¿Pero dónde encaja la zarigüeya?

—No tengo ni la menor idea, Ivy. No tengo talento para la adivinación, como tú.

—Lo sé, pero eres amable. Siempre te preocupas, y nunca te burlas de mí.

A pesar de trabajar con Ivy cinco días a la semana, el impacto de su extraordinaria belleza y sexualidad podían hacerle olvidar, por momentos, que ella era en cierto modo más niña que mujer, más dulce y cándida, virtuosa cuando no pura.

Billy dijo:

—Voy a pensar en la zarigüeya. Quizá hay en mí algo de adivino y todavía no me he dado cuenta.

La sonrisa de Ivy podía hacer perder el equilibrio.

—Gracias, Billy. Por momentos este don… puede ser una carga. No me sirve de mucha ayuda.

En el exterior, el aire estival de la tarde era amarillo limón con el sol oblicuo, y las sombras de los olmos que se arrastraban desde el este conformaban un manto púrpura un poco escaso de negro.

Cuando se aproximó a su Ford Explorer, vio una nota bajo el limpiaparabrisas.