Capítulo 4

Billy no gozaba del aislamiento de Lanny, pero vivía en un terreno sombreado por alisos y cedros olorosos junto a una calle con pocas casas.

No conocía a sus vecinos. Tampoco los habría conocido si vivieran más cerca. Agradecía su falta de interés.

El dueño original de la casa y el arquitecto habían negociado evidentemente entre sí su estructura híbrida, mitad bungaló, mitad estilosa cabaña. Las líneas eran las de un bungaló. El sendero entre los cedros, plateado por la intemperie, parecía el de una cabaña, al igual que el porche delantero, con sus recios postes sosteniendo el techo.

A diferencia de la mayoría de las casas que mezclan estilos, ésta parecía acogedora. Las ventanas, con cristales biselados en forma de diamante —típicos de bungaló—, parecían enjoyadas cuando estaban encendidas las luces. Durante el día, la veleta con forma de ciervo en posición de salto giraba con una gracia perezosa incluso durante los turbulentos revuelos del viento.

El garaje, donde también tenía su taller de carpintería, se encontraba separado detrás de la casa.

Cuando Billy aparcó su Explorer y cerró la enorme puerta tras él, una lechuza ululó desde una rama sobre el tejado del garaje mientras caminaba a través del jardín trasero hacia la casa.

Ninguna otra lechuza respondió, aunque a Billy le pareció escuchar el chillido de unos ratones, y casi podía sentirlos temblar entre los arbustos, ávidos por alcanzar los matorrales detrás del solar. Su mente estaba empantanada, los pensamientos turbios. Se detuvo y aspiró profundamente, saboreando el aire empapado con la fragancia de la corteza y las agujas de los cedros. El aroma astringente limpió su interior.

No deseaba estar lúcido. No era un gran bebedor, pero ahora necesitaba una cerveza.

Las estrellas parecían duras. También se las veía brillantes en el cielo despejado, pero sobre todo le parecían duras.

Ni los escalones ni los tablones de la galería hicieron el menor ruido. Tenía tiempo de sobra para mantener el lugar impecable.

Tras tirar la cocina, él mismo había hecho los armarios. Eran de madera de cerezo con un toque oscuro. Él mismo colocó las baldosas del suelo: cuadrados de granito negro, que hacían juego con la encimera.

Limpia y sencilla. Su intención era construir toda la casa en ese estilo, pero entonces perdió el rumbo.

Se sirvió una botella fría de Guinness en una jarra y la mezcló con bourbon. Cuando decidía beber le gustaba que hubiera un sabor fuerte tanto en la textura como en el gusto.

Se estaba preparando un bocadillo de fiambre cuando sonó el teléfono.

—¿Hola?

El que llamaba no respondió ni siquiera cuando Billy volvió a decir «hola».

Normalmente habría pensado que habían cortado la línea, pero no esa tarde.

Mientras seguía a la escucha sacó el mensaje mecanografiado del bolsillo. Lo desplegó y lo alisó sobre la encimera de granito negro.

Vacía como una campana sin badajo, la comunicación no presentaba ninguna clase de ruido. No había inhalaciones ni exhalaciones, como si el tipo estuviera muerto y ya no necesitara respirar.

Se tratara de un bromista o de un asesino, el propósito del individuo era desconcertar, intimidar. Billy no le dio el gusto de un tercer «hola». Escuchaba los mutuos silencios como si se pudiera deducir algo de la nada.

Tras casi un minuto, Billy comenzó a preguntarse si no estaría imaginando una presencia en el otro extremo de la línea. Si en realidad era el autor de la nota, sería un error colgar primero. Si cortaba la comunicación lo tomaría como una señal de temor, o al menos de debilidad.

La vida le había enseñado a ser paciente. Por otra parte, tenía un buen concepto de sí mismo, de manera que no le preocupó que lo tomaran por tonto. Esperó.

Cuando el que había llamado colgó, el sonido claro de la desconexión y luego el tono de marcado demostró que había estado allí.

Antes de seguir preparándose el bocadillo, recorrió las cuatro habitaciones y el baño y bajó las persianas de todas las ventanas.

Sentado a la mesita de la cocina, se comió el bocadillo. Se tomó una segunda cerveza, esta vez sin añadir bourbon.

No tenía televisión. Los programas de entretenimiento lo aburrían y no necesitaba las noticias.

Sus pensamientos eran su única compañía durante la cena. No tardó demasiado en terminar el bocadillo.

Los libros se alineaban a lo largo de una pared del salón desde el suelo hasta el techo. Durante la mayor parte de su vida Billy había sido un lector voraz. Había perdido interés en la lectura tres años, diez meses y cuatro días antes. Un amor compartido por las novelas lo había unido a Barbara.

Sobre un estante descansaba una colección de libros de Dickens que Barbara le había regalado por Navidad. Ella sentía pasión por Dickens.

Aquellos días necesitaba mantenerse ocupado. El simple hecho de sentarse en un sillón con un libro entre las manos le producía inquietud. De alguna manera se sentía vulnerable. Además, algunos libros contenían ideas perturbadoras. Le hacían pensar en cosas que quería olvidar, y aunque sus pensamientos se volvieran insufribles, no podía dejarlos atrás.

El artesonado del techo del salón era consecuencia de su necesidad de mantenerse ocupado. Cada artesón estaba decorado con molduras dentadas. El centro de cada uno de ellos presentaba un racimo de hojas de acanto talladas a mano sobre roble blanco, oscurecido para combinar con la caoba circundante. El estilo del techo no se ajustaba ni a una cabaña ni a un bungaló, pero eso a él no le importaba. El proyecto lo había mantenido ocupado durante meses.

En su estudio, el artesonado tallado era incluso más elaborado que el del salón. No se dirigió al escritorio, donde el ordenador, que llevaba años sin usar, se burlaba de él, sino que se sentó a la mesa de trabajo donde se desplegaban sus herramientas de tallado. Allí también había pilas de madera de roble blanco, que tenían un dulce olor a bosque. Los bloques eran la materia prima para los diseños que decorarían el techo de su dormitorio, que actualmente era de yeso.

Sobre la mesa había un reproductor de CD y dos pequeños altavoces. Puso un disco de música country.

Talló hasta que le dolieron las manos y se le nubló la vista. Entonces apagó la música y se dirigió a la cama.

Recostado de espaldas en la oscuridad, mirando fijamente el techo que no podía ver, esperó a que se le cerraran los ojos. Esperó.

Escuchó algo sobre el tejado, algo que rascaba y que se escuchaba por encima de las sacudidas de los cedros. La lechuza, sin duda.

La lechuza no ululó. Tal vez se tratara de un mapache. O de otra cosa.

Echó una mirada al reloj digital que había sobre la mesilla: las doce y veinte.

Tienes seis horas para decidir. Tú eliges.

Todo iría bien por la mañana. Siempre era así. Bueno, no siempre, pero sí las veces suficientes como para justificar la perseverancia.

Quiero saber lo que dice el mar. Qué es lo que sigue diciendo.

Cerró los ojos durante unos pocos minutos, pero eso no sirvió de nada. Se tenían que cerrar solos para que sobreviniera el sueño.

Miró cómo el reloj cambiaba de las 12:59 a la 1:00.

Había encontrado la nota bajo el limpiaparabrisas cuando salió del bar a las siete. Habían pasado seis horas.

Alguien había sido asesinado. O no. Seguramente no.

Se durmió bajo las garras que rascaban, bajo las garras de la lechuza, si es que era una lechuza.