Capítulo 3

Una princesa encantada, encerrada en la torre de un castillo, pasando los años en un sueño profundo hasta que la despertara un beso, no podría haber sido más encantadora que Barbara Mandel en su cama de Whispcring Pines.

Bajo la caricia de una lámpara, su cabello dorado se desparramaba sobre la almohada tan lustroso como un lingote surgido del crisol de un fundidor.

Billy Wiles, de pie junto a un extremo de la cama, nunca había visto una muñeca de porcelana con una complexión tan pálida o tan impecable como la de Barbara. Su piel parecía traslúcida, como si la luz penetrara en su interior e iluminara su rostro desde dentro.

Si decidía correr a un lado la fina manta y la sábana, la expondría a una indignidad desconocida para cualquier princesa encantada. Tenía una sonda insertada en el estómago. El médico había prescrito una alimentación lenta y continua. El goteo de la bomba susurraba suavemente mientras le brindaba una comida constante.

Estaba en coma desde hacía casi cuatro años. Su estado no era de los más graves. A veces bostezaba, suspiraba, movía su mano derecha hacia la cara, su garganta, su pecho. En ocasiones hablaba, aunque nunca más que unas pocas palabras crípticas, a nadie en particular, sino a algún fantasma de su mente.

Incluso cuando hablaba o movía la mano, permanecía alejada de todo lo que la rodeaba. Estaba inconsciente, sin respuesta a estímulos externos.

En ese momento yacía tranquila, con la frente totalmente despejada, los ojos inmóviles bajo los párpados, los labios apenas entreabiertos. Ni siquiera un fantasma respiraría con menos ruido.

Billy extrajo de un bolsillo de su chaqueta una pequeña libreta de espiral que tenía un bolígrafo enganchado. Colocó todo sobre la mesilla.

La pequeña habitación estaba amueblada con sencillez: una cama de hospital, una mesilla de noche, una silla. Tiempo atrás Billy había añadido una banqueta que le permitía sentarse lo suficientemente alto como para contemplar a Barbara.

La residencia Whispering Pines ofrecía buenos cuidados, pero un entorno austero. La mitad de los pacientes convalecía; la otra mitad estaba meramente almacenada ahí dentro.

Sentado en la banqueta junto a ella, le contó cómo había sido su día. Comenzó con una descripción del amanecer y terminó con Lanny disparando a su colección de personajes de dibujos animados.

A pesar de que ella nunca había respondido a nada de lo que él dijera, Billy sospechaba que desde su profunda fortificación Barbara podía escucharlo. Necesitaba creer que su presencia, su voz, su afecto la aliviaba.

Cuando no tuvo más que decir, se quedó observándola. No la veía como estaba ahora, sino como era antes —vivida, vital— y como sería hoy si el destino hubiese sido más amable.

Tras unos instantes sacó del bolsillo de la camisa el mensaje doblado y volvió a leerlo.

Acababa de terminar cuando Barbara habló en unos murmullos que casi desaparecían más rápido de lo que el oído podía captar: «Quiero saber lo que dice…».

Electrizado, se levantó de la banqueta. Se asomó por encima de la barra de la cama para contemplarla más de cerca. Hasta ahora nada de lo que ella decía en su estado de coma parecía guardar relación con algo de lo que él decía o hacía durante sus visitas.

—¿Barbara?

Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, los labios abiertos, aparentemente en la misma quietud de los últimos años.

—¿Puedes escucharme?

Le tocó la cara con las yemas de sus temblorosos dedos. Barbara no respondió.

Ya le había contado lo que decía el extraño mensaje, pero ahora se lo leyó por si las palabras que había murmurado se referían a eso.

Al terminar, no tuvo ninguna reacción. Billy pronunció su nombre sin efecto alguno.

Se sentó una vez más en la banqueta y cogió el cuaderno de la mesilla. Apuntó con el bolígrafo sus cinco palabras y la fecha en que las había pronunciado.

Tenía una libreta para cada año de aquel sueño artificial. A pesar de que cada una contenía sólo cien hojas pequeñas, ninguna estaba llena porque ella no hablaba en cada visita; realmente no hablaba en casi ninguna.

Quiero saber lo que dice.

Después de anotar esa inusual frase, retrocedió varias páginas en la libreta sin leer las fechas, sino sólo algunas de sus palabras.

Los corderos no podrían perdonar

Chicos con cara de carne

Mi lengua infantil

La autoridad de su lápida

Padre, patatas, pollos, peras, prisma

Tiempo de oscuridad

No deja de hincharse

Un gran esfuerzo

Todos los fulgores apagados

Veintitrés, veintitrés

Billy no encontraba coherencia en sus palabras, ni tampoco una clave que lo encaminara a ella.

De vez en cuando, al cabo de las semanas y los meses, sonreía débilmente. Dos veces se había reído con suavidad.

En otras ocasiones, sin embargo, susurraba palabras que lo perturbaban, e incluso a veces lo asustaban.

Desgarrado, golpeado, jadeando, sangrando

Sangre y fuego

Hachas, cuchillos, bayonetas

Rojo en los ojos, sus frenéticos ojos

Estas temibles palabras no las había pronunciado con un tono de fatalidad. Se producían en el mismo murmullo sin inflexiones con el que decía palabras menos inquietantes. No obstante, a Billy le preocupaban. Le preocupaba que en el fondo de su coma se encontrara en un lugar oscuro y tétrico, que se sintiera atrapada y amenazada, y sola.

En ese momento Barbara frunció el ceño y volvió a hablar: «El mar…».

Cuando Billy anotó esto, ella continuó: «Qué es…».

El silencio de la habitación se hizo más profundo, como si una atmósfera pesada presionara todas las corrientes de aire para que su voz delicada llegara directa a Billy.

Su mano derecha se alzó hacia los labios como para sentir la textura de sus propias palabras. «Qué es lo que sigue diciendo».

Era lo más coherente que había presenciado en una sola visita, e incluso en todo el coma.

—¿Barbara?

—Quiero saber lo que dice… el mar.

Bajó su mano hacia el pecho. Las arrugas se desvanecieron de su frente. Sus ojos, que mientras hablaba giraban bajo los párpados, volvieron a detenerse.

Billy aguardó con el bolígrafo listo sobre el papel, pero ella se plegó al silencio de la habitación. Y éste se hizo más profundo, así como la quietud, hasta que sintió que debía irse o encontrar un destino similar al de una mosca prehistórica preservada en ámbar.

Barbara podía yacer en esa cama durante horas, o días, o para siempre.

La besó, pero no en la boca. Le habría parecido una violación. Sintió su mejilla suave y fresca contra sus labios.

Hacía tres años, diez meses y cuatro días que estaba en ese coma en el que había caído sólo un mes después de aceptar el anillo de compromiso de Billy.