Mickey Mouse recibió una bala en la garganta. La pistola de nueve milímetros sonó tres veces más en rápida sucesión, desgarrando la cara del Pato Donald.
Lanny Olsen, el tirador, vivía al final de una calle de asfalto agrietado, contra una rocosa ladera, desde donde no se podía ver el famoso valle de Napa.
Como compensación a su poco atractivo domicilio, la propiedad recibía la sombra de hermosos ciruelos y elevados olmos, coloreados por azaleas salvajes. Y tenía privacidad. El vecino más cercano vivía tan lejos que Lanny podía dar una fiesta a todo volumen sin molestar a nadie. Esto no le ofrecía ninguna ventaja ya que por lo general se acostaba a las nueve y media; su idea de una fiesta era un cajón de cervezas, una bolsa de patatas fritas y una partida de póquer.
La ubicación de su propiedad, además, resultaba idónea para el tiro al blanco. Era el tirador más experimentado de toda la comisaría.
De niño quería dedicarse a los dibujos animados. Tenía talento. Los perfectos retratos de Mickey Mouse y del Pato Donald que estaban pegados al fardo de heno que hacía las veces de blanco eran obra suya.
Mientras expulsaba el cargador vacío de su pistola, dijo:
—Deberías haber estado aquí ayer. Le disparé en la cabeza a doce Correcaminos seguidos, sin errar ningún tiro.
—El Coyote se habrá quedado asombrado —respondió Billy—. ¿Nunca disparas a blancos más convencionales?
—¿Qué diversión puede haber en eso?
—¿Nunca disparas a los Simpson?
—A Homer, Bart… a todos menos a Marge —dijo Lanny—. A Marge nunca.
Lanny habría asistido a la Escuela de Arte si su dominante padre, Ansel, no hubiera decidido que su hijo lo siguiera como agente de la ley, del mismo modo que el propio Ansel había seguido los pasos de su padre.
Pearl, la madre de Lanny, fue comprensiva mientras su enfermedad se lo permitió. Cuando Lanny tenía dieciséis años, a ella le diagnosticaron un linfoma de Hodgkin. La radioterapia y los medicamentos la fueron minando inexorablemente. Incluso en épocas en que el linfoma estaba bajo control, no volvió a recuperar plenamente sus fuerzas.
Preocupado por la capacidad de su padre como enfermero, Lanny nunca fue a la Escuela de Arte. Se quedó en casa, hizo su carrera como agente de la ley y cuidó de su madre.
Inesperadamente, fue Ansel el primero en morir. Había detenido a un conductor por exceso de velocidad, y éste lo detuvo a él con un tiro a quemarropa de su treinta y ocho milímetros.
Al haber contraído el linfoma a una edad atípicamente temprana, Pearl vivió con él durante un tiempo bastante prolongado. Había muerto diez años atrás, cuando Lanny tenía treinta y seis. Todavía era joven como para cambiar de carrera y entrar en la Escuela de Arte, pero la inercia resultó ser más fuerte que el deseo de una nueva vida.
Heredó la elegante casa victoriana, de elaborado diseño y con un porche alrededor, que mantenía en impecable estado. Con un trabajo que no le apasionaba y sin familia propia, tenía tiempo de sobra para la casa.
Mientras Lanny insertaba un nuevo cargador en la pistola, Billy sacó el mensaje mecanografiado de un bolsillo.
—¿Qué te parece esto?
Lanny leyó los dos párrafos mientras, en la tregua de los disparos, los mirlos regresaban a las altas copas de los olmos cercanos. Al terminar, no sonrió ni frunció el ceño, una de las dos reacciones que Billy esperaba.
—¿De dónde lo has sacado?
—Alguien lo dejó debajo del limpiaparabrisas.
—¿Dónde tenías aparcado el jeep?
—En el bar.
—¿Estaba dentro de un sobre?
—No.
—¿Alguien te vigilaba? Quiero decir, cuando lo cogiste de debajo del limpiaparabrisas y lo leíste.
—Nadie.
—¿Qué piensas?
—Eso es lo que he venido a preguntarte —le recordó Billy.
—Una travesura. Una broma pesada.
Mientras observaba las amenazadoras palabras, Billy dijo:
—Ésa fue mi primera reacción, pero después…
Lanny se movió a un lado, alineándose con nuevos blancos de heno adornados con dibujos de cuerpo entero de Elmer el Cazador y Bugs Bunny.
—Pero después te preguntas: ¿y si…?
—¿Acaso tú no?
—Claro. Todos los policías lo hacen, todo el rato, si no terminarían muertos antes de tiempo. O dispararían en el momento equivocado.
No mucho tiempo atrás, Lanny había herido a un borracho belicoso al que creyó armado. En lugar de una pistola, el tipo tenía un teléfono móvil.
—Pero no puedes estar siempre elaborando hipótesis —continuó—. Tienes que dejarte llevar por la intuición. Y tu intuición es igual que la mía. Es una broma. Además, seguro que tú conoces a unos cuantos sospechosos.
—Steve Zillis —dijo Billy.
—Bingo.
Lanny se puso en posición de disparo, con la pierna derecha un poco atrás para mantener el equilibrio, la rodilla izquierda flexionada y ambas manos en la pistola. Respiró hondo y disparó a Elmer unas cinco veces mientras una bandada de mirlos salía despavorida de los olmos y se dispersaba por el cielo.
Tras contar cuatro disparos mortales y una herida, Billy dijo:
—La cuestión es que… no parece algo que haga… o que pueda hacer Steve.
—¿Por qué no?
—Es un tipo que lleva un globito de goma en el bolsillo para sorprender con un pedo ruidoso cuando considera que puede ser divertido.
—¿Y?
Billy volvió a doblar el mensaje mecanografiado y se lo metió en el bolsillo de la camisa.
—Que parece demasiado complejo para Steve, demasiado… sutil.
—El joven Steve es tan sutil como un boxeador —convino Lanny.
Retomó su posición y descargó la segunda mitad del cargador en Bugs Bunny, consiguiendo cinco tiros mortales.
—¿Y si fuera en serio? —preguntó Billy.
—No lo es.
—¿Pero si lo fuera?
—Los lunáticos homicidas sólo juegan así en las películas. En la vida real los asesinos se limitan a asesinar. Para ellos se trata de poder; poder y a veces sexo violento… pero no van a molestarte con rompecabezas y acertijos.
Consciente de no haber disipado las dudas de Billy, Lanny continuó:
—Incluso si fuera cierto, aunque no lo es, ¿crees que hay algo en esa nota que nos permita actuar?
—Profesoras rubias, mujeres mayores.
—En algún lugar del condado de Napa.
—Sí.
—El condado de Napa no es San Francisco —dijo Lanny—, pero tampoco un yermo despoblado. Se trata de mucha gente en muchos pueblos. Ni juntando el departamento de policía con cada una de las fuerzas policiales de todo el condado habría suficientes hombres para cubrir todas esas posibilidades.
—No necesitas cubrirlas todas. Él califica a sus objetivos: una adorable profesora rubia.
—Eso es una apreciación —objetó Lanny—. Una profesora rubia que tú encuentras adorable puede ser una bruja para mí.
—Nunca pensé que tuvieras tan altas pretensiones con las mujeres.
Lanny sonrió.
—Tengo mis manías.
—De todos modos está también la mujer mayor que se dedica a las obras de caridad.
Mientras insertaba un tercer cargador en la pistola, Lanny dijo:
—Una gran cantidad de mujeres mayores se dedican a la caridad. Vienen de una generación que se preocupaba por el prójimo.
—¿Entonces no vas a hacer nada?
—¿Qué quieres que haga?
Billy no tenía sugerencias, sólo un comentario.
—Me da la sensación de que tenemos que hacer algo.
—Los policías, por naturaleza, reaccionamos ante el delito, no antes de que se produzca.
—¿Entonces primero tendrá que matar a alguien?
—No va a matar a nadie.
—Dice que lo va a hacer —objetó Billy.
—Es una broma. ¿No dices que Steve Zillis es especialista en las flores que tiran agua y las cagarrutas de goma?
Billy asintió.
—Probablemente tengas razón.
—Seguro que tengo razón. —Señalando las coloridas figuras que aún quedaban en la pared reforzada con blancos de heno, Lanny añadió—: Ahora, antes de que el atardecer arruine mi puntería, quiero liquidar al elenco de Shrek.
—Pensé que era una buena película.
—No soy crítico —dijo Lanny con impaciencia—, simplemente un tipo que se divierte un poco mientras perfecciona sus habilidades laborales.
—De acuerdo, está bien, me voy de aquí. Nos vemos el viernes para el póquer.
—Trae algo —dijo Lanny.
—¿Como qué?
—José trae su guiso de cerdo y arroz. Leroy, cinco clases de salsa y nachos para untar. ¿Por qué no preparas tamales?
Mientras Lanny hablaba, Billy hizo una mueca.
—Parecemos un grupo de solteronas preparando un té.
—Somos patéticos —dijo Lanny—, pero todavía no estamos muertos.
—¿Cómo lo sabes?
—Si estuviera muerto y en el infierno —dijo Lanny—, no me darían el gusto de dejarme dibujar caricaturas. Y estoy seguro de que esto no es el paraíso.
Cuando Billy llegó hasta su Explorer, Lanny Olsen ya había comenzado a hacer volar a Shrek, la princesa Fiona, el burro y sus amigos.
La parte oriental del cielo presentaba un color azul zafiro. En la bóveda occidental, el azul había comenzado a perder su color dejando entrever un tono dorado debajo y bajo éste un trazo rojo.
De pie junto a su vehículo, entre las sombras que crecían, Billy observó por un instante cómo Lanny afinaba su puntería y, por enésima vez, intentaba matar su sueño perdido de ser caricaturista.