Con su cerveza de barril y una sonrisa, Ned Pearsall hizo un brindis por su difunto vecino, Henry Friddle, cuya muerte le agradaba sobremanera.
A Henry le había asesinado un enano de jardín. Había caído del techo de su casa de dos pisos sobre aquella figura de aspecto alegre. El gnomo era de cemento. Henry no.
El cuello roto, el cráneo fracturado: Henry murió a causa del impacto.
Esta muerte-por-enano había ocurrido hacía cuatro años. Ned Pearsall todavía brindaba por ella al menos una vez a la semana.
Ahora, desde una banqueta de la esquina de la impecable barra de caoba, un forastero, el único cliente aparte de él, expresó su curiosidad ante la duradera animosidad de Ned.
—¿Tan mal vecino era el pobre hombre para que todavía le tenga tanta manía?
En circunstancias normales Ned habría ignorado la pregunta. Tenía incluso menos afición por los turistas que por las galletas saladas.
El local ofrecía cuencos gratis de galletas porque eran baratas. Ned prefería mantener viva su sed con cacahuetes bien salados.
Para asegurarse la propina de Ned, Billy Wiles, el camarero, le ofrecía en ocasiones un paquete de Planters.
La mayor parte de las veces Ned tenía que pagar los cacahuetes. Esto le irritaba, bien porque no podía captar el intríngulis del negocio o porque disfrutaba irritándose, lo que era más probable.
Con una cabeza que recordaba a una pelota de squash y unos pesados hombros redondeados como los de un luchador de sumo, Ned sólo podía considerarse un hombre atlético si el parloteo de barra y el despliegue de rencor se consideran deportes. En esas lides era un atleta olímpico.
En todo lo que se relaciona con Henry Friddle, Ned podía ser tan elocuente con los extraños como lo era con sus vecinos de toda la vida de Vineyard Hills. Cuando, como ahora, el único cliente era un desconocido, Ned encontraba el silencio aún menos deseable que la conversación con un «maldito extranjero».
El mismo Billy nunca había sido demasiado conversador, ni tampoco de esa clase de camareros que consideran la barra como un escenario. Prefería escuchar.
—Henry Friddle era un cerdo —declaró Ned al extraño.
Este último tenía el pelo tan negro como el carbón, con trazos de canas en las sienes, ojos grises iluminados por el interés y una voz profunda y suave.
—«Cerdo» es una extraña palabra.
—¿Sabe lo que hacía el degenerado en el tejado de su casa? Intentaba mear sobre las ventanas de mi comedor.
Billy Wiles, que estaba limpiando la barra, ni siquiera dirigió una mirada al turista. Ya había escuchado la historia tantas veces que conocía todas las reacciones al respecto.
—El cerdo de Friddle creyó que la altura daría más fuerza a su chorro —explicó Ned.
—¿A qué se dedicaba? —Dijo el extranjero—. ¿Era ingeniero aeronáutico?
—Era profesor universitario. Daba literatura contemporánea.
—Leer ese tipo de cosas quizá lo arrastró al suicidio —dijo el turista, y esto le hizo más interesante de lo que Billy creyera en un principio.
—No, no —contestó Ned con impaciencia—. La caída fue accidental.
—¿Estaba borracho?
—¿Por qué cree que estaba borracho? —preguntó Ned.
El extranjero se encogió de hombros.
—Trepó a un tejado para orinar sobre sus ventanas.
—Era un hombre enfermo —explicó Ned, y dio un golpecito con un dedo a su vaso vacío para indicar su deseo de otra ronda.
—Henry Friddle estaba consumido por la venganza —dijo Billy mientras servía una Budweiser.
Tras una silenciosa comunión con su bebida, el turista le preguntó a Ned Pearsall:
—¿Por la venganza? ¿Entonces se meó usted primero en las ventanas de Friddle?
—No fue del todo así —respondió Ned con un tono áspero que le sugería al extraño que evitara juzgarlo.
—Ned no lo hizo desde su tejado —dijo Billy.
—Así es. Fui hasta su casa como un hombre, me detuve en el jardín y apunté a las ventanas de su comedor.
—En ese momento Henry y su esposa estaban cenando —dijo Billy.
Antes de que el turista pudiera expresar su rechazo ante tal acción, Ned agregó:
—¡Estaban comiendo codornices, por el amor de Dios!
—¿Les ensució sus ventanas porque comían codornices?
Ned explotó indignado.
—No, por supuesto que no. ¿Acaso le parezco un demente? —Y volvió sus ojos hacia Billy.
Éste alzó las cejas como diciendo: «¿Qué puedes esperar de un turista?».
—Sólo trato de transmitir lo pretenciosos que eran —aclaró Ned—. Siempre comiendo codornices o caracoles, o queso suizo.
—Unos cabrones impostores —dijo el turista con un sutil tono de burla que Ned Pearsall no detectó, aunque sí Billy.
—Exacto —confirmó Ned—. Henry Friddle tenía un Jaguar, y su mujer, esto no se lo va a creer, su mujer un coche hecho en Suecia.
—Detroit era demasiado vulgar para ellos —dijo el turista.
—Exacto. ¿Hasta dónde puede llegar la frivolidad para que alguien se haga traer un coche desde Suecia?
—Apuesto a que también eran expertos en vinos.
—¡Ya lo creo! ¿No los habrá conocido, por casualidad?
—Conozco el estilo. Tenían muchos libros.
—¡Vaya si lo sabe! —Declaro Ned—. Solían sentarse en el porche de su casa olisqueando su vino y leyendo libros.
—Dando el espectáculo. No es tan difícil de imaginar. Pero si no se meó en las ventanas de su comedor porque eran tan pretenciosos, ¿entonces por qué lo hizo?
—Por miles de razones —le aseguró Ned—. El incidente de la mofeta. El problema del fertilizante del jardín. Las petunias muertas.
—Y el enano del jardín —agregó Billy mientras enjuagaba copas en el fregadero.
—El enano del jardín fue la gota que colmó el vaso —reconoció Ned.
—Que alguien se vea impulsado a orinar agresivamente por culpa de unos flamencos rosados de plástico puedo entenderlo —dijo el turista—, pero, francamente, no por un enano.
Ned frunció el ceño al recordar la afrenta.
—Es que Ariadna le puso mi cara.
—¿Qué Ariadna?
—La mujer de Henry Friddle. ¿Alguna vez oyó un nombre más cursi?
—Bueno, el apellido Friddle la baja un poco a la tierra.
—Era profesora de arte en la misma facultad. Ella misma esculpió el gnomo, hizo el molde, vertió el cemento y lo pintó.
—Que a uno lo tomen como modelo para una escultura también puede entenderse como un homenaje.
La espuma de la cerveza sobre el labio superior de Ned le daba un aspecto rabioso mientras protestaba:
—Era un gnomo, amigo. Un gnomo borracho. La nariz era roja como una manzana. Llevaba una botella de cerveza en cada mano.
—Y el cierre del pantalón abierto —agregó Billy.
—Muchas gracias por recordármelo —gruñó Ned—. Pero lo peor es que, colgando por fuera de los pantalones, se veía la cabeza y el cuello de un ganso muerto.
—Muy creativo —dijo el turista.
—Al principio no sabía qué demonios significaba eso…
—Simbolismo. Metáfora.
—Sí, sí. Terminé por entenderlo. Cualquiera que pasaba por ahí lo veía y se desternillaba de risa a mi costa.
—No creo que necesitaran ver al enano para eso —dijo el turista.
Ned manifestó su acuerdo sin entender.
—Así es. Sólo con oír hablar del asunto la gente comenzaba a reírse. Por eso destrocé al enano con una maza.
—Y ellos le llevaron a juicio.
—Peor: pusieron otro enano. Como intuía que iba a romper el primero, Ariadna había hecho un segundo enano y lo había pintado.
—Yo pensaba que la vida aquí, en la región de los viñedos, era apacible.
—Entonces —continuó Ned— me dijeron que si destrozaba el segundo, pondrían en el jardín un tercer enano, además de fabricar un lote completo de enanos para vender a todo el que quisiera un «gnomo Ned Pearsall».
—Suena como una bravata —dijo el turista—. Me pregunto si de verdad habrá gente que quiera tener algo semejante.
—Miles de personas —le aseguró Billy.
—Este pueblo se convirtió en un lugar lamentable desde que la chusma del paté y el brie comenzó a venir desde San Francisco —dijo Ned con hosquedad.
—Eso quiere decir que cuando usted ya no se atrevió a destrozar el segundo enano con la maza no tuvo otro remedio que mear sus ventanas.
—Exacto. Pero no se crea que fui a hacerlo en caliente. Estuve pensándomelo durante una semana. Entonces los regué con un buen chorro.
—Después de lo cual Henry Friddle subió a su tejado con la vejiga llena en busca de justicia.
—Sí. Pero esperó hasta la cena de cumpleaños que le preparé a mi madre.
—Un momento inolvidable —apostilló Billy.
—¿Acaso la mafia ataca a miembros inocentes de una familia rival? —preguntó Ned con indignación.
Si bien la pregunta era retórica, Billy decidió esmerarse por su propina:
—No. La mafia tiene nivel.
—Una palabra que esta clase de profesores ni siquiera puede pronunciar —dijo Ned—. Mamá cumplía setenta y seis años. Le podía haber dado un infarto.
—Entonces —dijo el turista Friddle se cayó del tejado cuando intentaba orinar en las ventanas de su comedor y se rompió el cuello contra el gnomo Ned Pearsall. Resulta bastante irónico.
—No sé si irónico —respondió Ned—. De lo que estoy seguro es que fue dulce.
—Cuéntale lo que dijo tu madre —le pidió Billy.
Tras un sorbo de cerveza, Ned accedió:
—Mamá me dijo: «Cariño, alabado sea el Señor. Esto demuestra que Dios existe».
Tras tomarse un instante para asimilar estas palabras, el turista dijo:
—Parece una mujer muy religiosa.
—No siempre lo fue. Pero a los setenta y dos años se cogió una neumonía.
—Seguro que conviene tener a Dios cerca en un momento como ése.
—Ella pensaba que si Dios existía tal vez la salvaría. Si no existía, sólo habría perdido un poco de tiempo en oraciones.
—El tiempo es nuestro bien más preciado —proclamó el turista.
—Es verdad —coincidió Ned—. Pero mamá no lo desperdició demasiado porque casi siempre se las arreglaba para rezar mientras veía la televisión.
—Qué historia tan edificante —dijo el turista, y pidió una cerveza.
Billy abrió una botella de Heineken, cogió un vaso limpio y helado y murmuró:
—Ésta corre por cuenta de la casa.
—Muy amable por tu parte. Gracias. Pensaba que eras demasiado tranquilo y callado para ser camarero, pero ahora creo que entiendo por qué.
Desde su solitario y lejano puesto en la barra, Ned Pearsall levantó su vaso para brindar.
—Por Ariadna. Que en paz descanse.
Aunque probablemente fuera contra su voluntad, el turista volvía a mirarle, interesado.
—¿Otra tragedia con enanos? —le preguntó.
—Cáncer. A los dos años de que Henry se cayera del tejado. Le aseguro que no se lo deseaba.
Mientras se servía su fresca Heineken por un lado del vaso esmerilado, el extranjero dijo:
—La muerte tiene su manera de poner en perspectiva las discusiones mezquinas.
—La echo de menos —dijo Ned—. Tenía un tren delantero espectacular, y no siempre llevaba sujetador.
El turista chasqueó la lengua.
—Podía estar trabajando en el jardín —recordó Ned casi soñando— o paseando al perro y ese precioso par se meneaba con tanta suavidad que lo único que uno podía hacer era contener la respiración.
El turista buscó su cara en el espejo de detrás de la barra, tal vez para comprobar si se le veía tan desconcertado como se sentía.
—Billy, ¿no tenía el par de tetas más hermosas que se pueda pedir? —preguntó Ned.
—Ya lo creo que sí —coincidió el camarero.
Ned se bajó de la banqueta y, tambaleándose en dirección al baño de hombres, se detuvo ante el turista.
—Esas tetas no se arrugaron ni siquiera cuando el cáncer la marchitó. Cuanto más flaca estaba, más grandes le quedaban en proporción. Casi hasta el final se la veía caliente. Qué desperdicio, ¿no, Billy?
—Un desperdicio —repitió éste mientras Ned seguía su camino hacia el baño.
Tras un silencio, el turista dijo:
—Eres un tipo interesante, Billy Barman.
—¿Yo? Jamás meo las ventanas de la gente.
—Creo que eres como una esponja. Lo absorbes todo.
Billy cogió un trapo y repasó algunos vasos que ya se habían lavado y secado.
—Pero a la vez eres una piedra —dijo el turista—, porque si te exprimen no sueltas nada.
Billy seguía repasando los vasos.
Los ojos grises del foráneo, que titilaban de interés, brillaron aún más.
—Eres un hombre con una filosofía, algo raro en esta época, cuando la mayor parte de la gente no sabe quién es o en qué cree o por qué.
Esto también era un estilo de charla de barra de bar con el que Billy estaba familiarizado, si bien no lo escuchaba a menudo. Comparado con las explosiones de Ned Pearsall, estas observaciones de borrachín podían parecer eruditas, pero no eran más que psicoanálisis inducido por la cerveza.
Estaba desconcertado. De repente el turista parecía distinto a los acostumbrados calentadores de silla que conocía.
Sonriendo y moviendo la cabeza, Billy dijo:
—Filosofía… Usted me halaga.
El turista dio un sorbo a su Heineken.
Aunque Billy no tenía intención de añadir nada más, se escuchó a sí mismo continuar:
—Quédate tranquilo, no te enfades, no te compliques, no esperes demasiado, disfruta de lo que tienes.
El extranjero sonrió.
—Sé autosuficiente, no te involucres, deja que el mundo se vaya al infierno si así lo quiere.
—Tal vez —concedió Billy.
—Reconozco que no es Platón —dijo el turista—, pero no deja de ser una filosofía.
—¿Usted tiene alguna? —preguntó Billy.
—En este momento creo que mi vida sería mejor y más plena si simplemente pudiera evitar la conversación con Ned.
—Eso no es una filosofía —le dijo Billy—. Es un hecho.
A las cuatro y diez Ivy Elgin llegó a su trabajo. Era una buena camarera y un objeto de deseo sin igual.
A Billy le gustaba, pero no pretendía nada con ella. Su ausencia de interés lo hacía único entre los hombres que trabajaban o bebían en el bar.
Ivy tenía el pelo color caoba, los ojos límpidos del color del brandy y el cuerpo que Hugh Hefner había estado buscando toda su vida.
A pesar de tener veinticuatro años, realmente no parecía darse cuenta de encarnar la esencial fantasía masculina de la carne. Nunca era seductora. Por momentos podía ser algo coqueta, pero sólo de una manera encantadora.
Su belleza y su saludable aspecto de corista eran una combinación tan erótica que sólo con su sonrisa podía derretir la cera de los oídos de un hombre.
—Hola, Billy —dijo Ivy mientras se dirigía directamente a la barra—. Vi una zarigüeya muerta en Old Mill Road, a unos cuatrocientos metros de Kornell Lane.
—¿De muerte natural o aplastada por un coche? —preguntó él.
—Totalmente aplastada.
—¿Qué crees que puede haber sido?
—Por el momento no hay nada claro —dijo mientras le entregaba su cartera para que la guardara detrás de la barra—. Es lo primero muerto que veo en una semana, así que depende de qué otros cuerpos aparezcan, si es que aparecen.
Ivy se consideraba un arúspice. Los arúspices, una clase sacerdotal en la antigua Roma, adivinaban el futuro a partir de las entrañas de animales muertos en sacrificios.
Eran respetados, incluso venerados por los demás romanos, pero lo más probable es que no recibieran muchas invitaciones a fiestas.
Ivy no era morbosa. La aruspicina no ocupaba el centro de su vida. No era frecuente que hablara con los clientes sobre el tema. Tampoco tenía estómago como para ponerse a revolver entrañas. Para ser un arúspice, era demasiado impresionable.
En cambio, encontraba un significado en la especie del cadáver, en las circunstancias del descubrimiento, en su posición relacionada con los puntos cardinales y en otros aspectos arcanos de su condición. Rara vez se cumplían sus predicciones, pero ella persistía.
—No importa lo que signifique —le dijo a Billy mientras sacaba su libreta y un lápiz—, es un mal signo. Una zarigüeya muerta nunca trae buena suerte.
—Yo mismo lo he notado.
—Sobre todo cuando su morro apunta al norte y su cola al este.
Un poco después de que llegara Ivy, varios hombres sedientos entraban en fila por la puerta, como si ella fuera un espejismo en un oasis que hubieran estado buscando todo el día. Sólo unos pocos se sentaban a la barra; los demás se quedaban en las mesas, moviéndose de una a otra.
A pesar de que la clientela del bar no era muy adinerada, los ingresos de Ivy gracias a las propinas excedían lo que ganaría si tuviera un doctorado en Economía.
Una hora más tarde, a las cinco, Shirley Trueblood, la segunda camarera de la tarde, se presentó para ocupar su turno. De cincuenta y seis años, corpulenta, con perfume de jazmín, Shirley tenía su propio séquito. Algunos hombres en los bares siempre necesitan un afecto maternal. Ciertas mujeres están dispuestas a ofrecerlo.
Ben Vernon, el cocinero del turno de día, se fue a su casa al terminar su jornada. Entonces se presentó el cocinero de la tarde, Ramón Padillo. La taberna sólo ofrecía comida rápida: hamburguesas, patatas fritas, alitas de pollo, quesadillas, nachos…
Ramón había notado que las noches en las que trabajaba Ivy Elgin se servían muchos más platos especiados que cuando ella no atendía. Los hombres pedían muchas más cosas con salsa fuerte, vaciaban una buena cantidad de botellitas de tabasco y pedían jalapeños en sus hamburguesas.
—Creo que inconscientemente acumulan calor en sus gónadas para estar preparados por si ella se muestra dispuesta —le contó una vez Ramón a Billy.
—Ninguno de los que vienen por aquí tiene una oportunidad con Ivy —le aseguró Billy.
—Nunca se sabe —dijo Ramón con timidez.
—No me digas que tú también estás atiborrándote de guindillas.
—Tantas que algunas noches tengo una acidez mortal —respondió Ramón—. Pero estoy preparado.
Junto con Ramón llegaba el camarero nocturno, Steve Zillis, cuyo turno coincidía con el de Billy una hora. Tenía veinticuatro años, diez menos que Billy, aunque veinte menos en madurez.
Para Steve, el colmo del humor sofisticado consistía en decir cualquier tontería lo bastante obscena como para sonrojar a un hombre. Podía hacer nudos con el rabo de una cereza con la lengua, llenarse el orificio nasal derecho de cacahuetes y dispararlos certeramente a un vaso que pusiera como blanco y también expulsar humo de cigarrillo por la oreja derecha.
Como siempre, Steve saltó por encima de la puerta del extremo de la barra en lugar de empujarla para pasar.
—¿Qué te cuentas, Kemosabe[1]?
—En una hora me voy y recupero mi vida —dijo Billy.
—Esto es vida —protestó Steve—. El centro de la acción.
La tragedia de Steve Zillis era que lo decía en serio. Para él aquel vulgar bar era un glamuroso cabaré.
Después de atarse un delantal cogió tres aceitunas de un recipiente, hizo malabarismos con ellas a una velocidad asombrosa y las fue atrapando una a una con la boca. Si dos borrachos colgados de la barra aplaudían ruidosamente, Steve se regocijaba como si fuera un famoso tenor del Metropolitan de Nueva York que acabara de conquistar a un público refinado y entendido.
A pesar del fastidio que le provocaba la compañía de Steve, esa última hora del turno de Billy pasaba rápido. El bar estaba lo bastante lleno como para mantener ocupados a los dos camareros mientras los borrachines del fin de la tarde daban rodeos para volver a sus casas y los clientes de la noche comenzaban a llegar. Esa hora de transición era la preferida de Billy. Los clientes se encontraban plenamente coherentes y más contentos de lo que estarían más tarde, una vez que el alcohol ingerido los condenara a la melancolía.
Como las ventanas daban al este y el sol se ponía por el oeste, una suave luz pintaba los cristales. Los apliques de luz del techo transmitían un brillo cobrizo sobre los rojizos paneles de caoba y la barra.
En el aire se mezclaban el aroma de la madera del suelo macerada por la cerveza con el de la cera de las velas, las hamburguesas y los aros de cebolla fritos.
Sin embargo, a Billy no le gustaba tanto el lugar como para quedarse por allí una vez terminado su turno. A las siete se marchaba rápidamente. Steve Zillis habría hecho una salida mucho más aparatosa. Él, en cambio, se fue tan discreto como un fantasma.
Fuera todavía quedaban dos horas de luz estival. El cielo era de un azul eléctrico en el este y de un tono más pálido en el oeste, donde el sol todavía lo desteñía.
Al llegar a su Ford Explorer observó un papel blanco rectangular bajo el limpiaparabrisas.
Una vez en su asiento, con la puerta todavía abierta, desplegó el papel esperando encontrar algún anuncio de lavado de coches o de servicio domestico. En su lugar, descubrió un mensaje cuidadosamente escrito a máquina:
Si no llevas esta nota a la policía y la involucras, mataré a una adorable profesora rubia en algún lugar del condado de Napa.
Si llevas esta nota a la policía, mataré en cambio a una mujer mayor que se dedica a las obras de caridad. Tienes seis horas para decidir. Tú eliges.
En ese momento Billy no sintió que el mundo desaparecía bajo sus pies, pero así era. El descenso todavía no había comenzado, pero lo haría pronto.