Ahora, de nuevo en el coche, camino de su casa, se preguntaba si no había sido una locura, una estupidez, hacerlo con una prostituta sin ninguna clase de precaución.

¿Por qué había querido entrar en el coño de aquella mujer que ni siquiera le gustó desnuda, a la que había dejado de desear en el momento que se metieron en el reservado y empezó a desvestirse? Por un momento, llegó a repugnarle incluso su carne blancuzca, tan blanda, marcada con una cicatriz en la parte izquierda del vientre.

Tenía que haberle pedido que se lo hiciera con la boca; su carnosa boca pintada de rojo carmín, donde hubiera podido eyacular sin esfuerzo, también sin riesgo. Una eyaculación rápida y, quizá, más placentera incluso.

Vio una cabina telefónica. Pensó en llamar a Nelia. Hacer sonar el timbre del teléfono en aquella casa donde era probable que no hubiera nadie. O sólo un cadáver. Llamar a una mujer que estaba muerta…, como había llamado, en sueños, con su deseo, a Teresa después que esta muriera.

Detuvo el coche junto a la cabina, decidido a hacer la llamada. Puso la tarjeta de crédito en el aparato telefónico y marcó el número de Nelia después de mirarlo en el trozo de papel que aún conservaba en la billetera. El timbre sonó tres veces. Tenía el auricular en una mano; la otra, dispuesta para cortar la comunicación con sólo presionar el soporte del auricular, tanto si se oía una voz como si no. El timbre sonó dos veces más. Alguien contestó.

—¿Sí?

Era Nelia, sin duda.

—¿Sí? —volvió a preguntar.

Ahora sabía que ella estaba en casa, que podía encontrarla allí, viva aún. Colgó el auricular. Dio unos pasos rápidos hasta el coche. Se metió dentro y lo puso en marcha apresuradamente. Quería hacer el amor con ella. Que le «besara» primero el sexo. Penetrarla y eyacular dentro de su cuerpo, sin ninguna precaución, aun a riesgo de dejarla embarazada… o de ensuciarla con la humedad que aún podía llevar de la prostituta.

Deseaba a su amante. Quería hacerla suya una vez más. Tenerla en sus brazos, estar entre sus piernas. Entrar en su cuerpo. Hacerle el amor. Follársela. Llegar con ella a la sensación mortal del orgasmo.

Empezó a acelerar casi sin darse cuenta. No se había percatado de que no llevaba las luces del coche encendidas. Marchaba muy deprisa, más de como solía hacerlo normalmente por la ciudad. Conducía con las manos aferradas al volante y el pie derecho oprimiendo el acelerador con el talón. Mantenía el cuerpo rígido y la mirada fija ante sí.

Circulaba por una vía rápida de tres carriles que rodeaba la parte central de la ciudad, por el carril del centro. Adelantó a una furgoneta, que le impedía la visibilidad, por el carril de la derecha, y se encontró con que un autobús circulaba a poca velocidad por aquel mismo carril, a punto de detenerse en una parada. Apretó el freno y, sin reducir la marcha con la que circulaba a una más corta, giró por la primera bocacalle que encontró a su derecha. Posiblemente una dirección prohibida.

Lento, pesado, enorme, casi cubriendo por completo todo lo ancho de la calzada, avanzaba un camión de recogida de basura. La luz amarillenta de los faros y el color ocre claro de la carrocería se distinguieron en la oscuridad de la estrecha calle, a pocos metros de la salida. Apenas quedaba espacio entre el camión y los coches aparcados a ambos lados de la calzada, junto a las aceras.

Rechinaron unos neumáticos sobre el asfalto.

Desde dentro de la cabina del camión, el conductor agitó los brazos. Gritaba desde detrás del parabrisas, aunque sus palabras resultaban inaudibles. El camión de la basura parecía seguir avanzando, ahora a mucha velocidad, acortando la distancia que les separaba en segundos.

Él sabía que era su propio coche el que se movía en dirección al camión. Ni siquiera pensó que podía intentar frenar a fondo sin apretar el embrague y hacer que el coche se calara; detenerlo de la manera más brusca y rápida, dando al mismo tiempo un giro completo al volante para evitar el choque con el camión o que no se produjera de manera frontal. Murmuró:

—Mierda, la basura.

Aquel momento ya lo había vivido. Era la repetición de un hecho que le sucedía por segunda vez. Una premonición que se hacía realidad.

O era la imagen de un sueño que ya había tenido y que no pudo recordar hasta ese instante.

Isbel sería quien recogería su cadáver. Los restos de lo que quedara de él. Su cuerpo sin vida.

Quizá Nelia, su última amante, nunca llegara a saber qué era lo que había sucedido con él, por qué nunca más volvió a verlo. Sospecharía posiblemente que habría sido él quien le había llamado por teléfono esa noche. Podría tardar tiempo en saber de su muerte. Nunca sabría que en aquel momento la deseaba, que iba a su encuentro, que incluso estaba excitado.

Ya no veía nada ante sí.

Un golpe seco.

La sensación de que la garganta se le reventaba con un grito contenido, ahogado, que no podía hacer arrancar, que se negaba a emitir.

Un regusto de sangre en la boca le recordó la humedad, el flujo, de un sexo femenino. El sabor acre de un beso mordido en unos labios pintados de carmín.

Al final, el dolor de la muerte tras la cópula.

Mayo 1991–abril 1992