Aparcó delante mismo del Club Divinas, en batería, de cara a la puerta. La S del rótulo luminoso continuaba sin encenderse. «DIVINA…», leyó.
Dos hombres salían en ese momento del club. Dentro podía haber cuatro o cinco mujeres. De haber mucha clientela, alguna debía haber quedado libre con la salida de los dos hombres. Puede que tuviera dos mujeres entre las que poder elegir.
Se llevó la mano al bolsillo interior de la americana. Quería ver si llevaba dinero. Suponía que en aquel sitio no admitirían tarjetas de crédito. No llevaba mucho, pero pensó que sería suficiente. Bastante dinero para tomarse una copa con alguna de las mujeres del club; quizás incluso para acostarse con ella, aunque no era eso lo que pretendía. Sólo quería verlas, tomar una copa y quizás acariciar el cuerpo vestido de alguna de ellas. Nada más.
Se aferró al volante, como si aún estuviera conduciendo. Cerró los ojos y las letras que anunciaban el nombre del club le brillaron aún bajo los párpados. Tenía que bajar ya del coche o no se decidiría nunca a entrar en aquel club de putas. Quitó la llave de contacto y abrió la portezuela.
Continuaba haciendo calor, a pesar de que ya anochecía. Se notó sudor sobre el labio superior. Le vino a la mente las gotas de sudor en la frente de su secretaria en el momento que le metía la mano bajo el vestido. La jovencita miope de muslos espléndidos, larguísimos, de caderas anchas y vientre prominente. La chica de las gafas, los ojos diminutos y la mirada estúpida.
Nunca había conocido ninguna prostituta que llevara gafas; ninguna mujer que se tuviera que quitar las gafas para ir a la cama con él. «El amor también puede ser miope».
Sintió un pequeño dolor, punzante, quizás imaginario, en la boca del estómago, al tiempo que sonreía con el recuerdo de la imagen de su secretaria.
Tiró de la puerta del club, separó con la mano una pesada cortina roja y se introdujo en el local. El aire acondicionado le dio sensación de frío. Se estremeció. El sudor pareció congelársele en el rostro.
A la derecha, había una barra americana larga, que se curvaba en la parte final, con algunos taburetes delante. Un hombre y una mujer, él sentado en un taburete y ella de pie, hablaban con los cuerpos muy juntos, casi abrazados. Aquel hombre era el único cliente que parecía haber en el local en aquel momento. El local estaba iluminado con débiles luces rojizas. Las paredes estaban tapizadas de color oscuro y sólo el espejo que había tras la barra recogía algo de luz blanca.
Se dirigió a la barra y se sentó en el borde de un taburete, con uno de los pies tocando el suelo. Tras la barra, había dos mujeres. Una de ellas, morena, con el rostro anguloso, duro, marcado por la vida, por el amor, por el sexo, se le acercó con una sonrisa amable y cruel al mismo tiempo. La mirada turbia, alcohólica. Efecto de alguna droga quizás.
—¿Gin tonic? —preguntó.
Él asintió.
Mientras se acomodaba en el taburete, otra mujer se había acercado a él. También era morena, muy grande de cuerpo, con un suéter blanco ciñiéndole los pechos y una falda negra muy corta, abierta por un lado, que terminaba apenas por debajo mismo de la ingle. Podía decirse que tenía un rostro casi bello, de ojos grandes, ayudados por el maquillaje, nariz pequeña y labios carnosos, muy pintados. Llevaba un cigarrillo encendido en la mano, que apagó inmediatamente en un cenicero que había sobre la barra.
—¿Me invitas a una copa? —le dijo, dirigiendo luego su mirada a la mujer que había tras la barra y que ya le servía otro gin tonic, o quizá simplemente agua tónica sin nada de alcohol.
En el sofá de donde se había levantado la mujer que tenía ahora junto a él, situado al otro lado del local, se encontraba otra mujer sentada; daba la impresión de ser la más joven de las que se hallaban en el club. También podía ser la más atractiva. Llevaba un ceñido vestido rojo sobre un cuerpo pequeño, delgado, pero bien moldeado, por lo que se podía apreciar en aquella penumbra. Era rubia, teñida probablemente. No era tan guapa como la que tenía con él; resultaba más provocadora, eso sí, al menos vista desde aquella distancia. Le gustaba más aquella otra mujer que la que se le había acercado.
—Si no te gusto yo, puedo decirle a otra mujer que se tome la copa contigo. No nos importa, ¿sabes?
La mujer se le había arrimado hasta el extremo de que había metido uno de sus muslos entre las piernas de él, más arriba de las rodillas.
Él llevó la mano izquierda al grueso muslo de la mujer y se lo rodeó hasta tocarle la parte baja de la nalga, el trozo de carne que las bragas le dejaban al descubierto.
La mujer desprendía un fuerte perfume de todo su cuerpo; maquillaje, colonia, quizá también sexo lavado de manera ligera, apresurada.
—Podemos tomarnos esto —dijo la mujer, agitando el vaso de gin tonic en la mano—, y después, si quieres, pasamos al reservado.
—¿Puedo besarte? —pidió él.
—Para eso estoy aquí… contigo. Para que me beses, si quieres.
Se pasó los labios por la lengua. Le acercó la boca y la entreabrió, generosamente ofrecida, para que él la besara.
Llevaba una espesa capa de carmín en los labios. Los sintió húmedos al besarlos. El olor a sexo se hizo más intenso. Imaginó que la vulva de la prostituta también estaba por completo húmeda. Todo el cuerpo de la mujer debía rezumar humedad; sudor, colonia, el agua de las últimas abluciones; el carmín, la saliva del beso, residuos de gin tonic en los labios…
Separaron las bocas.
La mujer dijo:
—Me llamo Manuela.
—Manuela —repitió él.
Le llevó la mano a la entrepierna, por debajo de la falda; ella separó los muslos para dejar entrar la mano masculina.
Le metió el dedo índice por debajo de las bragas y le buscó la entrada del sexo. Lo notó lubricado. Tenía una humedad grasienta, como si se hubiera aplicado alguna crema. Trató de metérselo sin forzarlo demasiado.
—Vamos dentro y me meterás la polla.
—No llevo preservativos… y no me gustaría…, no me gusta usarlos.
—Estoy limpia. Y si no, si quieres, puedo hacerte un «francés».