Nelia no contestaba al teléfono. Puede que lo hubiera desconectado; daba la señal pero nunca descolgaban. La llamaba varias veces al día, a diferentes horas, incluso por la noche. La imaginaba junto al aparato telefónico, la mano a punto de cogerlo, indecisa en contestar, reprimiéndose el deseo de hacerlo.
En su deseo por ella, algunas veces rememoraba escenas de amor vividas juntos; imaginaba también otras que le gustaría vivir con ella.
El sonido del timbre del teléfono a través del auricular que él utilizaba para llamarla le desesperaba, le producía dolor. Pensó más de una vez en ir a verla a su casa; un extraño temor, culpable, se lo impedía.
Si estaba muerta, su cadáver frío en la casa… Si se había suicidado…
Al cabo de unos días, pasó con el coche por delante del portal donde ella vivía. No se atrevió a tocar el timbre del interfono. Pensó en dejarle una nota por debajo de la puerta de su piso; una tarjeta impresa con su nombre y un breve saludo, o sólo un interrogante trazado con el bolígrafo.
Lo hizo así. Cuando estuvo de nuevo en la calle se arrepintió de lo que había hecho y volvió a sentir temor y desesperación. Estaba completamente seguro de que Nelia se encontraba muerta, yaciente en el suelo de alguna habitación de la casa; en la cama, en el sofá, quizás en el lavabo. Una sobredosis de somníferos y había acabado con su vida. Había acabado también con su relación de amantes. De nuevo el final de un amor, de su relación con una mujer, llegaba con la muerte.
Teresa tuvo el accidente mortal apenas unos pocos días después de romper la relación amorosa con él. Pudo haberla matado él mismo la noche que la siguió con esa intención.
Él podía haberse matado la noche del portal, cuando fue a ver a Nelia y ella, por algo que él nunca supo, no quiso dejar que subiera a su casa, que hicieran el amor. Y ahora ella moría de aquella manera.
La tarjeta impresa con su nombre, con el interrogante dibujado a bolígrafo, estaba bajo la puerta. Cualquiera que entrara a la casa, y alguien tenía que entrar alguna vez, la descubriría y sabrían que él había estado allí. El amante de aquella mujer tan fea que vivía en aquel piso. Le pareció absurdo, ridículo, incluso cómico. El asesino que deja sus señas después del crimen; la huella inconsciente, vagamente premeditada, del criminal.
Después de todo, cada día se suicidaba alguna mujer en aquella ciudad. Por amor o por desesperación, por culpa de un amante o a causa de la soledad. Crímenes por pasión o porque no queda ya ni rastro de ella. Cada día aparecen cadáveres de los que se ignora la causa final por la que han llegado a ese trágico punto. Cada día se mataba alguien en algún accidente de circulación, en coche o en moto. O moría gente enferma de sida, a causa de una sobredosis de droga, o por el navajazo de un delincuente…