Cuando despertó, Isbel estaba a su lado.
—Has dormido todo el día. Ahora ya es de noche. —Le puso la mano en la frente un momento—. Estabas muy nervioso y te pusimos una inyección de Nembutal. Si quieres, puedes tomar algo. Un zumo de frutas, un tazón de leche…
El rostro de Isbel se vislumbraba como una imagen borrosa en la penumbra de la habitación. Los ojos le brillaban por el reflejo de una pequeña luz encendida en el vestidor. Sonreía, con un leve temblor en los labios.
Fue a decir algo. Estuvo a punto de pronunciar el nombre de Nelia.
—¿Qué… qué me ha sucedido?
—Son cosas que suceden. Tú también puedes estar enfermo alguna vez. —La voz de Isbel era tranquilizadora, mesurada, como si calculase lo que le decía—. Tenías algo de fiebre. Debes de haberte enfriado… Y estabas muy nervioso. Ahora ya ha pasado todo. El Nembutal que te hemos puesto te hará dormir durante unas horas.
Isbel le pasó la palma de la mano por la frente. Salió de la habitación diciéndole algo así como que volvería en un momento.
Se oían voces, murmullos, que provenían de la sala. Había alguien con Isbel. Debía de ser un médico, el que le había inyectado el Nembutal. O quizás el psiquiatra de Isbel. ¿A quién podía acudir Isbel en un caso así, cuando su marido parecía rozar la muerte, intoxicado, desnudo en el lecho, con fiebre, quizá delirando? No estaba seguro de haber tenido algún sueño. Si había soñado, en voz alta, el nombre de Nelia podía haber sonado en aquella habitación. ¿Le preguntaría Isbel a quién pertenecía ese nombre y si se trataba de una mujer bella?
Nelia también habría pasado el día metida en la cama, deprimida, enferma. Hasta en eso se parecían, ese día.
«Dos amantes enfermos por una noche que no hicieron el amor…», pensó, y sonrió con dolor.
Nada de la perfecta belleza de Isbel parecía habérsele contagiado a él. «La pureza, la perfección, la belleza… no son contagiosas», se dijo, llegó a murmurar en el momento que Isbel volvía a entrar en la habitación. «Sólo las enfermedades y la fealdad lo son», dijo para sí mismo, ahora inaudible.
Isbel llevaba una bandeja con un tazón humeante y unos bizcochos. La dejó sobre la mesita de noche.
—Tómate esto y, luego, duerme un poco más. Duerme todo lo que puedas. Verás como te sentará bien —hizo un movimiento, nada brusco, hacia la puerta.
Un gesto de huida, entendió él.
—Espera, Isbel, no te vayas aún —le pidió.
Isbel se detuvo inmediatamente, a dos pasos de la cama donde yacía su marido. Parecía tener el oído atento a otra parte de la casa.
—Dime —le dijo.
—Sólo quería verte… Verte un momento antes de que me dejaras…
—No te dejaré. Duerme tranquilo.