Despertó de un sueño que, de momento, no pudo recordar por completo. Sólo le venían a la memoria algunas imágenes inconexas.

Se notó el cuerpo sudado. Había sido una noche agitada. Recordaba que antes de acostarse bebió algo, bourbon, dos o tres copas, y se tomó también algún somnífero. Había dormido mal, muy excitado, con breves sueños de los que despertaba inmediatamente y tras los cuales volvía a caer en un sueño profundo, pesado. Creía recordar, sí, que en el último de esos sueños aparecía Teresa, viva, pidiéndole algo, suplicando, llorosa y angustiada.

La casa estaba en completo silencio. Miró el reloj electrónico que tenía sobre la mesita de noche. 10:45. Era por la mañana. Hacía dos horas que tenía que haberse levantado. El despertador no había sonado, o no lo había oído a causa de la profundidad del sueño. Intentó llamar a Isbel. Tenía la garganta inflamada, la boca seca y pastosa. Era un miércoles y debía haber estado a primera hora de la mañana en la oficina.

Sonó el timbre del teléfono. Hizo un esfuerzo por levantarse. Pronunció débilmente el nombre de su mujer:

—Isbel.

El teléfono dejó de sonar. No había nadie en la casa. Aquella llamada telefónica no debía ir dirigida a nadie. A menos que su secretaria estuviera tratando de localizarlo.

Empezó a llenar la bañera de agua caliente. El día ya estaba perdido. Todo empezaba a perderse. Isbel no se encontraba en la casa porque debía estar con el psiquiatra; su sesión de los miércoles por la mañana.

Sintió frío, desnudo como iba; se sentía sucio y débil. Y torpe. Enfermo. Apenas recordaba nada de la noche anterior. Forzó su mente. La memoria. La visita a casa de Nelia, de cuyo portal no llegó a pasar; su huida con el coche, el accidente con el contenedor de basuras. Aquella mujer gritando. Una llamada telefónica de una mujer que no quiso decirle a Isbel quién era. Esa llamada telefónica que acababa de sonar, interrumpida al primer timbrazo. ¿Sería de la misma mujer que la noche anterior? ¿Nelia, quizá?

Se metió en la bañera y al cabo de un momento se quedó medio adormecido. Un breve sueño le devolvió la imagen de Teresa. Se besaba con otro hombre y él les miraba, a medias escondido, con miedo y culpa. Al final, ella le pedía algo y él se lo negaba. Era el mismo sueño, o el recuerdo del anterior.

Abrió los ojos y vio ante sí el agua que cubría su cuerpo en la bañera. Hundido, hasta el cuello, con el agua casi a flor de su boca. Si esa noche veía a Nelia, esta tendría que explicarle por qué le había hecho aquella absurda llamada telefónica la noche anterior. Todo empezaba a ser una locura. Su vida se hundía, peligraba, rozaba la muerte. Todo por hacer el amor de vez en cuando con una mujer, con una amante que además era decididamente fea.

No había desayunado. Ni sabía cómo prepararse un café, ni dónde podía estar la cafetera o si por la casa había sobrecitos de café soluble. La asistenta no iba todos los días y aquel debía de ser uno de sus días libres. Se tomó un vaso de agua y le encontró un gusto agrio; el sabor que tenía prendido él mismo en el estómago y en el paladar. Un sabor que le recordó los besos de Nelia.

Cogió el teléfono inalámbrico de la cocina y marcó un número. El número de teléfono de Nelia. Sabía que no contestaría, que a esas horas ella no estaba en su casa. Nelia trabajaba toda la mañana y llegaba a casa pasadas las tres de la tarde. El teléfono sonó varias veces. Estaba a punto de colgar cuando le pareció oír una voz; una débil voz de mujer que contestaba.

—¿Sí?

—¿Nelia? —preguntó, sorprendido al oír la voz de la mujer y sintiéndose súbitamente arrepentido de haber hecho la llamada.

—Sí… —El hilo de voz era ahora afirmativo, aunque tembloroso y dubitativo.

Por un momento estuvo tentado de cortar la comunicación sin decir nada.

—Soy yo… Quería verte. Esta mañana… Quisiera verte esta misma mañana —dijo, sintiéndose la voz insegura, dudando de sus propias palabras; su propia voz le sonaba lejana, extraña, ajena.

—No. No puedo —el hilo de voz intentaba ser firme, se esforzaba por asegurar lo que decía.

—Estás en casa, ¿no? Puedo ir ahora…

—No, no. Estoy enferma —dijo Nelia en tono más alto. Su voz sonó compungida.

—¿Enferma? ¿De qué?

—Me he tomado unas pastillas… y estoy medio dormida. No puedo… no puedo más. Anoche me sentí mal. Creí que me moría. Empecé a vomitar, sin sentido, sin causa real. No tenía nada en el estómago. Me sentí mal cuando te fuiste… Quizá todo empezó cuando te vi…, cuando viniste por la noche. En el patio…

La interrumpió:

—¿Sabes que estuve a punto de matarme?

—¿Matarte? ¿Por qué?, ¿por mí? —preguntó ella, alzando la voz, con ansiedad.

—Tuve un accidente… con el coche. En cierto modo lo provoqué yo… Pude haber atropellado a alguien… Pude haber matado a una mujer…

—¿Otra vez?

—Esta vez pudo haber sido de verdad. Podía haber matado a alguien… accidentalmente.

—Creo que no es tan fácil morir… Yo lo he intentado alguna vez… No, no es nada fácil…

Hubo un breve silencio. Después, sin convencimiento, él preguntó:

—No te habrás tomado nada que pueda hacerte daño… No habrás intentado…

—No, no esta vez. Ahora sólo quiero dormir, descansar, salir de esto… Dormir y despertar de la pesadilla… de la pesadilla que estoy viviendo. Sólo quiero dormir… dormir de verdad.

—Iré a verte, ahora.

—No. No puedo. No puedo verte. No quiero que me veas. No podría; después de lo de anoche, no.

—Anoche… anoche fui a verte; eso es todo. Quería estar contigo, verte.

—Me sentí mal. Ya te lo he dicho. Ahora… ahora estoy enferma.

—Te deseo.

—No, no lo hagas.

Se hizo de nuevo un silencio. Luego se cortó la comunicación.

Aún tenía el inalámbrico en la mano. Continuaba por completo desnudo. Le temblaban las piernas y se sintió el estómago encogido. Una punzada de dolor.

En el revistero tenía una guía del ocio. Contenía nombres, falsos, por supuesto, y números de mujeres a las que podía telefonear y pedir que fueran a acostarse con él. Vanessa, Barby, Rubí… Podía fornicar con ellas en la cama donde dormía con Isbel, donde a veces aún hacía el amor con ella. O pedirle a una que le hiciera algún otro servicio, un «francés», allí mismo, en casa, en la sala, o en su despacho particular.

Empezó a dolerle seriamente el estómago. Una cita a ciegas, con una call–girl, podía llevarle a encontrarse con una mujer desconocida, a poseerla. Quizás una mujer joven, hermosa, de rasgos duros; un cuerpo castigado por el amor. Una mujer que hablara poco, o a la que podría hacer callar con sólo pedírselo. Una mujer que no dejaría ninguna marca en su vida… a no ser un contagio venéreo… Sida… La muerte como resultado de un encuentro ciego de amor.

Hay quien muere por amor, o a causa del amor. Nadie piensa que puede contraer una enfermedad venérea, menos aún mortal. Nadie piensa tampoco que va a enamorarse cuando hace por primera vez el amor con alguien.

Nunca se le ocurrió pensar que podía vivir una historia de amor con aquella mujer fea de veras cuando la conoció en un bar. Ni se le ocurrió pensar que podía llegar a tener alguna infección en su cuerpo, en el sexo. Nunca la había tenido. No tomaba más precauciones que las necesarias para que ellas no se quedaran embarazadas. Nunca utilizaba preservativos.

Tenía frío y sentía al mismo tiempo una sensación febril en todo su cuerpo. Se metió de nuevo en la cama. Aún tenía el cuerpo algo húmedo por el baño. Además, empezaba a sudar. Si cerraba los ojos volvería a soñar con Teresa… Las pesadillas volverían a su mente dormida.

Tuvo la sensación de tener un cadáver junto a él en el lecho. Un cuerpo femenino desnudo y muerto. Se palpó el pene; lo tenía medio erecto. La angustia le atenazaba la garganta. Le dolían los ojos. Si pudiera dormir…, tener a Teresa en su sueño. Soñar con un cadáver. Tener a Nelia junto a él, en la cama; abrazar su cuerpo, hacerle el amor… sobre la huella del cuerpo de Isbel.

Empezó a dormirse.