Isbel le esperaba reclinada en el diván. Le sonrió. Dejó caer suavemente el libro que leía sobre los muslos. Vestía una bata azul pastel, casi transparente. Parecía relajada, serena y ligeramente cansada, igual que se mostraba después de hacer el amor con él.

—Estaba adormeciéndome —dijo dulcemente, apenas en un murmullo.

—No he podido llegar antes. La circulación estaba imposible —mintió él.

Ella no le había preguntado por su tardanza, ni siquiera parecía extrañada o impaciente.

—Ven. Siéntate conmigo un momento —le pidió en ese tono siempre dulce, y con la mano izquierda le señaló una parte del diván, justo a su lado.

Él aún permanecía de pie, indeciso. Hizo el gesto de quitarse la americana, pero desistió. Se acercó a su mujer y se sentó a su lado, rozándole apenas el muslo con la rodilla.

Ella le miraba a los ojos. Un interrogante en su mirada. ¿Iba a preguntarle si la quería? Podía contestar «sí», que era como no responder nada. O le preguntaría si aún la encontraba bella.

«Lo eres, Isbel», pensó. «Eres tan bella…».

Recorrió con la mirada todos los puntos del rostro de su mujer. Era un juego que solían hacer, que iniciaron al poco de conocerse. Dirigía su mirada a un punto concreto, los ojos, los labios, la barbilla… recorriéndole todo el rostro. Le iba diciendo lo que le gustaba de ella, describiéndole cada una de las pequeñas partes de su bello rostro. Isbel, la belleza; la dulce, algo empalagosa belleza de su mujer. Casi la perfección.

Todas sus amantes eran de una belleza imperfecta. Teresa y su voz demasiado aguda; su mandíbula ancha, masculina. Nelia y su extrema fealdad. Había habido otras. Todas más o menos imperfectas.

—Cuánto tiempo hacía que no me mirabas de esa manera… —exclamó, casi en un susurro, Isbel.

—Hace mucho tiempo de todo.

—¿Te acuerdas de cuando hacíamos el amor en este diván?

—Lo hacíamos por toda la casa. Incluso en la terraza, en verano. Y en el coche. Una vez, en un portal, de noche…

—¿En un portal?

Llevó la mano a la rodilla de la mujer. No era Isbel la mujer a la que había hecho el amor en un portal. Acercó sus labios al rostro de su mujer; ella, sin violencia, rehuyó el beso, lo dejó en suspenso.

—Cuéntame lo de aquella noche en el portal.

—¿Qué quieres saber?

—Ya sabes que siempre me gustó que me hablaras de nuestros momentos de amor, de lo que hacíamos o querías que hiciésemos. Me resulta excitante, ¿sabes? Dime. ¿Lo recuerdas?

—No eras tú aquella mujer.

—Ya lo sé. Cuéntame lo que pasó. Dime.

Algunas imágenes de aquella lejana escena le llegaron a la mente.

Se vio arrastrando a la mujer dentro de aquel oscuro portal; levantándole las faldas y haciendo que se abriera de piernas; los gritos ahogados de la mujer, sus brazos colgándosele al cuello; un hilo de voz pidiéndole que la follara rápido, que tenía miedo. Que sentía placer y miedo. Llevaba medias hasta más de medio muslo y unas bragas de encaje que él le rompió para introducirle el miembro viril de un solo golpe en la vagina. Iban besándose por la calle, después de haberse conocido casualmente en una reunión de trabajo. Pensaban ir a cenar y después a un hotel, donde se hospedaba ella por esa noche; pero nada más encontrarse a solas en la calle empezaron con los besos y a palparse mutuamente entre las piernas. A ella le gustaba tocar el sexo masculino y que la penetraran, le dijo. En uno de sus impetuosos abrazos, encontraron aquel portal abierto. Él la empujó dentro y ella se dejó llevar contra la pared. Ella misma le abrió la bragueta de los pantalones y le sacó el pene erecto. Él le levantó las faldas y le rompió las bragas. La mujer emitió un gemido doloroso y placentero aun antes de que la penetrara. Le pidió que se apresurara. Que se la metiera enseguida. Que le diera fuerte. Después de que eyaculara de manera violenta, convulsiva, dentro de la mujer, ella se echó a llorar y le pidió que la llevara al hotel.

—¿Pasaste la noche con ella?

—Sí. En la habitación del hotel —mintió él.

La mujer, después de que la acompañara al hotel, pidió que la dejara sola. Se verían en otra ocasión, le prometió. Él sabía que eso no volvería a producirse nunca. No volverían a tener más encuentros como aquel, juntos. Nunca más podrían repetir una escena como aquella del portal. Él se preguntó, de retorno a casa, donde no le esperaba Isbel, porque aún no se conocían, se preguntó qué haría la mujer con aquellas bragas rotas; la pieza de ropa interior que era el testimonio de aquel acto sexual en el portal, de aquella noche en una ciudad desconocida para ella en la que había tenido una fugaz historia de amor con un hombre desconocido, a quien no volvería a ver.

—¿Fue una historia de amor?

—Un encuentro… Algo que no podía volverse a repetir. El amor…, quiero decir, los momentos de amor, sexuales, son irrepetibles. —Emitió una breve carcajada—. No se puede hacer el amor dos veces en un portal, al menos no en el mismo portal y con la misma mujer.

Isbel se dejó caer en el sofá, la cabeza sobre los muslos del hombre.

—¿Te gustaría que hiciéramos el amor?

—¿Ahora?

—Conmigo.

Sonó el teléfono. Isbel, con un movimiento brusco de todo su cuerpo, se puso en pie y se dirigió al supletorio que estaba sobre la mesita de la sala. Contestó al teléfono. Se volvió hacia su marido, que aún permanecía sentado en el sofá, y le dijo:

—Es mi madre.

Él se levantó. Se acercó a su mujer y le acarició levemente los cabellos. Se sonrieron. Él hizo un gesto de despedida con la mano; una leve indicación de que se marchaba y de que volvería pronto. Que le esperara. Ella le vio marcharse con un leve gesto de sorpresa en el rostro.

Arrancó el coche y se dirigió a casa de Nelia. Quería… follar con ella. Sin mayor dilación, sin espera; que le abriera la puerta, quitarle sólo algo de la ropa que llevara, la falda, o únicamente las bragas. Quería hacérselo allí mismo, en el recibidor, nada más le abriera la puerta, sin mediar palabra alguna.

Tocó el timbre y al cabo de unos segundos se escuchó por el interfono la voz de la mujer.

—¿Nelia? Soy yo. Quería… quiero verte.

—¿Verme? No te esperaba. No podía imaginar que fueses tú, no creí que volvieras…

—Ábreme.

—Voy. Espérame. Ahora bajo yo.

Se cortó la comunicación del interfono. Esperó, desconcertado, que Nelia apareciese en el portal. Aún podía marcharse. Dejarlo estar. Abandonar aquella locura. Tocar de nuevo el timbre y decirle a Nelia que se olvide, que no quiere nada. Ha sido una estupidez haber ido hasta allí. Se verán otro día, o quizá nunca. Se llevó la mano al estómago. Un imaginario dolor le atormentaba. Ni siquiera deseaba a Nelia. Isbel aún estaría con su llamada telefónica. Si volviera con ella… le haría el amor. Amar el débil, frágil cuerpo de su mujer. Su belleza difícil de soportar…

Nelia apareció al fondo del portal, por la parte donde estaba la escalera. No había utilizado el ascensor para bajar, nunca lo hacía, y no obstante le sorprendió su aparición de esa manera, al pie de la escalera. Primero vio un cuerpo de mujer. Las piernas desnudas, la orilla de la falda por encima de la rodilla. La curva del vientre, el realce de los pechos… Podía ser una mujer… deseable. Cualquier desconocida que bajaba en ese momento la escalera.

Era Nelia. Reconoció su rostro en la penumbra del portal. Un cuerpo que él conocía, que gozaba, desnudo. Esa mujer que aparecía en aquel portal era su amante. Podía tocarla, abrazarla, meter la mano entre sus piernas, quitarle las bragas… Como ya no se atrevía a hacer con Isbel. Como no se atrevía a hacer con otras.

Podía haber abrazado a su mujer, por detrás, cogiéndola por la cintura, besarla en la nuca, los hombros, levantarle la bata azul pastel y, después de hacer que se reclinara un poco, meterle el pene entre los muslos, introducírselo en la vulva, mientras ella seguía hablando por teléfono.

Nelia entreabrió la puerta del patio.

—¿Qué ha sucedido?

—No debería haber venido…

—Yo no he dicho eso.

—¿Puedo entrar? —pidió él.

—¿A casa?

Empujó la pesada puerta metálica acristalada. Nelia se hizo un poco para atrás y dejó el espacio justo para que él entrara. La luz se apagó.

—La luz —dijo ella—. Voy a darle al interruptor.

Él la cogió de las manos, por las muñecas; la retuvo con violencia.

—Bésame —le pidió, como una orden, con un dejo suplicante en el fondo.

—Aquí no… —emitió ella débilmente, en un ruego desesperado—. Por favor, no. Aquí no. Eso no.

—En la boca, digo que me beses en la boca.

La luz volvió a encenderse y se oyó el sonido del ascensor que se ponía en marcha. Alguien bajaba y no tardaría en estar en el patio.

—¿Qué quieres que hagamos? Dime… ¿Qué hacemos? No sé qué quieres… ¿Sólo quieres que te bese? ¿Es eso?

Él le soltó las muñecas y fue a dar un paso hacia atrás. Ella le echó los brazos al cuello.

—No sé qué es lo que quieres… No sé… —Lloraba—. Nunca he sabido lo que querías de mí.

Lloraba. Gemidos ahogados. Temblorosa. Su rostro descompuesto. El horror dibujado en su rostro.

Él la rodeó con sus brazos. El cuerpo de Nelia temblaba entre los brazos del hombre. Era un cuerpo débil, y pesaba, se iba hundiendo. La abrazaba con fuerza, clavando sus dedos en la carne blanda de los costados de la mujer.

El ascensor se detuvo en la planta baja. Él ocultó el rostro entre la cabeza y el hombro de Nelia. Unos pasos rápidos sonaron a su espalda. La puerta metálica acristalada se abrió y se cerró de nuevo en unos segundos. La luz del patio volvió a apagarse.

—Márchate. Dime de verdad lo que quieres o márchate. —Nelia había dejado de llorar. Ahora le hablaba con dureza, con un deje de angustia en la voz. O con expresión de miedo, puede que de odio. Agresiva. Había recuperado algo de entereza. Su cuerpo se endurecía, adquiría rigidez.

Él dio unos pasos atrás. El cuerpo, el rostro de su amante, apenas se distinguían en la oscuridad. Había belleza en aquel momento; aquella mujer suplicante, estremecida por algún dolor impreciso, que ignoraba los deseos del hombre, no los entendía. Una mujer que temblaba. Nelia, en toda su fealdad femenina. Deseable y repelente.

Abrió la puerta con algún esfuerzo.

—Nelia, Nelia… —dijo, como un adiós.