Tenía que volver a casa. La angustia se le agolpó en la garganta. Ese nudo que a veces le ahogaba. La saliva con sabor a vómito. Trató de escupir. Le dolía la garganta; la tenía seca y rasposa, irritada. La angustia le llegaba desde la boca del estómago en forma de espesa saliva que le costaba escupir. El estómago le dolía.

Isbel estaría esperándole en casa. Tendida en el diván, leyendo un libro, escuchando música. Quizá dejando vagar el pensamiento. ¿Pensaba en él? ¿En su psiquiatra? Puede que en otros hombres. Nunca se habían dicho «¿en qué piensas?». Apenas hablaban ya de ellos mismos, de ella y de él. Se miraban a los ojos y la mirada de ella parecía limpia, alegre, despreocupada. Su propia mirada, por contra, siempre tuvo un punto sombrío, de tristeza. Ella le decía que ese era uno de sus encantos. La sombra de tristeza que reflejaban sus ojos.

«La mirada cansada de contemplar tantos ojos femeninos». Eran sus propias palabras. Lo que él les decía a algunas mujeres. «Tengo la mirada triste de quien no hace más que contemplar a las mujeres».

Ellas eran quienes le devolvían esa tristeza, ese cansancio, de su propia mirada.