«Eres una enferma imaginaria, Isbel».

«Siempre has dicho que todas las enfermedades… o todos los enfermos, son producto de la imaginación, ¿no?».

«Las mujeres… Las enfermas, vuestras enfermedades. Son imaginarias. Las mujeres… sois imaginarias. Tú eres… un poco imaginaria, para mí».

«¿Qué dices? Sabes que no estoy bien, desde lo del aborto. Nunca he estado bien. Soy débil. Tú… nunca te he visto enfermo».

«Quizá tenga alguna enfermedad… imaginaria. Quizá sea un enfermo».

«No hables así. Necesito que me ayudes».

Le llevó la mano a la frente. No parecía tener fiebre. Estaba más bien fría. Su temperatura siempre estaba algo por debajo de lo normal.

Nelia decía de él que tenía una temperatura tibia, constante, en sus manos y en todo su cuerpo.

«Y tú, tu coño, siempre está caliente. Húmedo y caliente».

Ella asentía: «Cuando pienso en ti».

«Estás algo fría, Isbel. Deberías tomar algo, café con leche, o un coñac».

«Creo que sin ti moriría. Si dejaras de cuidarme, de quererme. Si algún día me dejaras… Moriré; sé que moriré joven y no sé si lamentarás mi muerte, si me echarás en falta. Tendrás otras mujeres. No sé si no las tienes ya».

«Siempre hay otras mujeres. Otras mujeres en el mundo. Sí, el mundo está lleno de ellas».

«Mientras no me dejes…».

«¿Le hablas de esto a tu psiquiatra?».

«¿A él?».

«Siempre pensé… A veces he imaginado que tenías algo con él, que era tu amante, o que al menos os acostabais juntos alguna vez».

«Ninguna mujer lo haría con su médico… con su psiquiatra. Ni siquiera tú y yo hacemos ahora mucho el amor. Eso sí que se lo he dicho a él».

«No me digas su respuesta».

«Ya sabes, te lo he dicho otras veces, que no suele hablar mucho. Tú y yo tampoco hablamos mucho ya de amor, del amor. Ni siquiera sé si aún me amas, o si me deseas alguna vez».

«Tampoco yo sé cuál es mi deseo. A veces deseo morir. Cuanto más amo, más lo deseo».

«¿Serías capaz de hacerme ahora el amor?».

«Estás enferma…».

«Podría morir en tus brazos». Sonrió.

Acercó sus labios a los de Isbel. Los tenía fríos pero húmedos. Sintió inquietud ante aquella belleza pálida, serena, mórbida. Le levantó el camisón y comprobó que no llevaba ropa interior. El pubis, de finos cabellos rubios, se movía levemente, elevándose hacia él. Si el sexo se le pusiera en erección podría penetrarla, hacerla feliz, o sufrir, por un momento.

Sin llegar a desvestirse, se puso sobre su mujer.

«¿Quieres que te haga el amor?».

«Ya me lo estás haciendo».