Nunca había tenido deseos de muerte con Isbel. Sólo cuando dormía, alguna vez, creía ver en ella un cadáver. Algunas noches sentía deseos de hacerle el amor mientras ella dormía. Su sueño profundo, pesado, daba consistencia a la fragilidad de su cuerpo. Hubiera podido abrirla de piernas, humedecerle con saliva la entrada del sexo, penetrarla sin que ella llegara a despertarse. Quizá con las convulsiones de la eyaculación la mujer despertaría y su cuerpo se uniría a los espasmos del orgasmo.

¿Había hecho alguna vez algo semejante con alguna mujer?

Hacía años, con una de sus amantes; estaba casada y su marido solía forzarla a copular penetrándola cuando ella ya dormía. El quiso hacerlo con ella de esa manera. Habían hecho el amor y ella se había dormido nada más terminar. Él forzó su mente para lograr de nuevo una erección. La mujer aún tenía el sexo húmedo. Él se ayudó con la mano para introducirle el pene, no demasiado duro. Empezó a moverse dentro del cuerpo de la mujer buscando excitarse y endurecer así el pene. La mujer, su amante, despertó de pronto. Le miró con odio, con desprecio, y le pidió que la dejara estar, que no insistiera; no le gustaba hacerlo de esa manera ni él tenía necesidad de violentarla de ese modo.

«Tú no eres mi marido», le dijo, con un tono de desprecio que era difícil saber a quién iba dirigido, si al marido o al amante.

No volvió a verla más, a pesar de que ella sí que quería que continuaran con su relación de amantes. Se encontraron un día casualmente en un restaurante. Ella iba con un hombre. Su marido o puede que otro amante. Se ignoraron. En algún momento sus miradas se encontraron, se miraron de forma extraña. Se vieron como unos extraños, olvidados, o como si no quisieran aceptar la existencia del otro.

Era lo que quedaba de sus encuentros amorosos. Esas imágenes que a veces le venían a la mente era lo que quedaba de sus amantes. Cadáveres del amor.