Cuando hacían el amor, Nelia nunca contestaba al teléfono. Dejaba sonar el timbre y ni siquiera parecía darse cuenta de la llamada. Él siempre se detenía un momento.

«¿No contestas?».

«¿Qué?, ¿quién llama?».

«¿Quién puede llamarte?, dime».

«No sé; nadie».

Ella le rodeaba el cuello con los brazos y le pedía que la abrazara.

«Abrázame, abrázame fuerte», le decía.

El teléfono podía seguir sonando.

En el ático de Teresa, mientras hacía el amor con ella, había sonado más de una vez el teléfono. Casi siempre era su novio quien la llamaba. Ella sí que contestaba; hablaba con él durante un rato, incluso mantenían largas conversaciones. Se encendía un cigarrillo, desnuda o cubierta apenas con alguna bata, se sentaba en un pequeño taburete junto al supletorio de pared y conversaba con su novio. Los ojos entornados, las piernas juntas.

Él la veía desde el dormitorio; en alguna ocasión se había masturbado contemplándola, sin llegar a eyacular, sin que ella se apercibiese de lo que hacía.

Una vez que ella estaba con una de sus interminables conversaciones telefónicas, se acercó a la mujer, se agachó junto a ella y empezó a acariciarle los muslos. Ella se puso rígida un momento, como siempre que él tomaba la iniciativa con su cuerpo.

Dijo algunas palabras al teléfono, unos monosílabos, al hombre que hablaba con ella, su novio, y fue relajándose. Se abrió de piernas.

Había cerrado los ojos por completo y apenas decía nada al teléfono, algún «sí» susurrado, casi un gemido, mientras él le pasaba la lengua por la entrepierna.

Las dos manos en los muslos, acariciándoselos, apretándoselos con los dedos, clavándoles las uñas por momentos.

Ella gemía levemente, de manera ahogada, sin soltar el teléfono, sin dejar la conversación, que era ya sólo un monólogo del otro hombre.

Llevaba puesta una corta bata de seda china, de color negro, que se había abierto a ambos lados del cuerpo al abrir las piernas. Un cigarrillo se consumía entre los dedos de su mano izquierda.

Levantó uno de sus muslos y puso el talón del pie sobre el taburete. La vulva, húmeda, le quedaba entreabierta, algo elevada del asiento. Se dejaba lamer por el hombre; el vientre le temblaba.

Él llevó una de sus manos por debajo del muslo de la mujer, rodeando la nalga, hasta que con el dedo índice encontró la entrada del orificio del culo. De un breve impulso, le introdujo parte del dedo.

Ella emitió un fuerte gemido. Con la mano izquierda cubrió el aparato telefónico para impedir que el otro hombre oyera algo. Un poco de ceniza del cigarrillo cayó sobre su propio muslo, cerca del rostro masculino. Al fin dijo algo al teléfono, unas simples palabras de despedida, y colgó el aparato.

«Era mi novio», explicó casi en un susurro, al tiempo que con la mano ahora libre apretaba la cabeza del hombre contra su bajo vientre.

El dedo continuaba hundiéndose en el ano.

Ella había levantado más aún la pierna y tenía el pie sobre la espalda de su amante. Él le mordisqueaba los labios de la vulva, le golpeaba con la punta de la lengua en el clítoris, atrapaba con sus labios la extensión del sexo femenino. Acabó por meterle el dedo cuanto pudo, hasta la base del puño.

Ella empezó a convulsionarse, como hacía en sus reiterados orgasmos cuando copulaban. Dijo:

«No, en el culo no; en el culo… no».