El teléfono había sonado dos veces, dos timbrazos, y se había detenido. Esperó a ver si Isbel le avisaba de que tenía una llamada.
Él no había querido descolgar el supletorio que tenía sobre la mesa. Rara vez recibía llamadas en casa; tenía pocas relaciones fuera del trabajo, aparte de sus ocasionales amantes.
Tampoco Isbel utilizaba mucho el teléfono. Hablaba con su madre y algunas veces la llamaba su exmarido, cada vez menos. Ella llamaba también al supermercado para encargar la compra de la semana. Alguna amiga la llamaba en ocasiones. Y hablaba con su psiquiatra; le solía llamar ella. Quizá se tratara de él. Pero tampoco parecía que Isbel hubiera descolgado y estuviese hablando con alguien.
Quien quiera que fuese el que había llamado, y a quien llamara, se había arrepentido a los dos timbrazos y había colgado.
¿Podía ser una señal, un aviso para Isbel? ¿Su psiquiatra? Podía llamarla para que, por alguna razón, no fuera a la sesión del día siguiente, o para concertar con ella alguna otra clase de cita. También podía haber sido Nelia quien había hecho la interrumpida llamada. No creía haberle dado nunca su número de teléfono, pero sí que sabía que ella lo había buscado en la guía telefónica, que incluso sabía ya dónde vivía. Ella le anotó un día su número en un trozo de papel, por si él necesitaba llamarla en algún momento. Aún debía de llevarlo en la cartera. Lo buscó. Allí estaba, junto a las tarjetas de crédito.
Descolgó el teléfono. Daba señal para marcar. Se sabía de memoria el número de teléfono de Teresa, el que tenía cuando vivía en el ático… cuando aún vivía. La había llamado más de una vez para concertar una cita con ella, o para asegurarse de si estaba sola en casa cuando decidía ir a verla sin haberse citado antes.
Marcó los siete números. Los del que había sido el teléfono de su amante muerta, de Teresa. A los tres timbrazos descolgaron.
—¿Sí? —dijo una voz femenina; una voz grave, apagada, muy distinta de la que tenía Teresa en vida—. ¿Sí?, ¿quién llama?
Debía de ser una mujer joven, quizás otra chica que trabajaba en un café. Una mujer que viviría sola en aquel ático; sola, con amantes que la visitaban por las tardes, con los que ni siquiera dormiría.
—¿Sí? —volvió a preguntar la joven.
Se pasó el auricular a la mano izquierda y con la derecha se bajó la cremallera de los pantalones.
Casi inmediatamente, al escuchar la voz femenina, el pene había comenzado a ponérsele en erección.
—¿Quién llama? —insistió ella.
No había impaciencia en la voz, ni siquiera inquietud. Tampoco daba sensación de temor. Sólo parecía interesada en saber quién la llamaba.
Podía oírse levemente la respiración de la mujer. Empezó a masturbarse. Se había reclinado en el respaldo de la butaca, había extendido las piernas y las tenía entreabiertas para facilitar los movimientos de su mano. Suspiró profundamente, evitando que el sonido de su respiración pudiera oírse por el teléfono.
—¿Oiga?, ¿quién es?, ¿quién llama?
Los movimientos de la mano oprimiendo el pene se hicieron más intensos, más rápidos y frecuentes. Cerró los ojos. Dejó escapar un jadeo.
La presencia de la chica, sus palabras, su respiración, la sensación de que estaba cerca de él por la comunicación telefónica, se hicieron más evidentes.
—¿Eres tú, Luis?
Abrió la mano y cesó el contacto con el endurecido pene, que comenzaba a gotear por su abertura.
La voz femenina aún preguntó:
—¿Luis? ¿Eres Luis?
Con la misma mano, pulsó el interruptor del teléfono, cortó la comunicación.
Esperó un segundo a tener de nuevo línea y marcó el número de Nelia. Iría a verla esa tarde.