Nelia se había quedado dormida después de haber hecho el amor. Su respiración era fuerte, algo ruidosa. Él pensó que no podría soportar dormir con ella, no aguantaría pasar una noche juntos. Sudaba mientras dormía. Tenía un sueño excesivamente pesado. Su fealdad aumentaba en algunos momentos.

La mujer apretaba los ojos, como aferrándose al sueño; por contra, tenía los labios entreabiertos, se le movían al respirar y parecía que pronunciaba algunas palabras. Tal vez decía su nombre, el de él. En ese momento se dio cuenta de que ella nunca le llamaba por su nombre, ni siquiera estaba seguro de que lo supiera, no tenía la certeza de cuándo se lo había dicho o de que ella se lo hubiera preguntado. Podía ser su amante anónimo, pensó. Él sí que decía el nombre de la mujer mientras hacían el amor, a toda mujer a la que amaba. Aunque a veces pensaba en otra.

Nelia emitió una especie de gemido placentero, como cuando la penetraba. Quizá soñaba que hacían el amor otra vez. O soñaba con otro hombre.

Él se levantó de la cama. Se puso los calzoncillos y los pantalones. Ella seguía durmiendo profundamente, del todo relajada. La miró y en ese instante le encontró cierta belleza. Muerta quizás estaría bella incluso. Se sonrió cínicamente, con dolor. Algún día le diría a ella lo que había pensado en ese momento. Que muerta quizás estuviese bella. Que había belleza en aquella apariencia mortal del sueño.

Por un momento vio la imagen de la mujer, desnuda, apenas cubierta por la sábana, reflejada en el espejo. ¿Se miraba ella, así desnuda, en aquel espejo? ¿Se encontraría bella? Tampoco podía decir que su cuerpo fuese feo. Tenía el culo bonito, pensó. Quizá se lo había dicho ya a ella. Puede que el primer día que hicieron el amor le dijera algo sobre su culo. Los pechos eran algo blandos, pese a no ser muy grandes. El pubis lo tenía demasiado poblado de vello negro. A él no le gustaban los coños excesivamente peludos, decía siempre. Eso nunca se lo dijo a Nelia.

A Teresa solía decirle que le gustaba su pequeño sexo de labios rosados y siempre húmedos, coronado por el poblado pero muy corto azabache del pubis. Incluso le dijo alguna vez que lo que más le gustaba de ella era su boca, su coño… y, añadió, sus ojos, aunque no estaba seguro de qué color eran.

Nelia hizo un movimiento giratorio sobre la cama; sin abrir los ojos, se llevó la sábana hasta los hombros. Él se quedó quieto mirándola. Contuvo un momento la respiración. No quería que la mujer se despertara.

De ella ahora sólo era visible su rostro. Estaba fea, muy fea. Contraía los músculos del rostro al dormir. Las arrugas que se le hacían junto a la comisura de los labios le daban un aspecto envejecido. Las aletas de la nariz se le hinchaban de manera exagerada con la respiración. Desvió la mirada de aquella imagen.

El mueble que sostenía el espejo estaba lleno de pequeños objetos. Algunas figuras de cerámica; un joyero de madera con la tapadera abierta y que contenía piezas de bisutería; un libro de tapas rojas que quizá fuese de poesía, una foto enmarcada medio oculta por unas piezas de ropa interior dejadas caer en el mueble…

Cogió la foto por el marco y se la acercó a la vista. Sobre un paisaje marino, una playa rocosa tal vez, estaba Nelia con un hombre. Debía de ser un día invernal, o de finales de otoño, porque tanto Nelia como el hombre llevaban ropas de abrigo. Él la cogía por el hombro. Miraban a la cámara y sonreían. Alguien debió de hacerles la foto, algún extraño a quien le pidieron el favor para poder retratarse juntos, a menos que se tratara de una de esas pequeñas máquinas con disparador automático. Parecían felices. Él era un hombre algo más alto que ella, de unos treinta años, de facciones grandes, con un poblado bigote negro y una mirada penetrante y simpática. Su exmarido quizá, si es que lo había tenido. Un novio. O un amor pasajero, el amante de aquel invierno. Ella daba la impresión de que era algunos años más joven que ahora; sin embargo, estaba más fea y menos atractiva. Puede que nunca hubiese sido fotogénica. Sí que parecía mucho más feliz.

Dejó la foto enmarcada sobre el mueble del espejo. En todo el tiempo que llevaba acostándose con Nelia nunca le había llamado la atención aquella foto, ni siquiera se había acercado a aquel mueble para curiosear en los numerosos objetos que se acumulaban en él. Todo aquello era parte de la vida de esa mujer, de su amante, de su vida anterior, de su otra vida. Su vida sexual.

¿Con cuántos hombres se habría acostado, puede que en aquella misma cama, antes que con él? Nunca habían hablado de ello, nunca le había preguntado sobre su vida amorosa… con otros hombres.

Era como si las mujeres que amaba, las mujeres con las que se acostaba, no tuvieran vida… vida amorosa fuera de él. Teresa tenía a su novio; pero tampoco quiso saber nada de los otros hombres que podían haber pasado por la vida de ella. Isbel era divorciada. Había visto en una ocasión, de lejos, a su exmarido, y ella le había hablado alguna vez de él. Poco más. Había habido otras mujeres en su vida, de las que apenas conocía nada de sus relaciones amorosas con otros hombres. Ahora se daba cuenta también de que no guardaba fotografías de casi ninguna.

Con Isbel tenía alguna foto en una playa no muy diferente de aquella donde se había retratado Nelia con su amante invernal. Había sido un verano, el último verano que habían ido de vacaciones, antes de casarse. Era una playa del norte; por la noche refrescaba el tiempo. Casi cada noche hacían el amor. Entonces aún le decía a Isbel que la amaba. Se lo decía mientras eyaculaba en el interior de su cuerpo. Y cuando ella se lo preguntaba; cuando le decía, de manera interrogante, si la quería.

A Nelia también le habría hablado de amor algún hombre, puede que el de la foto. El nunca le decía que la quería. Se lo había dicho a Teresa. Y a muchas otras mujeres, casi siempre cuando estaba entre sus piernas. Con Nelia blasfemaba en el momento de la eyaculación. Y después reía.

«Me desconciertas, me vuelves loca. Dices todas esas obscenidades y después te ríes…».

«El amor y la muerte provocan risa, ¿no lo sabías?».

«No te entiendo».

Ese mismo breve diálogo se repetía en ocasiones tras la cópula amorosa. Después Nelia se quedaba callada. Nelia apenas hablaba, y no lo hacía por temor a molestarle.

«Me gustas en silencio. ¿Lo entiendes?», le había dicho él desde casi el principio.

Prefería que no hablara, sobre todo para no tener que hablar él también. Para evitar tener que hablarle de amor.

«¿Quieres que ponga música?».

«Después. No me gusta tener banda sonora musical mientras hacemos el amor».

«¿El amor?».

Después ni siquiera se acordaban de la música. ¿Qué clase de música le pondría si le dijera que sí? ¿Boleros? ¿Música para follar? Isbel pondría algo de Malher si se le ocurriera decirle que pusiera fondo musical. O quizá le parecería una obscenidad utilizar la música clásica de esa manera. A Teresa le gustaba Barbra Streisand y cantantes de ese estilo. Ponía el disco en la cadena musical, con el dispositivo automático, y todo el tiempo sonaban los mismos temas. Había conocido una mujer a la que le gustaba hacerlo con la televisión en marcha. Las voces de algún telefilme sonaban en el silencio de la habitación y los reflejos lumínicos de la pantalla iluminaban sus cuerpos sobre el sofá de la sala donde hacían el amor. Nelia ni siquiera tenía tocadiscos. Quizás habría conectado la radio si le hubiera pedido que pusiera música.

La mujer entreabrió los ojos. Sus miradas se encontraron en un punto del espejo. Los ojos de la mujer le devolvieron su propia mirada. Había algo de él mismo en aquellos ojos, sus miradas ya eran semejantes.

Se volvió hacia ella y empezó a desabrocharse la bragueta de los pantalones. Dejaría que le «besase» una vez más y se marcharía.