Apenas había podido dormir. Después de desayunar, desde el mismo café llamó por teléfono a la oficina y le dijo a su secretaria que esa mañana no iría o lo haría a última hora, hacia el mediodía. Le pidió otro café, un café solo, a la camarera. Era la chica que había sustituido a Teresa después de que esta se matara.
Tras el primer día en el que hicieron el amor él no había vuelto a ir a aquel café. No quería verla allí. Temía encontrársela con su novio, o con otro hombre. Tampoco iba al café de al lado, el que había sido el suyo habitual hasta el día aquel que entró donde trabajaba Teresa y que le llevaría a convertirla en su amante.
¿O era él el amante de ella? Teresa no entendía el significado de aquel término.
«Somos novios, ¿no?».
«¿Puedes tener dos novios al mismo tiempo?».
«¿Y dos amantes? ¿Cómo puedes tener tú dos amantes? Te gustaría tener un harén, ¿verdad?».
«Me gustaría acostarme con todas las mujeres que me resultan deseables. Pero eso es del todo imposible, ¿sabes por qué?».
Ella esperó la respuesta sin aventurar ninguna por su parte.
«Se rompería la cama».
Teresa no parecía entender nada de lo que él le decía. Casi nunca contestaba a sus preguntas; o las respondía con otra pregunta. «No te entiendo, de verdad que no te entiendo. ¿Qué quieres decir? Explícame».
¿Qué tenía que entender? ¿Qué quería que le explicara aquella mujer? ¿Qué era lo que había entendido la chica que le había chupado el pene por un paquete de cigarrillos la tarde anterior? No le había pedido más explicaciones. Después de todo le había dado dinero suficiente para fumar todo un mes. El precio del amor.
Teresa había pagado con la muerte. Una muerte que él imaginó muchas veces después que ella le dejó. Una muerte que él le deseaba, le predecía. Una muerte que podía haber sido obra suya.
Una vez la esperó a que saliera del café, cuando hacía el turno de noche. Era un día de invierno; ella vestía unos pantalones negros de licra, una especie de mallas, que él le conocía, que él mismo le había quitado en la cama para descubrir sus muslos y su vientre desnudo, casi siempre sin bragas. También vestía una cazadora de cuero, que se abotonó hasta el cuello cuando, tras salir del café, quitó la cadena de la moto y montó en ella. Era una noche húmeda y fría, invernal, desapacible. Con un gesto suyo habitual, Teresa tiró el culo hacia atrás, empinó la barbilla y bajó de la acera con la moto en marcha.
«Ahora soy yo quien no te entiende. ¿Por qué quieres dejarme? ¿Por qué no podemos seguir como estamos?».
«Tú tenías razón. No puedo estar con dos novios al mismo tiempo…».
«Podemos ser amantes».
«No quiero un amante. No sé lo que es eso».
«Alguien capaz de matar por amor».
Algo semejante se habían dicho una semana atrás. Y él había estado imaginando su muerte cada día, casi cada minuto del día, de cada día de aquella semana en que ella decidió «cortar la relación».
Aquella era la noche del viernes, una de las noches que ella trabajaba en el café hasta las dos de la madrugada. Fue levantando el pie del embrague al tiempo que apretaba con el otro pie el acelerador. Con las luces del coche apagadas, tiró tras la moto; la siguió durante toda la avenida. Apenas había circulación a aquellas horas. Se acercó hasta situarse a pocos metros de la motorista. Si aceleraba bruscamente podría atropellarla y darse a la fuga. Ella ni siquiera llegaría a saber que había sido él quien la había matado, a menos que él lo hiciera de modo que pudiera reconocerle antes. La moto puso el intermitente de la izquierda. No era la dirección habitual que ella tomaba para ir a pasar la noche con su novio. Tampoco le conducía aquel camino a su casa. Desistió de continuar la persecución. Deseaba, eso sí, que Teresa no llegara viva a su destino.
La camarera tardaba en ponerle el segundo café que le había pedido, un café solo. Quizá no le había oído. Ahora atendía a otro cliente que había llegado después que él mismo, un hombre de apariencia algo más joven que él. Tampoco podía decir que tenía prisa; no tenía ningún sitio adonde ir. No sabía bien por qué había decidido telefonear a su secretaria y decirle que no iría esa mañana. La camarera, al fin, puso una taza de café ante él, encima de la barra.
Era una chica rubia, de la edad de Teresa o algo más joven. Vestía una minifalda muy estrecha, de un color fucsia claro. Las nalgas, prominentes, tensaban el tejido, licra posiblemente, y hacían que la pieza de ropa se le subiera un poco más por la parte trasera que por delante. La chica se daba leves tirones de vez en cuando tomando el bajo de la falda por detrás y con un movimiento casi mecánico, algo ritual; provocativo, pensó él.
¿Tendría novio, aquella chica? Seguro que sí. Un novio con el que se acostaba cada noche; o puede que cada tarde, hacia las tres, después que ella saliera del café. Teresa lo hacía cada noche con su novio, o eso le dijo cuando él, de manera afirmativa, se lo preguntó.
«Folláis todas las noches, ¿eh?».
«Sí».
Todas las noches dormían juntos, eso sí que era seguro, a pesar de que el presunto novio de Teresa estaba casado, separado de la mujer, y vivía en un chalet en las afueras de la ciudad. Eso era lo que él no podía soportar, lo que empezó a recriminarle al poco tiempo de iniciadas sus relaciones amorosas.
Y sin dejar de decirle que eran amantes, porque era como si ella estuviera también casada y él tenía su mujer.
«Ya no nos acostamos juntos. Quiero decir que duermo con él, pero no hacemos nada… casi nunca», le dijo poco antes de que decidiera que acabaran la relación.
Y él continuaba con su amante, con Nelia. Y, por supuesto, con su mujer. Ni una ni otra sabían nada de la existencia de Teresa.
«En los triángulos amorosos siempre hay alguien que ignora lo que sucede, que no sabe nada del tercero, del otro hombre o de la otra mujer», le decía a Teresa.
«¿Y qué es lo nuestro?, ¿un cuadrilátero, un pentágono? ¿Cuántos somos en este triángulo?».
A veces pensaba que lo mejor sería que Nelia tuviera novio, o que estuviera casada, o que tuviera otro amante. Así él sería también su amante, el tercero de ese triángulo.
Buscó la mirada de la camarera para pedirle que le cobrara los cafés. Ella ya le estaba mirando, de manera desafiante, o puede que sólo indiferente.
—Haré otra llamada telefónica —le dijo a la chica.
Ella se encogió de hombros y conectó de nuevo el contador del teléfono.
Después de todo, había decidido ir a la oficina. Quería llamar a su secretaria para comunicárselo. También llamaría a Nelia para decirle que iría a verla esa tarde.