Era el final del día, de aquel día. No había sido un buen día para él.
Detuvo el coche junto a la acera de una calle desconocida para él, porque sintió un fuerte dolor en el estómago y tuvo miedo. Miedo a morir, a matarse con el coche si perdía el control, si sufría un desvanecimiento o un ataque de pánico; miedo a cometer alguna estupidez.
Levantó la vista y vio ante sí un rótulo luminoso, de color rojo, con las palabras CLUB DIVINAS, aunque la S no acababa de encenderse. «Putas», murmuró. «Un club de putas». La S seguía sin encenderse, pese a los destellos intermitentes de la luz. «Divina… puta».
Faltaba por iluminarse la letra S. La inicial de su nombre. Un club de divinas mujeres disponibles. Podría entrar y acostarse con cualquiera de las que hubiera dentro. Pago anticipado, pactado antes de empezar ella a desnudarse o incluso antes del primer beso.
«¿Cuánto costaba el amor en aquel club?». Se llevó la mano al estómago. Ya no sentía dolor alguno. Bajó la mano hasta alcanzar el bajo vientre. «Me saldrá una úlcera. Me destrozaré el estómago. O acabaré volviéndome loco». Sudaba. Cerró los ojos. «Estoy haciendo el idiota, lo sé», murmuró. «Esto es ridículo».
Cuando volvió a abrir los ojos llevó la mirada hacia la ventanilla con el presentimiento de que alguien estaba junto al vidrio. Oyó débilmente una voz. Bajó el cristal de la ventanilla y el rostro de la mujer que se había acercado al coche apareció enmarcado en el vehículo a pocos centímetros de su propio rostro.
—¿Tienes un cigarrillo?
Era una chica joven. Morena; con el rostro oscuro, quizás algo sucio. Un rostro un poco deformado, hinchado en las mejillas, los ojos ligeramente estrábicos.
—Dame un cigarrillo —insistió la chica, con un ruego algo amenazante.
—No llevo, no fumo.
—¿Qué? —La chica parecía no entender la respuesta del hombre—. Te he pedido un cigarrillo. ¿No quieres darme uno?
—No fumo: te he dicho que no fumo. —Lo pensó un momento y le dijo—: ¿Quieres dinero para comprarte un paquete?
La chica hizo un gesto vago con los hombros; las mejillas parecieron hinchársele aún más. Desvió la mirada hacia algún punto del interior del coche, quizás al asiento vacío que había junto al conductor. Acabó por decir:
—¿Qué tengo que hacerte?
Ahora fue él quien se mostró sorprendido.
—¿Qué? ¿Hacerme…? —Comprendió—. Ven, pasa dentro.
La chica dio la vuelta por detrás del coche y se introdujo en su interior; vestía de negro, un vestido corto que, al sentarse, le dejó los muslos casi por completo desnudos, a ras de la entrepierna, por donde asomó la tela blanca, algo amarillenta, de las bragas.
Él mismo se había bajado la cremallera del pantalón y se había sacado el pene medio erecto. La chica le miró un instante a los ojos; parpadeó de manera nerviosa varias veces seguidas, o hizo un extraño gesto con los ojos, una especie de guiño; los labios le habían temblado ligeramente, quizás en el momento de pronunciar unas palabras casi inaudibles, torpes, ininteligibles. ¿El dinero que le pedía?, ¿o era que le preguntaba cuánto le iba a dar él?
La chica dobló las piernas sobre el asiento; iba sin depilar y algo sucia. Después de coger el miembro masculino con su mano izquierda se lo llevó a la boca.