Dejó caer la mano que sostenía la raqueta y la pelotita de nailon pasó junto a él como un objeto sin destino.
—¡Abandono! —gritó, aunque débilmente. Un pensamiento apenas susurrado, un grito ahogado.
«Abandono». Su compañero de juego no parecía haberle entendido. Hizo un ostensible gesto de extrañeza, no comprendiendo cómo había dejado pasar aquella bola que no presentaba ninguna dificultad de recoger.
—Abandono, lo dejo —insistió, y se dirigió hacia los vestuarios.
En la ducha, bajo el intenso chorro de agua templada, empezó a recuperar las fuerzas que había creído perder por completo durante la partida de tenis. Tensó los músculos y se dejó golpear por las finas, lacerantes, gotas de agua.
«Estoy cansado. Esto empieza a ser agotador, mortal, desesperante». Puso la cabeza bajo el agua. Se mantuvo en esa posición mientras trataba de ordenar sus pensamientos. Tenía que ir a ver a Nelia. Había quedado en que pasaría por su casa y harían el amor. Su vida parecía ahora depender de Nelia. Su vida sexual. Se sonrió.
«No hay otra vida», le había dicho él alguna vez, ni sabía por qué. «No hay más vida que la sexual». Ella no pareció entenderle al principio, o se mostró perpleja ante las palabras del hombre. Luego, los días siguientes, era ella misma quien las repetía y él no acababa de entender el sentido que les daba la mujer.
«La única vida que tenemos es la vida sexual».
«¿Tú y yo?».
«Es lo mismo, ¿no?».
«Sí, nuestra vida es la vida sexual».
Muchas veces habían repetido aquel diálogo, ni recordaba ya quién decía qué. Hasta en eso llegarían a parecerse, como amantes que eran. Repetirían diálogos ya pronunciados. Dirían las mismas palabras, tendrían los mismos pensamientos. Quizá también los mismos deseos.
Y le sucedía con la mujer más fea a la que había amado, la que menos deseable le podía resultar, de la que no podría enamorarse nunca.
El pene se le puso levemente en erección. Nunca había hecho el amor con Nelia bajo la ducha. A Teresa se lo hizo así la segunda vez que hicieron el amor juntos, que podía ser también la última, el primer día.
Ella había querido ducharse antes de volver a hacerlo. Él se metió con ella en la ducha. Con el chorro de agua tibia sobre sus cuerpos, después de que ella se diera la vuelta para que él pudiera enjabonarle la espalda, la tomó por la cintura, hizo que doblara su cuerpo y que le presentara las nalgas en toda su tensa redondez y acercó el pene repentinamente erecto a la abertura de su entrepierna.
«¿Qué haces? ¿Qué vas a hacer?», murmuró ella, entreabriendo un poco las piernas, dejándose hacer por el hombre.
Él la obligó a inclinarse más aún. Con el dedo pulgar de cada mano le entreabrió los labios del sexo y le introdujo de un golpe el miembro viril. Ella emitió un breve gemido y se dejó hacer pasivamente, sin una queja, sin un gemido.
No tardó en eyacular dentro del cuerpo húmedo de aquella joven a la cual pensaba que quizá nunca más volvería a ver, a la que tal vez no «se tirara» nunca más.
Volverse a ver, volver a hacer el amor, suponía iniciar una relación de amantes. Algún pensamiento semejante le sobrevino mientras lo hacía con ella bajo el agua. «Somos amantes. Ella es ahora ya mi amante. Acabaremos de follar y habrá una próxima vez… y otra. Una historia que puede no tener término…». Una eyaculación breve, violenta y en silencio, bajo el chorro de agua de la ducha puso fin a aquel acto.
No repitieron aquello jamás, aunque muchas otras veces se ducharon juntos.
A veces decían: «El día de la ducha…».
El día que le metió mano en el bar; el día de la ducha, el día de la moto por la carretera, el día, la noche, en que ella se mató…
Hizo que el agua de la ducha cayera sobre la base del pene y fue cediendo la erección. Volvió a sentir el cansancio de momentos antes, cuando jugaba al tenis y se vio obligado a abandonar la partida. Tenía que ver a Nelia. Sus sábados por la tarde con Nelia.
Era ella quien decía que dependía de él, que su vida estaba organizada alrededor de él, de sus horarios y de sus deseos. Pero el deseo era de ella, se decía ahora él notando de nuevo el cansancio en todo su cuerpo y una cierta angustia en la boca del estómago. Tendrían que hacer el amor, follar, o quizá se abandonaría en el sofá y dejaría que ella le «besara» el pene hasta hacerle eyacular.
«Abandono», dijo mentalmente. Algún día tendría que abandonar a su fea amante. Quizás el día que encontrara a otra mujer, otra amante, más joven y bella. Una mujer como Teresa, o como otras que habían habido en su vida; ninguna tan fea, ninguna tampoco bella del todo.
«¿No tienes bastante con tu mujer y conmigo?», le había dicho Teresa cuando él le contó que se había acostado con una mujer que había conocido en un bar. «¿Otro bar?», preguntó también.
«Esta no es una camarera. Estaba allí por casualidad. Yo entré al lavabo y…».
«¿Te la tiraste en los lavabos? Porque tú eres capaz, en el lavabo de un bar…».
No le dio más explicaciones ni le volvió a hablar de Nelia. Aquella misma semana Teresa decidió romper la relación con él.
«Vamos a dejarla en suspenso», le dijo ella. «Durante algún tiempo. Hasta que sepa cuáles son mis verdaderos sentimientos. Después…».
«¿Después?».
«Supongo… que volveré contigo».
El triángulo había durado apenas unos días. La semana siguiente murió Teresa. El triángulo. Teresa, Nelia, Isbel… y él mismo estaba definitivamente roto.
Ahora sentía la misma desesperación, el cansancio, que sintió la noche que se encontró con su mujer en la cama después de haber hecho el amor con Teresa y con Nelia en el mismo día. El sentimiento que tuvo cuando dejó caer la mano con la raqueta y dejó pasar la pelota de tenis. «Abandono».
¿Por qué no había abandonado ya a Nelia? ¿Cuándo iba a dejarla? ¿A qué esperaba? ¿Pensaba hacerlo alguna vez?
«Cuando te vas, después de estar conmigo…, me siento abandonada», decía Nelia.
«No te abandono; simplemente, me voy a casa».
Ahora, volvería a verla, en casa de la mujer, otro día más; harían el amor y, luego, «la abandonaría».
Aquello duraba cerca de un año, casi un año hacía también que Teresa había muerto. Teresa muerta, Nelia, Isbel…
«¿Y tú, no tienes bastante conmigo, o con tu novio?», le preguntaba, como respuesta, a Teresa.
«Yo os quiero por igual a ti y a él. Y os soy fiel a los dos», aseguraba ella, y no parecía mentir, a pesar de que él no dejaba de sonreír cínicamente.
«No nos engañas con otro, ¿eh?».
«No. No podría».
Él engañaba a Isbel, si es que ella no sospechaba o no sabía nada de sus historias con otras mujeres. No podía ni imaginar que una mujer le engañara a él, que estuviera con otro hombre sin él saberlo, mintiéndole.
Teresa le había prometido dejar el novio por él. Se mató antes de hacerlo. Quizá fue con él, con el novio, con quien hizo el amor ese día por última vez. La última vez de su vida, el último acto de placer sexual antes de su muerte. El último hombre que la penetró, que gozó de su cuerpo.
De Nelia, de su vida amorosa, no quería saber nada; nunca le había preguntado si tenía algún novio, otro amante, o relaciones con otros hombres.
Isbel ni siquiera hacía ya apenas el amor con él. Se masturbaba, quizá. Tendría sueños eróticos seguramente.
«O un amante». El pensamiento pasó, fugaz, un instante, por su mente. Su mujer podía tener un amante.
Cerró las llaves de la ducha y un último chorro de agua, ahora fría, fue a caer sobre su rostro. Tragó algo de líquido, escupió y salió de la ducha.