Entró a la habitación. Isbel ya estaba durmiendo. Profundamente. Un leve ronquido surgía de su respiración, de su cuerpo que se diría inerte. Su pequeño y frágil cuerpo parecía flotar sobre el lecho. Él había amado ese cuerpo, muchas veces, en muchas ocasiones; le había hecho el amor aquella misma tarde, lo había penetrado, había eyaculado sobre él.

En otros tiempos, cuando ella aún tomaba píldoras anovulatorias, le derramaba el semen en su interior. Después ella deseó tener un hijo; tuvo los dos abortos y no volvió a tomar más anticonceptivos. Desde entonces hacían poco el amor; el semen lo arrojaba fuera, sobre su vientre.

Por esa época, cuando la dejó embarazada, también tenía una amante. Siempre había tenido alguna amante, otra mujer con la que hacer el amor, a quien besar, a quien abrir de piernas y a quien penetrar con su sexo erecto; otra mujer a la que le descubría la ropa interior, y él mismo se la quitaba, la acariciaba como un fetiche.

«¿Te gustan las bragas que llevo?», le preguntó Teresa el último día que hicieron el amor. Ella sabía que le gustaba que le sorprendiera con la ropa interior. O no llevaba bragas o las que se ponía tenían algún encanto, su color, su forma, que a él le resultaba atractivo. En ocasiones la penetraba y llegaba a correrse dentro de ella sin haberle quitado las bragas. Luego se las quitaba ella misma y ya no se las volvía a poner.

Sabía que Teresa solía dormir desnuda. A él siempre le inquietó imaginar que ese cuerpo desnudo permanecía toda la noche junto al de otro hombre, junto a su novio. Un cuerpo dispuesto en todo momento para ser amado, penetrado. Con sólo abrirla de piernas y ponerse entre ellas; o como hacía él a veces, cuando no iba desnuda del todo, separándole la parte de la entrepierna de las bragas y dejando libre la entrada al sexo.

No habían sido muchas las mujeres con las que había dormido, con las que solía pasar una noche entera. Alguna, esporádica, antes de su matrimonio con Isbel. En ocasiones, en algún viaje, dormía con alguna mujer que había conocido fortuitamente, o con alguna prostituta que se prestaba a pasar la noche entera con él, o lo que quedara de noche después de hacerla ir al hotel mediante una llamada telefónica a una agencia de azafatas.

Mujeres a las que amaba por vez primera y sólo esa vez. Por la mañana, volvían a ponerse la ropa interior, quizás unas bragas limpias que llevaban en el bolso, y se despedían de él. Mujeres con las que había pasado una sola noche, a las que había penetrado, en el sexo, en la boca; mujeres con las que él había estado entre sus piernas y que habían recibido su semen, que había desnudado él mismo o lo habían hecho ellas para él, y a las que no volvería a ver nunca jamás. Amantes por unas horas, algunas de ellas con una tarifa pactada de antemano. A una llegó a pedirle, antes de irse del hotel, que le regalara las bragas; ella le dio el diminuto tanga que llevaba por la noche y se puso unas que parecían hechas de una especie de papel transparente. Las bragas de aquella prostituta aún debían de estar en el bolsillo interior de alguna maleta, allí mismo, en la casa.

Se acercó a la cama y se sentó junto a Isbel. La miraba dormir. Ahora respiraba más débilmente, sin apenas emitir sonido alguno. Movió los labios como si fuera a hablar. Entreabrió los ojos.

—¿Estás aquí? —dijo en un susurro.

Volvió a quedarse dormida.