El día que la conoció tampoco llevaba bragas.

Trabajaba de camarera en un bar. Era el bar de al lado de otro donde él acostumbraba a desayunar casi cada día. Esa mañana el suyo de costumbre estaba cerrado, puede que por defunción del dueño, y entró en aquel que desconocía, que apenas se había dado cuenta de que existiera.

La chica estaba detrás del mostrador. Llevaba unos pantaloncitos cortos color rojo y una camiseta ajustada blanca y muy fina que mostraba que no llevaba sostén. Se le ceñía a los pechos y le dejaba ver, atenuada por la tela blanca, la redondez oscura de los pezones.

Ya no puede recordar si se preguntó si tampoco llevaba bragas, quizá ni siquiera podía imaginárselo. Pero no se sorprendió cuando le metió mano por debajo del holgado y corto pantalón y no encontró ningún tejido que le impidiera alcanzar el vello del pubis con la punta de los dedos.

«¿Qué hace?», exclamó la chica al tiempo que miraba hacia la puerta y aferraba la mano del hombre aunque sin forzar para que la sacara de debajo de los pantaloncitos, más bien al contrario, apretándola contra su poblado pubis.

En el café no había ningún otro cliente que aquel hombre, quien no tardaría en ser su amante, y ella había salido de detrás de la barra y se había situado junto a él, en un gesto no demasiado lógico, para recoger unos ceniceros llenos de colillas, cuando sintió que la mano masculina se introducía entre sus ropas.

«Disculpa», dijo él. «Lo siento». De un tirón cesó el furtivo contacto de la mano con la desnuda intimidad femenina.

«Aquí no, ahora no; váyase, váyase ahora; márchese, que viene alguien», le apremió la chica, y volvió apresuradamente tras la barra.

Él dejó unas monedas como pago de su desayuno, que apenas había probado, y salió del café al tiempo que otro hombre, no muy diferente a él en edad y apariencia física, entraba en el local.

Supuso que la chica acabaría su turno a las tres de la tarde. Fue a esperarla. Aguardó su salida dentro del coche. La chica, con sus pantaloneros rojos y, se dijo él, sin bragas debajo, salió del café pocos minutos después de esa hora. Le quitó la cadena de seguridad a una moto que tenía aparcada en la acera, delante mismo del café, la puso en marcha y, después de dirigir al hombre una mirada que él quiso entender como significativa, tiró avenida arriba, sin correr demasiado.

Él la siguió hasta su casa, un pequeño ático de alquiler en el distrito marítimo. No tardaría más que unos minutos en bajarle él mismo aquellos pantaloncitos rojos que sólo cubrían la desnudez del vientre, los rizados, suaves, negros cabellos del pubis, las prietas nalgas, la vulva húmeda…

Ella le dijo que se llamaba Teresa, que tenía un novio del que estaba enamorada y que usaba diu, que podía eyacularle dentro.

Nunca hablaron de aquel incidente en el café, de su atrevido gesto de meterle mano nada más verla y sin haber cruzado con ella más palabras que las necesarias para pedirle un desayuno. Pero muchas veces, en lugares más o menos públicos, bares, restaurantes, el mismo café donde ella trabajaba, él le metía la mano bajo las ropas para tocarle las bragas, si las llevaba, el vello del pubis, los labios de la vulva, incluso para masturbarle el clítoris hasta llegar a hacerla orgasmar.

«A mí no me gusta follar, ¿sabes?; lo hago por amor», le aseguró ella el primer día y se lo repetía en ocasiones.

Nunca le preguntó si con él lo hacía por amor, si se había enamorado de él el primer día en el café, cuando le metió la mano por debajo de los pantaloncitos. Quizá le había visto pasar por delante del café otros días. Pero ¿por qué él? ¿De qué pudo enamorarse Teresa de él? ¿Por qué le querían algunas mujeres? ¿Por qué se acostaban con él? Él no podía jurar que se enamoraba de ellas, aunque sí que solía decírselo, al menos algunas veces, a algunas mujeres. A Nelia nunca se lo había dicho. Y ella aseguraba que él la quería, que tenía la certeza de que la amaba.

¿Era también una ficción el placer de aquellos actos sexuales?

Y él, ¿por qué se acostaba con ellas?, ¿por qué había mantenido durante un tiempo relación con tres mujeres, Teresa, Nelia y su esposa, Isbel, hasta el agotamiento físico, hasta la saciedad, hasta que murió Teresa? Y alguna vez se había masturbado pensando en otra, o hacía el amor con Isbel mientras imaginaba que era a Teresa, o a Nelia, a quien tenía bajo su cuerpo.

La ficción de su amor estaba en aquellos cuerpos que a veces parecían no tener rostro, sin identidad precisa, que eran intercambiables. Mujeres que tenían nombres que muchas veces confundía.

Al principio le costaba pronunciar el nombre de Teresa cuando hacía el amor con ella. Después, se le escapaba ese nombre cuando lo hacía con Nelia. Quizás Isbel se lo había oído decir en algún momento mientras dormía. A veces soñaba con Teresa y murmuraba su nombre en sueños, puede que en voz alta. Isbel le decía que le oía pronunciar palabras inconexas en algunos momentos de su agitado sueño. Nunca le preguntaba por lo que soñaba, ni le decía si eran nombres de mujer lo que pronunciaba mientras dormía.