Isbel se había duchado y había ido a acostarse nada más llegar a casa. Eran poco más de las ocho pero decía estar cansada y deprimida.
Cuando decía que estaba deprimida quería decir que se encontraba agotada, sobrepasada por los acontecimientos del día. Era un síntoma que se le empezó a manifestar después de su primer aborto. Cuando abortó por segunda vez se decidió a ir al psiquiatra. Llevaba más de un año con sus tres sesiones semanales, pero los síntomas continuaban. El cansancio físico, sentirse agobiada por lo que hacía o se suponía que tenía que hacer. Desde entonces, tenía una chica de servicio durante el día. Y desde entonces también apenas hacían juntos el amor. «Nunca podré darte un hijo», le decía en sus momentos de fuerte depresión.
El nunca se lo había pedido. Nunca había pensado en tener hijos con ella, ni con ninguna otra mujer antes. Sí que sintió ese deseo con Teresa, o ella se lo había hecho sentir en algún momento de su relación de amantes.
«Me gustaría tener un hijo contigo», le solía decir Teresa. O también le decía: «Me gustaría que me hicieras un hijo».
Teresa usaba diu y aplazaba ese momento de tener un hijo para cuando tomara la decisión de romper las relaciones con el que entonces era su novio. Él, su amante, le decía que sí, que tendrían ese hijo, que le gustaría hacérselo. Se lo decía de esa manera. Su deseo era hacerle un hijo; hacer el amor con ella, eyacular sin ninguna precaución en el interior de su cuerpo y dejarla embarazada.
«Quizás es que quería tener un hijo tuyo», le dijo Nelia un día que se le había olvidado tomar la píldora anovulatoria y él le eyaculó dentro del sexo.
«Yo no quiero tener un hijo mío», le respondió él, con dureza, casi con violencia, y arrepintiéndose de haberle hecho el amor de esa manera, tirándole el semen dentro, temiendo por ello.
Con Isbel tenía que ir con cuidado. Las raras veces que lo hacían tenía que hacer un esfuerzo final para sacar el pene a tiempo de no eyacular dentro; también era verdad que le causaba placer contemplar, después del coito, el semen bañando el vientre de la mujer.
Así lo habían hecho en el coche, en la autopista; ella se había limpiado, o más bien se había extendido el semen por el vientre, con un pañuelito de papel. No había vuelto a ponerse las bragas y había hecho todo el trayecto de vuelta con las piernas entreabiertas y desplegadas en el asiento. En silencio y sumida en una especie de sopor placentero, en un sueño relajado que aumentaba su belleza.
Él había vuelto a pensar en Teresa.