Sólo si miraba el cuentakilómetros podía tener conciencia de la velocidad a la que conducía. Apenas circulaban coches en ese momento por la autopista; ninguno le había adelantado desde hacía varios kilómetros. Tenía su pie derecho, sobre el acelerador, como muerto. Las manos aferradas al volante y el cuerpo tenso en el asiento. La mirada fija, clavada, en el asfalto, en las líneas que dividían los carriles de la autopista. Circulaba por el carril de la izquierda.
—¿Sabes a qué velocidad vamos?
—No. Y no quiero que me lo digas. Ya sabes que me da miedo.
—Yo tampoco lo sé. Prefiero no mirar el cuentakilómetros. Es más arriesgado. Más imprevisible. Quizá pasamos de los ciento ochenta.
—¿Qué dices?
—Ciento ochenta. Ya te lo he dicho.
—No quiero oírlo, no; no quiero saberlo. Estás loco. Y acabarás volviéndome loca a mí.
A Teresa sí que le gustaba la velocidad. Corría con su moto a todo gas. Enloquecida. Circulaba de noche por las calles desiertas de la ciudad sólo por el placer de correr, de darle gas a la moto, para dejarse llevar por la velocidad de la máquina.
Sólo una vez había subido con ella en su moto; en el asiento de detrás, sus piernas pegadas a los muslos de ella, las manos aferradas a su cintura.
Iban sin destino fijo. Ni siquiera se habían puesto los cascos, ni siquiera ella. Entraron en la autopista que conducía a la playa. Se abrazó aún más a ella, rodeándola con los brazos, apretando el pecho contra su espalda. Fue cediendo el abrazo y le llevó las manos a la entrepierna. La moto dio un tirón y corrió a mayor velocidad.
Teresa vestía unos ajustados pantalones vaqueros con cremallera delantera; él, con los dedos de la mano izquierda, se la fue abriendo. Ella puso un momento el cuerpo en tensión, quizá sorprendida por el inesperado gesto del hombre, su amante, y esto facilitó la maniobra. Le bajó por completo la cremallera y pudo meter la mano entre los muslos de la mujer. No llevaba bragas. Casi nunca iba con bragas, Teresa.
La mujer dio gas a la moto y aumentó aún más la velocidad de la máquina. Él le acariciaba el pubis, los cabellos cortos, rizados y suaves, que sabía de color azabache. Siguieron así durante kilómetros. Él iba acariciándola; rozando con los dedos índice y medio la entrada de la vulva femenina; ella fue pasando de la tensión corporal precisa para controlar la moto, al relajamiento momentáneo por el placer de las caricias. Si llegaba a excitarla hasta el punto que ella perdiera el control de la moto podrían tener un accidente.
Si eso sucedía, encontrarían sus cadáveres abrazados; ella con la bragueta de los vaqueros abierta, él quizá con el sexo erecto aún.
—Para. Para el coche. Creo que voy a vomitar.
Detuvo el coche en el arcén. Isbel abrió la portezuela, pero antes de bajar ya estaba vomitando. Él bajó de su asiento, rodeó el coche por la parte de atrás y se situó junto a su mujer; le tomó la frente con la mano mientras ella sufría las últimas arcadas. La mujer volvió a sentarse, con la puerta del coche abierta y las piernas fuera de este.
Él continuaba con el sexo excitado. Aún permanecía en su mente la imagen de Teresa en la moto, abierta de piernas, y él acariciándole el sexo. «Me gustaría que me la mamara», se dijo.
Isbel levantó un poco la cabeza y dirigió la mirada hacia el hombre, su marido.
¿Pasaba por su mente lo mismo que por la del hombre? ¿Deseaba en ese momento bajarle la bragueta y llevarse el pene a la boca? ¿Cuál era el deseo de aquella mujer? ¿Hacer el amor, allí, en el arcén de la autopista, apenas ocultos por el coche, mientras pasaban cerca de ellos otros vehículos a una velocidad desde la que sería casi imposible apercibirse de lo que sucedía en aquel punto de la carretera aunque pudiera muy bien sospecharse?
Sorprendidos por otros coches con parejas en su interior que se dirigirían, quizás, a un motel para hacer el amor. Parejas de amantes que huían de la ciudad, donde les sería difícil encontrar un lugar en el que amarse sin ser descubiertos. Mujeres y hombres que tendrían otros amores, otras parejas, y que circulaban por aquella autopista sólo para poder tener durante unas pocas horas un encuentro con el sexo, sólo con el sexo. Después, retomarían el camino, apresurados, algo tristes, aunque con los ojos aún húmedos por la felicidad obtenida, lamentando quizás aquella absurda historia que se mantenía únicamente por el placer de esas horas de sexo, esperando el momento de volver a encontrarse, de reanudar aquel acto. La ficción renovada de su amor.
—Volvamos a casa.
—Espera. Hagamos el amor. ¿Quieres?