Durante varios días dejó de ver a su amante. Ella no podía localizarlo. No sabía donde trabajaba y no se atrevería a llamarle a su casa, si es que sabía su teléfono. La recordaba sin deseo alguno. Sentía placer cuando hacían el amor, o cuando ella «le besaba» el pene; pero no se sentía excitado pensando en ella. A veces imaginaba alguna escena erótica con ella, y siempre acababa por representársele en la mente la imagen de otra mujer, alguna con la que nunca se había acostado. O se le imponía el recuerdo de Teresa.
«Si no fuera tan fea…», pensaba, aunque sabía que no era por eso por lo que no la deseaba en su imaginación, o por lo que no quería volver a verla tan a menudo. «Es una amante circunstancial, pasajera, a la que no puedo acostumbrarme», se decía.
Se veían los miércoles y los sábados, habitualmente; tenían unas horas de encuentro y de despedida, y él sabía que llegarían a parecerse incluso físicamente. Eran amantes. Los días que no acudía a la supuesta cita tenía el sentimiento de haber cometido una falta, y de haber perdido también la ocasión de hacer el amor con una mujer, de encontrarse con una amante, con su amante.
Se arriesgaba, asimismo, a perderla. Una mujer encontrada casualmente en un bar, a la que podía no haber conocido nunca; una mujer que se dejaba amar por él, quien hasta hacía poco era un desconocido para ella. Una mujer con el cuerpo disponible para ser gozado.
Nelia, a la que sabía que continuaría viendo, amando, mientras él quisiera. Ella así se lo había dicho: «Siempre que tú quieras…». ¿Cuántas veces había oído esas palabras, o semejantes, en boca de una mujer? «Siempre que tú quieras, mientras me desees, cuando deje de gustarte, hasta que te canses de mí…».
Si no iba a verla un día de los habituales, si no la llamaba, incluso si se veían y él no quería hacer el amor, ella tampoco se lo reprochaba. «Sólo quiero verte cuando tú lo desees, sólo si tú quieres», le repetía Nelia.
Si no la volviese a ver nunca más, si nunca más la amase, ella no sabría cuál era su deseo.