Se detuvo ante el portal donde vivía Nelia. Ella no le esperaba ese día, menos aún a esas horas. O tal vez siempre estaba esperándole. Siempre en aquella actitud de permanente espera, de disponibilidad total, absoluta. En cualquier momento. Cualquier día. Disponible para él.
Cuando iba a verla, le abría la puerta del piso y lo conducía directamente a la habitación, a la cama. Se suponía que iban a hacer el amor, se suponía que él iba allí para eso y ella estaba dispuesta a ello. Eran amantes y se encontraban para hacer el amor.
«Hacer el amor es algo… No sé, más suave, más tranquilo, más tierno. Tú a mí… Tú y yo, ¿qué es lo que hacemos? ¿Follamos? Es lo que tú dices, ¿no?».
Él no decía nada; ya no decía nada parecido. Ni siquiera con su amante hablaba de esa manera. Podía habérselo dicho a su mujer el primer día.
«Hoy he follado con una mujer, con otra mujer… y tú no lo sabes», pensó aquella noche, mientras cenaba con Isbel y ella le explicaba algo que le había sucedido a su madre, a la madre de Isbel.
Ahora estaba ante el portal donde vivía esa mujer. La vio llegar en ese momento. Vestida con una falda más larga de lo habitual en ella, una bolsa de plástico de una tienda de ropa colgando de la mano, el paso ligero.
Cuando llegó a la altura del portal, bajó del coche y fue tras ella, tras Nelia, su amante.
—Me has asustado. No te esperaba. Aunque esta mañana he pensado que quizá te vería, que podrías venir…
—No pensaba hacerlo. Pasaba casualmente por esta calle, he parado el coche y…
Estaban junto a la puerta del ascensor. Ella vivía en el primer piso y casi nunca utilizaba aquel ascensor; solía subir por las escaleras.
«Me gusta andar. Es el único deporte que hago. Eso… y hacer el amor», decía ella. Y reía.
Ahora él la tenía ante el ascensor; abrió la puerta y la empujó dentro de la cabina.
—¿Qué haces? ¿Qué es lo que quieres que hagamos?
Él se bajó la cremallera de los pantalones.
—Bésame.
—¿Quieres que lo haga?
No tuvo que responderle. Ella estaba ya agachándose. Él apretó un botón del mando del ascensor. No era el último. Se encendió una luz. El ascensor tenía memoria. Subiría hasta casi el final y después habría que hacerlo bajar de nuevo. Si mientras tanto se volvía a encender la luz de algún otro botón significaría que algún vecino lo reclamaba.
Nelia había empezado a «besarle» el pene. Tendría que acabar antes de que pudieran descubrirles.
Cerró los ojos. No quería ver aquella mujer en ese momento; no quería verla arrodillada a sus pies, con su pene entre las manos y en la boca. Rechazó la imagen. Tuvo un sentimiento fugaz de repugnancia, de odio también. Una imagen de extrañeza. Como si no fuera él quien estuviera viviendo esa escena.
Deseó una vez más no volver a ver más a esa mujer. Quisiera no volver a verla nunca más, olvidar que la había conocido, borrar su imagen de su vida; quizá le deseaba la muerte. Una amante muerta. Como todas sus amantes, muertas u olvidadas. Igual que todas las mujeres que alguna vez eran amadas por él.
El ascensor se detuvo de nuevo en la planta baja. Nelia hizo un último esfuerzo con su boca. Él comenzó a eyacular con movimientos convulsivos de su bajo vientre dentro de la boca de la mujer.
—Nelia… —murmuró, con un tono de dolor en su voz y a punto de estallar en una carcajada.
—¿Quieres que entremos en casa… en mi casa? —Ella se había sacado el miembro del hombre de la boca y le hablaba aún desde la posición agachada en que se lo había succionado, sujetándolo en la mano.
—No, no es posible.
Tenía el coche mal aparcado y aún no había pasado por la oficina esa mañana. Se metió el pene, que ya recuperaba la flaccidez, en los calzoncillos y se volvió a subir la cremallera de la bragueta.
—No sé si podré volver a verte esta semana. Te llamaré desde la oficina.