Pasó el resto de la tarde de aquel sábado encerrado en el despacho de su casa. Le llegaba el leve rumor de la música que Isbel escuchaba en la sala. Música clásica, Haydn posiblemente. Isbel debía de estar tendida en el diván escuchando aquella música mientras él fingía estar ocupado en el despacho.
«No quieres que te molesten, ¿verdad?», le había preguntado cuando, después de tomar unos montados y una copa de vino, él había dicho que trabajaría un rato. No quería hacer el amor con ella esa tarde, si ella lo pedía o se lo insinuaba. Eso era todo. La dulce y frágil Isbel, que se dejaba amar, que abría las piernas, cerraba los ojos, fingía algunos suspiros, o eso creía él. Y luego le preguntaba a él si le había hecho feliz. Quizá debería decirle que no, que nunca había sido feliz con ella, ni en la cama ni en ningún otro momento de su vida conyugal. Pero tampoco eso debía de ser cierto. Ahora le gustaba verla dormir; se abrazaba a ella, a su cuerpo dormido, y le hubiese gustado llorar en esos momentos, o decirle que la amaba. Ya no le decía nada parecido. Desde que se casaron, o poco tiempo después, que ya no le había dicho que la amaba, que la quería; mucho menos le decía que la deseaba.
Oyó sus pasos acercándose suavemente a la habitación, a aquel despacho donde él hacía como si se encerrase a trabajar y en realidad hacía poco más que pensar en Isbel y en otras mujeres. En su mujer, en Nelia, en Teresa, en las otras que habían sido sus amantes y en las mujeres que deseaba, que quisiera hacer amantes suyas, con las que probablemente nunca se acostaría.
Prestó atención y entonces la música le llegó más definida. Haydn, sí.
Y los pasos de Isbel acercándose. Se detienen ante la puerta. Pero Isbel no entra, no le molesta para nada. Quizá sólo se detiene un momento a escuchar, para tener la certeza de que él está dentro y que todo va bien.
¿Por qué dice «no quieres que te molesten», si están ella y él solos en la casa? Suele hablar de esa manera impersonal, inconcreta, distante.
Isbel, con su cuerpo delicado, algo enfermizo, que quizá nunca haya tenido un orgasmo. «Nunca supe lo que era eso antes de conocerte», le decía cuando hacían el amor.
¿Y ahora, lo sabe? Sus gemidos, las ligeras convulsiones de su bajo vientre, las raras veces que hacían el amor, ¿provenían de su orgasmo?
Le vino al pensamiento Teresa. Su sexo segregaba flujo en abundancia cuando orgasmaba. Era una mujer de orgasmo fácil. La misma facilidad con que se quitaba la ropa, los pantalones vaqueros, el suéter, las bragas; la misma facilidad con la que se echaba desnuda en la cama; se abría de piernas, cerraba los ojos y se excitaba de inmediato. Tan fácil como resultó, también, hacerla su amante.
Puede que Teresa tuviera un orgasmo cuando el accidente, ¿por qué no? Dicen que los ejecutados en la horca tienen un orgasmo en el momento de la estrangulación.
Sintió que el pene se le endurecía. Le sucedía siempre que pensaba en Teresa. Cuando se enteró de su muerte se sintió excitado y se masturbó…
No, eso no era del todo cierto. Pero sí que se había masturbado pensando en ella después de que hubiera muerto; varias veces, aun mucho tiempo después del accidente. El deseo por aquella mujer que ya era un cadáver continuaba en él. Su deseo por Teresa, por su cuerpo, no había cesado nunca, no llegó a morir con ella.
Qué extraño cadáver era Teresa. La única mujer que había amado y estaba muerta, muerta de verdad. Isbel parecía una muerta cuando dormía, y Nelia le había dicho en alguna ocasión que creía morir cuando le hacía el amor.
¿Por qué se miente de esa manera cuando se ama? Nadie se muere haciendo el amor, o no se muere de amor; quizá de un infarto o algo parecido. Se podía contraer el sida, por hacer el amor. Pero ¿morir de amor?; ¿la pequeña muerte? Claro que estaba también el suicidio. No había conocido nunca ninguna mujer que se suicidara por amor, que se matara por un hombre; no por él.
Isbel también decía que no se imaginaba viva sin él, si él moría. Que no podría seguir viviendo tras su muerte. «Toda una vida juntos…», decía, suspiraba.
Era muy posible que su mujer fuera una suicida. Era posible que algún día él llegara a casa y se la encontrara muerta, tendida en el diván, un disco de música clásica sonando en la cadena musical, una caja de somníferos vacía junto al cadáver.
El rumor de pasos volvió a sonar en la sala. La pieza musical de Haydn había terminado. Isbel iría a cambiar el disco. Una mujer, aquella mujer, Isbel, estaba en la habitación de al lado. Su delgado cuerpo cubierto nada más que por una bata de seda, el sexo protegido apenas por unas finas bragas.
Sintió deseos de amar a una mujer. Abrazarla. Estar con ella en la cama. Gozar de su cuerpo. Follársela.
El lunes, en contra de lo habitual, iría a ver a su amante.