Dos días después de esta bárbara y solemne imposición de grillos Matilde se hizo llevar el desayuno a su habitación. Lo tomó en una bandeja que Luc, arrodillado, sostenía con sus dos manos.
No había sin duda pasado la noche en su casa, ya que estaba completamente vestida. Su blusa aprisionaba tan estrechamente su pecho que este, acolchado, estilizado a la manera de los tallos cortados en escuadra de las labiadas, se las campanillas hexagonales del muguete, o de cinco caras de la campánula, presentaba superficies planas donde solían estar las espléndidas cúpulas, y se adelantaba como una explanada. Su blusa empujaba por debajo de su cintura sobre su vientre, la punta de un escudo triangular, de modo que la falda, sujeta con precisión, resaltaba aún mejor y manaba en una zambullida curva a su alrededor, como los surtidores de una fuente que fluyen de las múltiples bocas de las quimeras.
Con el corazón a punto de estallar, Luc desabrocha el rutilante cobre ajustado a la pulpa firme y atrevida del busto, y descubre ovillado en el secreto de su alcoba, disimulado por su máscara de encajes, el doble, tierno y provocante altar al que se ha encomendado. Ayuda a Matilde a desatar los nudos traviesos, tentadores, guardianes indulgentes, que parecen decir: «¡Yo no soy prisionera de mí misma!», a quitar la frágil y deliciosa enagua; a ponerse una bata. Ella se dirige al baño, él la sigue.
Ella se quita la bata, se la entrega. Rechazando los servicios cotidianos de Luc, entra en la bañera. Lo olvida, se abandona, se desliza con una sonrisa en los labios, a la deriva, entre dos aguas, sin golpes, calma y ligera, de sus pensamientos.
Matilde gira la cabeza. Dirige distraídamente hacia su prisionero una mirada de porcelana, blanca y húmeda, muy estática bajo su corona de cejas levantadas, una ingenua y tímidamente alegre mirada de cierva, como enternecida por su propio sueño como si quisiera tomar a Luc por testigo, hacerle una confidencia, como buscando en él un asentimiento, una respuesta.
Ella lo ve humilde y modesto, esperando pacientemente sus órdenes, pero devorado por el deseo. Sale del agua. Sus senos atrevidos, arrogantes, inquietos, gotean. Con cuánto placer cogeríamos con la mano, toda la mano, la gallardía de sus pezones, lo acariciaríamos bajo el mentón para ayudarlos a realizar su espiritual y peligrosa proeza. Ella se adelanta hacia él, lo hace retroceder hasta una pequeña columna de estuco, fantasía de arquitecto, pero que, de pronto, parece haber sido emplazada allí con toda intención. Luc lo ha entendido perfectamente, ante la súbita transformación de sus rasgos, el brusco propósito que ha concebido. Considera inútil oponerse Cruza los brazos por detrás de la columna. Ella se quita el cinturón de la bata y se los ata. Luego, coge el látigo que ahora conserva con frecuencia al alcance de su mano como un cetro activo, oportuno y eficaz. Y, por segunda vez, lo levanta —hoy, gratuitamente, sin razón por mero placer, por la dicha cruel de ejercer su dominio, o quizás ofuscada por un deseo inconveniente— sobre aquel al que ella ha convertido a la vez en su sacerdote y su esclavo.
Lo deja caer para volver a levantarlo rápidamente, haciéndolo planear, revolotear, girar, ¡ave, serpiente y liana!
Luc desborda de un amor desmantelado, ulcerado, de una ternura que salta como un torrente, vapuleada y flagelada.
¡Hete aquí ahora, acorralado por esta postrera explicación tanto tiempo aplazada, que ya no se trata de diferir, que ya no tolera simulación alguna, que ya no soporta huida alguna! Acorralado por eses irresistible diálogo, por esa consternante demostración que te persigue con su agresividad, con su infatigable argumento, tantas veces reiterado, y que te muestra el camino de tu caída, de tu perdición, mientras te conduce allí sin rodeos, con toda seguridad, ¡y la remata!
¡Prodigioso espectáculo al que fuiste invitado a asistir, tomando sin embargo todas las disposiciones necesarias para que no pudieras evitarlo!
¿Estás por fin suficientemente convencido de tu impotencia probada, consolidada, reafirmada, expuesta a la luz del día? ¿Te atreverías a negarla cuando la tienes en tus mismas narices, cuando se te administra la prueba contundente, irrefutable de ella? ¡Compruébalo, confiesa que esta vez ha llegado al colmo!
La has anhelado más o menos conscientemente, te has dejado encaminar hacia ella. Hoy, ya no puedes retroceder, dar marcha atrás es demasiado tarde. Ya no eres tú quien la busca; lo quiere ella. Te quiere enfrentado a ella.
Compareces ante tu juez, un juez intransigente, intratable, que goza de una autoridad indiscutible. Pórtate bien ante él, no protestes, no te subleves contra él. Preséntate sin parpadear a su anatema. Acepta como justas y merecidas sus imprecaciones. Resígnate y persuádete de la excelencia de sus palabras. Deja que su látigo te enlace con su acerba carne, te bese con su salvaje y señorial autoridad.
Acompaña la mano que te azota. Espera a que su furia se digne a amainar.
Lo que experimentas a través de ti mismo, lo que aprendes a conocer en su plenitud, y hasta su más doloroso extremo, es ese inverosímil, pasmoso contraste entre tu virilidad expuesta, adosada a la picota, puesta a disposición del suplicio, tendía en jaque, y esa debilidad dotada del poder más gratuito que, desde lo alto de su desnudez socarrona y segura de su bravata, te arenga y, blandiendo y manipulando lo arbitrario, toma sobre la fuerza un tardío y flagrante desquite.
¡Tú soportas en tu carne horrorizada su terrible y sublime confrontación!
* * *
¡He roto conmigo mismo. Pero mi vida, ya cristalizada, tiene por fin la unidad y la cohesión que jamás había encontrado!
¡Ya no tengo por qué montar una guardia incesante ante mis intereses, servilmente por la conservación de mi en–lo–que–me–concierne, defender su celosa integridad! He desertado de mí, me he vaciado, deshecho, librado de mí. Mi centro de gravedad ya no está en mí. He cambiado de piel.
Y, no obstante, estoy tan lleno como si fuera a desbordarme y apenas si puedo moverme, pues alguien me ha sucedido, se ha instalado en mí.
Seguí paso a paso los progresos de ese fenómeno desacostumbrado; la efracción de mi persona por la de otro, la usurpación de una por la otra, su superposición final. La decapitación de mi persona sobrevive como un bien, un lugar, un territorio devueltos a otra persona, un enclave ocupado por ella. Rehechos, repensados por completo de acuerdo a su gusto.
Le he transferido el poder, cedido los mandos. Mi voluntad se articula ahora en la suya.
En cuanto a mi orgullo, puedo afirmar que ha sido desmochado, aplastado como la cabeza de un clavo.
¡Mantendré firmemente y hasta el fin esta apuesta, llegaré hasta la etapa final en la que se consumarán la denuncia de mí mismo, la renuncia a mí mismo, su abolición!
* * *
¡Confié tanto en el mundo, le di tanto valor, tuve de su ingeniosidad, su fertilidad, sus recursos y sus seres, una sed tan grande, una apetito tan vasto tuve tantas y tan desenfrenadas ganas de su belleza —al punto de querer ser dios para poseerla por entero, reunida como un rebaño, para contemplarla acumulada en su profusión bajo mi mirada, única e innumerables veces otra distinta, disímil y repetida (cada vez sólo con ese minúsculo y frágil pero suficiente y distintivo desfase) bajo la sucesión de las especies y la comunidad de los matices, al punto de querer serlo para despojarla, sin desecarla, de su vivo repertorio, y hacer un balance, un recuento y una suma— que finalmente, acabé siendo ya el que se prosternó ante la vida!
De mi prójimo hice mi dios. Me separé de los hombres para encerrarme mejor, en diálogo con él. No con un Dios caprichoso, alternadamente obsesivo y fugaz, inaprensible, imprevisible, sino con un Dios concreto, hecho como yo de carne y hueso, y que, al no ser un Dios de amor, para mí lo es de sufrimiento.
Un Absoluto que cohabita con la criatura, formando una unidad con ella con una criatura arbitrariamente elegida, agarrado a ella, encarnado en sus rasgos ante mis ojos, mirándome con sus ojos, y que puedo tocar, ¡ah maravilloso equilibrio, adorable amalgama de sangre y espíritu indiscernibles!
¡Un Absoluto riendo a carcajadas, pimpante y campechano, de humor festivo, fútil y locuaz!
¡Próxima, inmediata Divinidad, que es como el resultado, el símbolo y el soporte de la Belleza del Mundo, ya con cuerpo y rostro, ya palpable e íntima!
¡Realidad resumida, regimentada y, sin embargo, más viva que nunca!
* * *
¡Oh Ama, cuánta razón tienes de hacerte una litera con mi deseo y mi sufrimiento! ¿Qué lazo, qué relación puede haber entre tú y yo, puesto que me has prohibido acercarme, como no sea el sufrimiento? ¿Qué otra cosa proveniente de ti podría afectarme?
¿De qué otra manera podría franquear la distancia que me separa de ti?
¿Cómo mostrarte mi gratitud por haber sido admitido a compartir cada día de tu vida y tu presencia, por haber sido introducido en el universo que tus pasos circunscriben, por haberme convertido así en solidario de este universo y haberme iniciado hasta en el más secreto de tus méritos?
¿Cómo podría compensar la misericordia de ese favor y de esa revelación y elevarme en pago de ello hasta ti?
¿Con qué compararía tu belleza, qué pondría al otro lado de la balanza, sino mi sufrimiento?
Lo reclamo como mi parte y mi haber. ¡Sólo el sufrimiento me conviene; me conjuga a ti! ¡Sólo gracias a él puedo aspirar a que repares en mí, a distinguirme ante ti y a expiar por su intensidad la desproporción que me distancia de ti, a igualarme, si es posible, a ti!
¿Acaso no es para mí un modo de saborear tu belleza, de sacarle provecho, el padecer un sufrimiento proveniente de ella, requerida por ella? (¿Y para qué te serviría esa belleza, si no te diera el derecho de distribuir el placer y el dolor?).
No escatimaré mi sufrimiento si eso te complace. Lo prodigaré sin cálculo Quiero que por su calidad y su pureza responda al ejemplo eminente que le propones.
* * *
¿Y qué otra cosa drenará mejor, extirpará mejor mi sufrimiento que el látigo?
¿Es acaso necesaria otra tortura distinta a esta, tan simple y magistral?
¿Hay acaso una tortura más regia que esta tortura en movimiento, flexible y alada?
¡Ligera e implacable!
¡Látigo saludable, sacramental, tú prolongas el brazo de mi Ama que recorre y lacera mi carne, a distancia, sin tocarla! Tu tralla, que se agarra a mí, es como la espina dentada de su voluntad.
¡Oh Matilde! ¡Por poco que ciñas la diadema, la tiara, como una emperatriz antigua, que hileras de perlas, enmarcando tu rostro bajen hasta tu pecho sacerdotal, cubierto de joyas, y lo dividan como maineles, yo me hundiré en tu copa, yo danzaré y giraré como un trompo, como una peonza, bajo el viento de tu látigo!
¡Bajo su verbo prolijo y en su espiral! ¡En su júbilo y en su demencia! ¡Al fin instalado en el centro del sufrimiento, en su fecundo brasero, y al unísono contigo en sus angustias!
HIMNO
¡Es un hecho! ¡Belleza, te apoderaste de mí! ¡Ante ti doblé la rodilla; humildemente, la frente baja, te ofrecí mis muñecas y mis tobillos, y tú les pusiste los grilletes de la esclavitud!
Aquí estoy ante ti, inmóvil bajo el imperio de tu poderío y de tu gracia, ¡librado a ti!
¡Belleza, soy el prisionero de tu mirada! ¡Cuándo se posa en mí, cuando no ve sino al esclavo prosternado, más tembloroso de respeto que nadie lo ha estado jamás!
¡Prisionero de tus senos! ¡Cómo exulta, en su plenitud, tu garganta! Se ha convertido en dueña de mi alma y se ha apoderado de ella para siempre jamás ¡Qué mi alma ferviente y sumisa se complazca en venerarla; que sea consagrada viva a su culto!
¡Oh Belleza! ¡El torniquete constante de los grillos y cadenas con que me cargas a tu antojo, con que me ridiculizas y me oprimes, me ata menos, me somete menos a ti que el solo encanto de tu cuerpo! ¡Y que la armonía de su forma inscrita en mí! Las llamas de tu cabellera suelta, sus ondas que yo desenredo, estrechan mi corazón al igual que los más sabios lazos; y, más que ninguno, el más modesto collar, la más humilde cinta sujetando un tímido bucle de tu peinado, con esa insidiosa dulzura que les es propia, lo retienen en sus lagos.
¡Todo, hasta tus caderas y tu espalda, hizo de mí su obediente siervo, y tus piernas se levantan como las columnas perfectas a las que mi vida permanece atada, como vasallo y rehén de tu cuerpo sagrado!
Pero lo único que no conoceré de ti, Belleza, es la presión de tus dedos gráciles. Solamente ellos saben mantenerme tan atrapado bajo u inmediato poder; se apoderan de mis miembros, los animan a responder a la solapada incitación, a la pérfida solicitación de las cadenas, me entregan para que sacie su apetito, me arrojan como presa de su tacto helado, de su insultante abrazo ¡Ellos son los que, breves y festivos, suprimiéndome los brazos, cruzándomelos en la espalda, modelan mis miembros a su gusto, ligan y atan mis manos con negligencia, como lo harían con un ramo, trenzan con cuero mis muñecas y, atenazando mis tobillos, me ofrecen indefenso a tu tiranía!
¡Qué admirable es un apego irrevocable, un pacto definitivo, una subordinación perfecta y absoluta! ¡Qué admirable es un esclavo totalmente destinado a la entera satisfacción de su amo, despojado de sí, de todo derecho y de toda pretensión sobre sí mismo, anulado, aislado, o más bien injertado en su amo, no subsistiendo más que como parte de él, sufriente, sin acceso al placer, y únicamente cuanto su más dócil instrumento! ¡Qué turbadora y excitante paradoja cuando ese amo es Ama, y que la única fuerza que mantiene al esclavo humilde y dócil bajo su férula de oro es la Belleza!
¡Oh Belleza! ¡Que yo sea menos que el más fútil adorno que te pongas, y permanezca colgado de ti como el medallón de marfil y nácar que pende de tu cuello! ¡Qué mi libertad sea cosa tuya; el juguete de tu placer, mi orgullo abolido, lacerado; y mi cuerpo siervo, un simple peldaño bajo tu piel!
Tú desviaste el deseo que volaba hacia ti, embrujaste su impulso, lo encerraste en el estuche colocado en la vaina precisa de tu voluntad; tú hiciste de ese deseo el dardo acerado, lacerante que me hiere en secreto.
¡Que yo tiemble, Ama mía, cuando oiga tus pasos; que viva en el respeto y el temor del menor susurro, del más leve roce de tus ropas! No necesito tu palabra, ya que los círculos que describe el amplio balanceo de tu vestido constituyen por anticipado y me transmiten tus órdenes, mudas y severas ¿Hay acaso mazmorra más cruel, fortaleza más temible que el estuche precioso de tu blusa, que contiene, a la vez que hace gemir mi libertad, tu palpitante garganta? Según cómo te vistes, parecen dos frutos magníficos y dulces, hinchando su cáscara, dilatados en su tierno recogimiento, como una copa acoplada, prestigiosa, colmada de una inapreciable felicidad; otras veces parecen el doble globo soberano, soberbio bajo el dosel, atributo de tu gloria, y también dos flores, inefables a fuerza de blancura, yaciendo sobre un lecho de seda.
¡Oh Graal prodigioso y reservado, ofrenda ofrecida y prohibida, tentación entregada a la pesadez para mejor infligirle un desmentido, verte no me basta, debo confesártelo!
Tú que te burlas a tu antojo de mí, yo podría, a mi vez, deshacer tu juego, apoderarme de ti y oprimirte en la caza de las palabras. Te cantaré bajo cada uno de tus aspectos, compondré la letanía de tus disfraces; movilizaré el vocabulario para rivalizar contigo en lujo y en talento; obligaré al lenguaje a que te siga a toda costa a través de tus metamorfosis, ¡aun las más imprevisibles!
Dispongo de mucho tiempo; dispongo de toda la duración de mi destierro de mi lúgubre exilio bajo la vigilancia del calabozo; dispongo de toda mi noche, interminable y aprovechable, tensa, iluminada por la fructuosa imagen en la que te he encerrado.
¡Oh Lenguaje! ¡Te enseñaré a da cuenta, sin palabrería, de la realidad, a ser adecuado, a cantarla como conviene! Te enseñaré a adaptarte a sus sinuosidades y contradicciones; a sorprenderla. Te engancharé a la epidermis de la realidad.
¡Te enseñaré a extraer y destacar las dos o tres palabras clave, bien elegidas, que de golpe abren de par en par la puerta que revela la imagen!
¡Oh Realidad, te atacaré de frente, me mediré contigo, te agotaré!
Hoy, separados por una blanca ensenada de carne, cincelados por los pliegues de la tela, parecen entreverse dos conchas finamente labradas, dos cascarones. Mañana, será el estallar de la seda bajo la presión de tus senos, entorno a los cuales los pliegues de la tela girarán, dudarán, vacilarán y se extenderán como rayos.
Otros días, serás alternativamente simple y ligera venda, sin pretensión, bisel incisivo, arista fina al encuentro de dos planos, tallo, prisma deslumbrante recorriendo el busto; playa uniforme, inclinada, explanada majestuosa donde se derrama la luz, luz que precede y anuncia a mi ama espejo oscilante de satén, rutilante como un antiguo pectoral.
O por el contrario, como dos delfines juguetones, alertas, adiestrados fuera del agua, como dos extrañas y lindas carronadas, bruñidas, relucientes provocadoras, apuntando desde los costados de la nave, y para decirlo de una vez, como dos granadas brillantes y lisas, sonriente y cándida amenaza.
¡Pero, sobre todo, te amo dividida entre tu peso y tu impulso, esbelta como la ojiva, proyectada y curvada contra la voluta de la ola, transportada y atada como la gavilla, custodiada como el rico cargamento! ¡Y aún más, si está permitido, modelada, constreñida en tu leve armadura de tela, como una proa atrevida y generosa, como un doble estrave, hundida en mi como una cuña, la carena cargada de dulzura, de esa poderosa, penetrante, obsesiva y milagrosa dulzura que se ha vertido en mí, disolviendo toda fibra, manteniéndome en suspenso, estableciendo en mí su morada!
La forma acampanada de tu falda, ampliándose al sentarte, es como un acuario penumbroso donde, como truchas de vientre blanco, nadan y se desplazan tus muslos y tus piernas. Es como un habitáculo. Como la prisión en la que saboreo el amargo gozo de pertenecerte.
Sus pesados faldones de antaño, pesan sobre mis hombros, me envuelven como la capa de estameña del penitente, como la cortina de silencio y olvido que obstruye mi mirada y extingue mi deseo. A menos que esos pliegues rectos y apretados, como pequeñas columnas, me construyan, al caer sobre mí, un claustro austero y riguroso.
El noble cinturón que ciñe tu talle, hacia el que acuden las redondeces que dan forma a tu falda, que yerguen tu pecho, lo eleva como un orgulloso copón tal es el altivo recinto amurallado hacia el que se abalanza mi libertad, en su premura y su ardor por quedar allí encarcelada.
¡Tus frívolos velos, oh Belleza, son las redes sutiles e indestructibles en las que quedó atrapada mi alma!
… No obstante hay días en que, deponiendo tu cetro, me concedes una tregua, aflojas las ataduras que se crispan en mis muñecas, me permites que permanezca a tu lado, y aceptas como un incienso el homenaje apacible del sufrimiento que me consume y el canto de renuncia de mi casto amor. Días en que algo así como una dignidad nueva, nacida de tu indulgencia, desciende hasta tu esclavo. Tu sonrisa de sultana llueve sobre él, arrodillado, como luz. El vestido de seda púrpura que te recubre te convierte en la más exquisita y adorable amapola. Y sus oleajes, bajo el gracioso voladizo, balcón encantador y deseable de tu garganta, inundan y bañan su alma, lo mecen y lo sumergen en el más dulce éxtasis.
Pero vuelven las horas, ay, en que, abandonando el sueño de descansar la cabeza sobre tus rodillas, tan cerca de la dorada jaula de tu vestido, el prisionero debe volver al lugar que le ha sido destinado y donde nuevamente se ve sometido sin consideración alguna a tu disciplina. ¡Dame la fuerza de no rebelarme jamás! Cuida, oh Belleza, de que tu voluntad, ahora en mí e inflexible, me permita realizar fielmente los más duros trabajos que tu rigor me imponga, de que no haya humillación hacia la que yo no me apresure y corra, si así lo exiges. Reprime cada equivocación y la más mínima reticencia Que tiemble, como ante el anuncio de un castigo, si alguna vez este pecho que tú llevas como un corazón desdoblado, partido en dos, danzante y sobresaltado, cargado de vida, se alce repentinamente presa de una elocuente ira, que un divino terror se apodere de mí al ver el ímpetu de la furia que lo agota, al ver tus senos, esferas y magia y ternura, dejar su altivo reposo y, como proyectiles, tensar su honda de seda, y si alguna vez provocara tu furor adormecido, que se libere, me ataque, se estrelle contra mí.
Asimismo, oh Gata impasible y soberana, esfinge de terciopelo, de blando y opulento buche, si estar sometido a tu yugo, si obedecer a la inflexión de tus riendas me resultara demasiado suave, si me complaciera demasiado la delicia de vivir prosternado a tus pies, ¡castígame por atreverme a recibir de ti —yo, tu siervo— un placer culpable, sacrílego como todo cuanto pretenda desviarse de la inexorable penitencia que me has asignado; castígame, corrige el amor impío que siento por ti y la audacia de las caricias que te prodigo mentalmente! ¡No temas hacerme lamentar el instante de extravío en que te apoderaste de mí, en que me introduje en la jaula filosa de tus deseos, en que pasé a ser como un objeto en el huevo de tu mano, y menos que un guijarro bajo la arrogante espuela de tu tacón!
Ahora rodeas mis manos de una delgada cuerda, muy coqueta, que se balancea como un festón. Su complicidad burlona, su afecto socarrón me unen a ti, me acoplan íntimamente a ti. Me llevas detrás de ti, el corazón palpitante, hacia el calabozo. Me dejas allí. Me abandonas, susurrante, rumorosa de muarés y tafetán, llevándote con paso ligero mi libertad. No me queda sino esperar —los pies descalzos, trabado, encorbatado con un infamante cabestro, mortificado en la penumbra— el capricho de la pequeña llave lacónica, irónica y soberana que, allí donde tú vayas, oculta en el pliegue de tu vestido, me anexa a ti, pequeña llave que, al girar en la cerradura, me liberará para que vaya de nuevo, esta vez juicioso y arrepentido, ¡a someterme a las ataduras y al fango de los que creí poder escapar!
¡Y, por favor, oh Belleza, si padecer los encierros más incómodos, si velar, de pie, a tu cabecera, sin flojear a pesar de la presión y de la contención de los más pesados grillos, en una dolorosa guardia, si las más penosas posiciones bajo el peso de las más brutales ataduras, ofrecido como un holocausto, dispuesto como para el sacrificio, te parecen una expiación demasiado ligera y fácil, si te apetece verme destruido, postrado a tus pies, envilecido, servil y marchito, sometido por completo a tu altivez y a tu desprecio, hundido sin recurso en el corazón del tormento, de rodillas y con mis dos manos prisioneras te presentaré el látigo, sin el cual no hay esclavo que valga, y con él marcarás mi carne hasta grabar en ella su injurioso emblema y hasta que por fin advierta la magnitud de mi esclavitud y la ilimitada fuerza de tu poder sobre mí, y así conozca y proclame tu reino, y grite tu triunfo!
¡Qué tu dulzura me maltrate y fluya sobre mí, que tu gracia me azote!
¡Qué la vara implacable que levantas sobre mí, flexible e imperiosa como tu talle, teja a mi alrededor su móvil y caprichoso lazo, esa prisión cambiante, sarcástica, que nadie puede esquivar, y su cruel cilicio; que su danza lasciva y despótica, su tenso y feroz abrazo me pongan, como jamás lo estuve, a tu merced, que ese azote justiciero —intermediario, íntegro y diligente, por ti escogido— sea el signo resplandeciente de tu libre albedrío!
¡Que yo sepa que tu antojo puede, en el instante elegido, volverme, con un solo gesto, loco de contrición y de arrepentimiento, que puede penetrar y anclar hasta en mi propia sangre, impregnándose de ella!
¡Por favor, oh Diosa, si prefieres mi sacrificio a mi vida dedicada a tu servicio, recibe la ofrenda que te hago; inmola, siendo él mismo único testigo al esclavo jadeante que grita y expía u belleza; abrevia, oh Ídolo, el suplicio de su carne abrasada, inflamada de amor y de ultrajes, termina con su indigno sufrimiento, expandiéndolo como un perfume que celebre tu gloria!
* * *
Luc se acercaba a la meta, pero todavía le faltaba algo para alcanzarlo. Se sentía como un prisionero de guerra domado que ha asumido su estado. Lo que aún le faltaba era comportarse como un niño.
Lina parecía querer poner remedio a este fallo. Aprovechaba las ausencias cada vez más frecuentes y prolongadas de Matilde, o simplemente el que esta se hallara ocupada con sus cosas, para encargarse de Luc y llevarlo, a su modo, a punta de lanza. Pero una tarde en que su criado se le había resistido, lo denunció a su ama común para que fuera castigado de inmediato.
Matilde lo obligó a pedir perdón a la sirvienta, luego, tras atarle detenidamente las muñecas y los tobillos, sin preocuparse por el tulipán invertido, magnífico, de su vestido, lo acostó en sus rodillas. Cogió un pequeño látigo de varias trallas y le hizo sentir sin tardanza los tentáculos del insaciable y voraz instrumento, provocando la sangre y el ebrio dolor de su esclavo, estrechándolo contra el muro de su vestido y de su adorable pecho inclinado sobre él; después, le hizo beber a grandes sorbos el acre y horrible brebaje del sufrimiento y la vergüenza, y le arrancó su supremo y delicioso consentimiento
* * *
Había ocupado el lugar del cielo una ceniza gris pastel, baja per inalcanzable. Debajo, el mundo del hielo se extendía por el parque.
La hierba del césped había desaparecido, cediendo su lugar a una sorprendente y prolífica floración de escarcha, ya campo de cristales profusamente esparcidos, ya corta sabana blanca bajo la luna, inventando nuevas gramíneas.
Así como en una noche había hecho germinar prados bajo la helada blanca, ese paisaje vitrificado poseía su poderosa vegetación compuesta de árboles negros, cuyos troncos y ramas sostenían el festival helado, iluminado a giorno de una admirable arborescencia, tan variada como los follajes y las floraciones múltiples de un vergel parecido tanto a la vertiginosa nieve de un cerezo o de un espino como a los frágiles penachos de los tamarindos, a los follajes exóticos y carboníferos de la hierba llamada cola de caballo, o asimismo a las gigantes umbelíferas, más altas que el hombre, y a los pinos parasol con agujas de hielo; algunos de estos árboles llevaban su generosidad hasta ofrecer a la mirada sorprendida la corona de la ulmaria, esa borla impalpable y embalsamada, ese pompón de incienso, aislado, inclinado sobre la orilla del río, ese rumor pegajoso y azucarado, esa mata, ese enjambre de miel y caricias, suave y licoroso, de la reina de los prados.
Aunque rudimentarios, desmochados, desramados, otros árboles también exhibían alrededor de su tronco una corona de nuevos brotes colgantes, recubiertos por una capa de escarcha. Estos recordaban las matas del muérdago parásito, los tallos de hongos, de sedosas vainas, de frágiles estalagmitas, o los finos candelabros con brazos de cristal.