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Luc aún no había llegado al cabo de su vertiginosa trayectoria, pero en los días que siguieron, quemó etapas. No precisamente para rodar al fondo abyecto de la esclavitud, sino, por el contrario, para izarse a fuerza de lomo y muñeca, hasta sus más altas cumbres, hasta sus cimas invioladas, puras, desiertas, fascinantes.

Y en esta jadeante carrera hacia el extrañísimo lugar que codiciaba hacia la tierra de elección que estaba decidido a alcanzar a toda costa en su aturdida y fanática ascensión, se sentía orgulloso aún de lo excesivo de ese respeto religioso y exaltado que era la parte visible de su amor por Matilde, orgulloso de ese delirio de sumisión y docilidad, orgulloso de su sufrimiento entusiasta, intrépido. Y asimismo, de ese eclipse de sí mismo, de la aniquilación de su voluntad y de sus deseos. Luc sabía perfectamente que Matilde y él irían hasta el fin de su inconfesado pacto y que se acercaba el día en que sería tratado ni más ni menos que como un animal, o quizás que como un objeto que se coge, se coloca, se cambia de lugar y se abandona. Lo querría con alegría si también Matilde lo quisiera.

Ella se había reservado la libertad, de la que hizo su patrimonio exclusivo; hasta tal punto que era un placer verla —cuando te ha tocado en suerte la obediencia y te sometes estrictamente a ella— respirar y vivir en ella, sonsacárselo todo inocentemente, moverse como en una ola, y deleitarse en ella. Matilde había confiscado la libertad de Luc, en sus mismas narices, y utilizaba magníficamente las dos libertades. Y, aunque aparentemente desposeído y abandonado, Luc se sentía impacientemente dichoso de llevar el abuso de su amor hasta la definitiva, irrevocable alienación de su persona.

Era un salto de cabeza al río, un suicidio a la vez irreflexivo y calculado, pero a continuación del cual emergería a la superficie de una vida nueva, en la que se encontraría de pronto asombrado desorientado; una vida claramente limitada, reducida, pero extraña y prodigiosamente fértil.

* * *

Matilde lo había mandado llamar. Estaba recostada en el canapé, envuelta en un traje de noche escotado. Sus senos, con la nariz escondida tras su capuchón, parecían dos frutos vecinos, contiguos, entrevistos en su cáscara entreabierta; o dos galeones de bordas combadas. El escote de su vestido los recubría con la V separada, desgarrada, de su ala de seda. Y en el hueco de esta ala, abierta y desplegada, se abría, como una jarra, un pozo de sombra que se escurría y se insinuaba entre los senos; cáliz inclinado cuando ella se agachaba. Su vestido caía a lo largo de su cuerpo, primero tirante y redondo, luego suelto en pliegues y pétalos, en un fluir de olas arrugadas.

Era extraordinaria la sensación que le producía la proximidad inmediata de ese cuerpo a medias visible, lleno de amenidad, que parecía no obstante, burlarse a ratos socarronamente, pero cuyo acceso se hallaba protegido por una prohibición mágica.

Había también ese pliegue, ese hueco móvil entre las piernas, distante y fatídico, mofándose bajo su virtuosa y lujosa tranquilidad, atrayéndonos irresistiblemente como la pendiente demasiado propicia de un valle, y del que la mirada, como el agua, no podía desviarse.

—Acércate —le dijo—, tengo un regalito para ti. Pero antes —y se levantó, un turbante alrededor de su cintura, arrastrando consigo el velamen y el caparazón de su vestido que, en una avalancha de seda formó como un pedestal a sus pies—, besa ese látigo que será a partir de ahora la varilla mágica que lo obtendrá todo de ti y que aprenderás a venerar como a tu amo vigilante y temible.

Ella le tendió la tralla del látigo. Luc obedeció.

Matilde arrojó el objeto por delante de ella.

—¡Vamos, ve a buscarlo y tráemelo!

Luc estaba por reincorporarse.

—¡No! —exclamó Matilde.

Luc fue a buscar el látigo de rodillas, y luego de recorrer así los diez pasos que lo separaban de ella, se lo entregó.

Su sonrisa, bajando de sus labios, se derramaba por su espalda, por su cuello descubierto, y resplandecía suavemente como una claridad, una luz surgida de la carne misma. Sus senos parecían dos caracoles oníricos, monstruosos, lechosos y delicados, saliendo lánguidamente de su concha.

Tomó de un cofre, que Lina acababa de traerle, dos argollas de hierro. Abrió una, la puso alrededor de la muñeca de Luc y la cerró con una simple presión; las minúsculas lengüetas encontraron sus muescas y se insertaron en ellas con un ruido preciso y mecánico —ese enganche y ese resorte de mandíbulas—. Hizo lo mismo con la segunda argolla luego juntó las dos con una cadenita.

—Muy bien —dijo satisfecha, indicándole la cadenita a Lina—; tú se la quitarás o se la dejarás según lo que tenga que hacer. Toma —agregó confiándole la llave que permitía abrir las argollas—, ¡no vayas a perderla!

A Luc aún le quedaban las piernas, aunque no por mucho tiempo. Lina se encargó de encadenarle los tobillos.

Matilde bajó con el pie la nuca de Luc, inclinado ante ella.

* * *

El timbre del portal de la entrada sonó.

—Ve a abrir, vienen a buscarme —y deslizándose en el armonioso tumulto de su vestido, Matilde salió del salón detrás de Lina. Poco después, Luc oyó arrancar un automóvil.

* * *

Matilde regresó tarde por la noche.

—He tenido que levantar la voz, señora —le informó diligentemente Lina, y la puso al corriente de la mala conducta de su protegido.

—Si es cierto, Lina, sé muy bien lo que debo hacer.

Mandó llamar a Luc, y enganchó sin vacilar una cadena a la que ataba las dos muñecas. Y, cogiéndolo de la cadena, lo arrastró. Así atravesaron la casa, luego siguieron por la escalera que llevaba al sótano. Lina iba detrás, con una lámpara en una mano y el látigo en la otra. Entraron en una celda baja, exigua, sin ninguna abertura, que parecía tallada en la oscuridad. Lina sostuvo la lámpara y la propia Matilde se encargó de instalar al castigado. Suspendió mediante dos cadenas convergentes las argollas de sus manos a otra argolla empotrada en la pared, del que obligó a su prisionero a alejarse todo lo posible hasta que casi quedara sobre las plantas de los pies Completó la operación, fijando en el suelo otra cadena que estiraba hacia atrás la que trataba los tobillos de Luc, y, en consecuencia, servía para mantenerlo a distancia de la pared.

—Buenas noches —le deseó Matilde, y cerró sobre él, como una tumba, la oscuridad densa y espesa de su ergástulo.

¡Encadenado! Su esclavitud había cobrado forma, se había materializado y recibido su consagración. A su ama le había parecido conveniente imponer a su libertad el frío y humillante rigor de las cadenas, introducir en ella su dureza y su limitación, esa brusca detención, esa constante y risible llamado a la orden mientras caminaba. ¡Ofuscante contrapeso, pesadez estéril y obstinada mujer pendiente de su libertad!

Como una intrusa, como un parásito tenaz prendido a su carne, la rigidez de los hierros se inmiscuía, tomaba posición como una barra de hierro, sin miramientos en el juego flexible, inocente y natural de sus piernas, se interponía resueltamente entre ellas, como un tercer miembro entre sus miembros. Y sentía que es rigidez se transmitía a su libertad doblegada, convencida, ganada poco a poco por la obstinación inmutable del metal que pasaba a ella y la solidificaba.

¡Oh cadenas, sois la voluntad fundida, forjables representantes! ¡Mis pasos le son devueltos, helos aquí gobernados por la fuerza; esta es su longitud prescrita, a su gusto, de una vez por todas por este obstáculo que me acompaña, por esta barrera que paseo conmigo, que interrumpe y detiene en seco el movimiento de mis brazos y mis piernas! ¡Mi libertad ya no late ahora más que entre estrechos límites, ha sido reducida y medida como el movimiento de un metrónomo!

¿Y qué decir de mi dolorosa actitud en este calabozo, con los brazos estirados, las manos prisioneras de las tenazas y la inercia de las cadenas? ¿Acaso puedo imaginar posición más incómoda? Impotencia, pertenencia más concretamente significativas, más físicamente obsesivas, de una evidencia más clara, más elocuentemente expresada. Si al menos, a falta de mi cuerpo pudiera aún disponer de mi mente, pero también mi atención se halla prisionera, y me está prohibido desviarla de todo cuanto signifique un sometimiento perfecto, ideal. Sin que le sea preciso estar aquí, ni preocuparse de mí, hasta el fin, hasta el término previsto por ella, y que yo ignoro, mi Ama posee cada segundo de mi pensamiento, cada hálito de mi respiración, cada latido de mi sangre. Al igual que en el vientre oscuro, bajo la asfixiante capa de hollín del hueco donde me han relegado, estoy detenido en la celda de su mirada; y entregado a su voluntad.

¡Ella se fue de aquí hermosa hasta la locura, desesperante de vida dilatada, desbordante de savia opípara y triunfadora, saltarina, soberbia y libre como una altiva yegua y, al mismo tiempo, agobiante de majestad, victoriosa y ataviada como una reina, temblorosa y cargada de galas como una carabela!

¡A mí, simplemente me enterró, me dejó en la dársena; detenido, aparejado, cargado de cadenas!

¡Oh Querida Muñeca de carne y de seda, a pesar de tu altivez y tu crueldad, cuánto me hubiera gustado apretar, arrugar contra mi pecho la dulce yunta divergente, descarada, de tus senos, abriéndome paso a golpes de cabeza, violentando tu pecho! Pero tuviste la precaución de domar por anticipado la fura que me llevaba hacia ti, ya me habías encadenado, de cara a la pared; me la concedías como único interlocutor, me condenabas a ese enfrentamiento, a ese único pensamiento de mi vida reprimida, dependiente, me imponías ese pensamiento hecho piedra a la que fijabas mi mirada y mi espíritu.

Te has ido, arrastrando tras de ti como una huella, el blando remolino, el cortejo feliz y alabador de tus trapos, y ese gripo de la seda. Me dejaste por única compañía, por única presencia —que responde a cada uno de mis movimientos—, el tintineo íntimo, burlón y despótico de mis cadenas.

¡Cadenas que acortáis mi libertad al antojo de mi ama, que la sustituís y le servís de manos, yo formo parte de vosotras! ¡Mi libertad endurecida ha pasado a ser, al igual que vosotras, cable y cabo! ¡Soy cadena!