La carretera de asfalto azul recorre la meseta, corta las llanuras labradas, por donde ha pasado el rodillo, dorada, uniformada extensión bajo la luz. Como una playa. Recodos de la carretea. Vueltas, meandros. La carretera parece un río sin orilla, henchido, deslizándose casi desbordado ente los sembradíos.
Conduce Matilde. Es domingo. Hace buen día, muy buen día. Un nuevo claro, una preciosa brecha en la masa del invierno. Luc va sentado atrás. Ha vuelto a la tierra, ha recobrado su sitio; viaja en automóvil por el campo, pasa junto a sus semejantes al atravesar los pueblos en fiesta, toma su parte de luz, de carretera, y de ese olor vibrante hecho de sol, de alquitrán y gasolina, ese olor lleno de fuerza y de promesas que tonifica, que da hambre de velocidad, de descubrimientos y paisajes. De hecho, lo llevan como si fuera una maleta. La gente que cruza no sabe, está muy lejos de imaginarse que lo tienen a buen recaudo, y que sus tobillos están amarrados. ¡Oh, claro, simplemente lo justo, pero con toda seguridad! Es preciso tener el aplomo, la imaginación, la flema ingenua y desconcertante, la desenvoltura de Matilde para divertirse con eso. Luc está sólo en apariencia mezclado a los vivos, porque en realidad está separado, al margen. El único que lo sabe es el propio Luc.
Corriendo sobre el espacio horizontal de la llanura, sin inferirle injuria alguna, surgidos, al contario, de la tierra circundante, los postes de las líneas de alta tensión alzan por encima de ella, sobre sus piernas metálicas, los travesaños de sus cuerpos desmesurados Desfilan, unidos unos a otros por la cuerda mecida de sus cables, suspendidos como inmensos títeres, por sus brazos separados.
Cerca de una aldea, el automóvil se detiene. Matilde baja, cierra la puerta, se aleja. Envuelta en su vestido de otomán, sin mangas, que se ajusta exactamente a su cintura y se adecúa al torneado de sus caderas, parece un vaso, un ánfora. ¿Adónde va, indiferente al frío, desnudos los brazos, con paso decidido? ¿Qué piensa hacer? Poco importa. Ella lo deja solo, sin preocupación alguna, segura como está de que no se escapará.
* * *
Matilde ya había hecho varios viajes con Lina a la casa de campo que se había comprado. Luc no ha logrado saber dónde está situada. Lo único que sabe es que Lina salió antes que ellos, que ayer tomó el tren, que ya está instalada. Ya que Matilde no se había deshecho de él ya que lo llevaba consigo, habría, sin duda, elegido con cuidado esta casa, y con el fin de alejar toda mirada indiscreta. Hace ya tres horas que viajan. Ya casi es de noche. Un gran muro. Matilde frena. Un portal. Un perro ladra. Matilde hace sonar varias veces la bocina. Alguien viene. La grava de un sendero cruje. Abren el portal, es Lina:
—¿Tuvo un buen viaje, señora? —y echa una mirada al pasajero.
—Sí, Lina, excelente.
El automóvil entra en la propiedad. Frente a ellos, a cincuenta metros, una bonita casa blanca, cuadrada, grande, compuesta de planta baja y un piso. Algunas dependencias. Alrededor del jardín árboles, un parque. El coche se detiene. Matilde baja, indica a Luc que también lo haga. Mientras contempla con satisfacción soñadora esa casa que significa para ella el comienzo de una vida nueva, se apoya un instante en el brazo del muchacho que se encuentra a su lado. Pero en seguida recobra su actitud habitual.
—¡Vamos, adentro! —dije empujándolo, como de costumbre, delante de ella.
* * *
Luc terminaba de ponerle las medias.
—Mis zapatos de ante —ordenó Matilde.
Luc fue a buscarlos y los depositó a sus pies. Matilde llevaba un vestido muy bonito de flores con fondo rojo; el escote se abría en V; sus senos, como sostenidos por dos bufandas, parecían dos peces glotones.
«De perfil», pensaba Luc, «estiran los pliegues de la tela, con fuerza, exactamente como los cables que sostienen un puente».
—Mis guantes, mi bolso, también mi collar.
Luc fue y volvió.
—Quítame estos zapatos, me aprietan; tráeme los negros.
Entró Lina.
—Salgo —le informó Matilde—. Voy a casa de la Sra. Bonnel, a pie. Tú irás a la ciudad a comprarme tela. La misma que ayer. Me hacen falta dos metros. Antes de marcharte, suelta el perro. Regresa antes de las siete.
—Me parece que va a llover, señora…
—Sí, creo que tienes razón. Tráeme el paraguas —ordenó a Luc, pero en seguida, cambiando de parecer: no, el impermeable.
Luc fue a buscárselo.
—Ahora —dijo Matilde—, escúchame bien. Estaré fuera durante varias horas, y esta noche espero visitas…
—¡Póngase firme cuando su ama le habla —intervino Lina—, ya se lo he dicho varias veces!
—A mi regreso —continuó Matilde, quiero que la planta baja esté perfectamente limpia, impecable, ¿comprendes?, impecable; todo debe quedar en orden y reluciente, sin una mota de polvo.
—Sí, Ama —respondió Luc.
* * *
Luc acababa de lavar la cocina cuando oyó que alguien abría y cerraba el portal del jardín. Sin duda era Matilde que regresaba. Cuando llegó al vestíbulo, la llave giraba en la cerradura. Entró Matilde; su cabeza se hallaba cubierta por el capuchón de su impermeable de plástico, que chorreaba. La capa transparente caía recta a su alrededor, sin tocarla, apenas fruncida por anchas y ligeras ondulaciones. Bajo esa tienda pura y límpida que daba a su tocado una frescura, un brillo, una profundidad viva y acuática, Matilde iba erguida, aislada, intacta, como bajo un velo, protegida por una cortina líquida, como debajo de un chorro de agua.
Luc se precipitó a quitarle el impermeable, pero, presa del malhumor que quizás le había provocado el aguacero, o cualquier otro contratiempo, ella lo detuvo con un gesto brutal y le dijo en tono tajante:
—¡Ni siquiera has sacudido este felpudo! ¡Mira qué polvo! ¡Y esos zapatos por ahí! ¡Me parece haberte dicho claramente que esperaba visitas y tú ni siquiera has empezado a arreglar el vestíbulo!
—¡Todavía no he tenido tiempo, a pesar de que hice todo lo posible, se lo aseguro!
—¡Cállate!
—¡En seguida lo haré!
—¡He dicho que te calles! ¡Te prohíbo responderme!
Cogió el látigo que se hallaba en el paragüero.
—¡Quiero que se me obedezca!
Luc ya estaba a sus pies.
—¡Sácate la camisa!
Y sin dale tiempo para desvestirse, Matilde levantó el látigo y le dio cuatro azotes.
* * *
Tu manera de vestir, eres tú. Eres tú tal como te quieres, tal como te eliges. Eres tú, siempre la misma y cada día renovada. Gracias a ella, eres todas las mujeres, una a una, pero sin dejar ni por un instante de ser tú misma. Podría decir que es casi un papel que desempeñas, casi un personaje.
Haces tuyas todas las invenciones de la naturaleza. Todos sus aciertos animales, minerales, vegetales, te conciernen. Concurren todas para destacarse lo más cortésmente posible de su medio natural, con el fin de convertirse en algo tuyo y contribuir a tu belleza.
Y aun cuando prescindas de ellas y no le tomes directamente a la naturaleza sus acabadas creaciones, siempre encuentras la manera, mediante tus adornos y sus inagotables fauna y flora, reproducirla e imitarla, evocando a pesar tuyo, redescubriendo por un camino diferente, imitando todo el lujo de sus variadas facetas, de sus formas y de sus seres.
Todo viene a ti, orgullosa, para colmarte de atenciones. Tu vestido está pensado como una arquitectura edificada alrededor de ti. Como una catedral fundada sobre una base que eres tú, y que te canta y te magnifica.
Tus ropas son como una colección jamás puesta al día de distintas versiones de ti misma. Como una multiplicación viviente de tu hermosura. Las quiero como a todo lo que la honra, la comenta, la realza y afina, como todo lo que tiene trato con ella, y la ciñe. Las envidio por la frecuentación de tus atractivos, por las secretas familiaridades que tienen contigo.
Luc escribía, meditaba con la pluma en la mano. En su vida, dedicada por completo al servicio de Matilde, no le quedaba más que esto: escribir. Sin preocuparse en la más mínimo por saber si había una utilidad en poner sus reflexiones por escrito, en legarlas al papel si, aunque ahora se hallaba encerrado, estaría un día en condiciones de utilizarlas. Era un gesto natural, una obligación —como beber y comer—, una urgencia que se apresuraba a satisfacer y por cuyo sentido no se cuestionaba.
No sólo tus ropas, tu manera de arreglarte te revela y expresa, sino que participan de ti. No se añaden pura y simplemente a ti, como el continente al contenido, aunque ambos sean siempre preciosos el uno para el otro. No se contenta con ello. Al contrario, colaboran activamente contigo. Entre ellas y tú, hay un vaivén creador, un intercambio.
A tu contacto, la tela, polarizada, imantada, contrae inmediatamente el principio de atracción que reside en ti, adquiere tu virtud; se transmuta, para llegar a ser tu carne, tu persona, para llegar a ser lo que eres. Pero, recíprocamente, al mismo tiempo que la incorporas fraudulentamente, pegada a ti, esa tela te ha transformado. Ya no es tu simple superficie, tu apariencia sino tu presencia entera la que ahora vive en ella; o mejor dicho, eres tú quien te has convertido en ella. Tú, ahora, eres esa indumentaria, esas líneas, esos colores, esos dibujos, esa materia, esa textura y ese tacto y todos esos arreglos convincentes, elogiosos, con todas esas galantes y ditirámbicas atenciones con que le complaces. Hasta el momento en que creas preciso dejarla de lado, ya no eres tu desnudez lejana, negada, olvidad; tu propia feminidad está hecha tanto de esa protección de tela como de carne.
Aun con el plástico, ¿quién lo habría pensado?, has tenido tratos desde hace unos años, y no temes en absoluto haberte propasado.
Ya en su época, a propósito de sin embargo tan prosaico impermeable, goma como le llamaba de un modo popular y familiar, Proust escribía de Albertina:
«Veloz e inclinada sobre la rueda mitológica de su bicicleta, ceñida los días de lluvia por la túnica guerrera de goma que abombaba sus senos, con la cabeza envuelta por un turbante y peinada con serpientes, sembraba el terror por las calles de Balbec.
»Nunca había acariciado a la Albertina impermeabilizada de los días de lluvia, y me hubiera gustado pedirle que se quitara aquella armadura».
Ahora bien, la infame y repugnante goma —una vez ajada— que ya mencionamos, se evaporó delante de un sutil y mágico, es cierto, recién llegado. Tan cotidiano y trivial como podía serlo el primero, pero cuánto más sospechoso, cuánto más gracioso y llevable.
Liviano, diáfano o transparente, a veces vaporoso, móvil y reluciente, sólido y flexible. Su superficie lisa se arruga y se tornasola como la del agua, en anchos círculos. Se desplaza y despliega con un ruido sordo y arrollador. Se sustrae al tacto, resbaloso y untuoso como el aceite, lustroso como la piel de un fruto; sin embargo, su contacto tiene la frescura agradable de una epidermis, a la vez que el aterciopelado carnal. Parece una seda que sería transparente, irrompible, elástica y como líquida. Lejos de dañar la coquetería de la mujer, dejando entrever su vestido, sus brazos desnudos en verano, y apretándose amorosamente contra ella, como un molde acomodaticio, cuyos pliegues obedecieran a sus formas sin coartarlas, le añade una seducción suplementaria, le otorga un encanto imprevisto, convirtiendo su protección en un turbador aislamiento.
Bajo esa prenda femenina, a veces con mangas, provisto de un cinturón como un abrigo y recordando la piel incolora, la envoltura vegetal que reviste los tallos de ciertas plantas o tapiza el interior de ciertas vainas, de ciertos frutos, a veces amplia capa, bajo la capucha, nuestras mujeres contemporáneas, ruidosas, envueltas de la cabeza los pies, enfundadas en ese capullo o esa burbuja, pasan junto a nosotros como penitentes veladas, o rápidas ondinas, insensibles al elemento.
Sobre esa pared, ese vidrio de seda, la lluvia resbala, forma perlas como el rocío, salvo que el aguacero se vuelva tromba de agua y transforme la delgada y cristalina concha en un chorreante manto de algas.
Esa gracia inesperada del plástico se debe sin duda a que, contrariamente a los tejidos clásicos en que la intervención humana se hacía demasiado evidente, este no presenta ni punto ni trama, no muestra textura alguna, siempre tan continuo y homogéneo, transparente y móvil como puede serlo una capa de escarcha. También se debe a que, parodiando lo natural hasta el engaño, no revela sin embargo artificio alguno. Sólo el terciopelo y la seda, si podemos permitirnos compararlo con esos nobles, aristocráticos tejidos poseen, porque son uniformes, esa apariencia que nos recuerda la caricia suave de la pelusilla o del polen, el satinado de la flor o de la carne, y, por consiguiente, se hallaban en perfecto acuerdo, en íntima armonía con ella.
Pero con el plástico, ese natural exquisito de la vida es rápidamente olvidado, puesto de lado. Ni animal ni vegetal, materia extraña, ambigua cruda y sin embargo creada por el hombre, inanimada y no obstante imitando lo orgánico, proviene de lo amorfo, de lo inerte, pero para hacer participar esa inercia de la turbación de la carne.
En una época como la nuestra, en que el decorado natural se eclipsa cada día más, se desplaza para dejar lugar a una segunda naturaleza, en que la tierra, la piedra, la madera, el cuero, las fibras tradicionales se distancian de nosotros y desapareen, disimuladas y reemplazadas por el asfalto, el metal y el plástico, que en un universo progresivamente sintético, sirve para todo fundas, toldos, cubetas, delantales, estuches de todo tipo, era inevitable que la mujer lo usara para cubrirse. Y con igual acierto, por supuesto, que cualquier otra cosa. De una sola pieza, o casi, al mismo tiempo que la rodea con una cortina protectora, que la envuelve con una especie de segunda epidermis, en lugar de sustraerla a la mirada tiene el mérito, por el contrario, de dejar que se exhiba por completo, sin ocultar ninguno de sus atractivos. Con la salvedad, no obstante, de ofrecerla a la mirada pero negarla al tacto.
Pero aún no se ha dicho todo de este producto proteiforme. No se queda ahí. Sería por lo demás inexacto e incompleto describir el impermeable en cuestión únicamente bajo su aspecto poético de campana o de peplo, de ligero velo o de fluido drapeado, de pintoresca y delgada binza de cebolla, de piel de muda de serpiente o de envoltorio de celofán con que nuestras conciudadanas se pasean cuidadosamente empaquetadas y embaladas.
Pasando por el lechoso, el dorado, el azulado, el tornasolado, el ambarino, el blanco ahuesado, el ahumado, acaba, desconocido, en el metalizado y en el opaco. De membrana pasa a ser élitro de insecto y caparazón de reflejos dorados. Flexible a veces, como una seda verde, brillante, achispada, puede también plisarse dulcemente sobre un pecho como una blusa fruncida, ceñida en el cuello, cuyos pliegues divergentes bajan en abanico desde el cuello hasta los senos. O bien blanco, fantasmagórico, salvo que sea granulado, petrificante, simplificador y escultural. Pero por lo general es rígido, gris —de ese gris acero que suelen tener los metales y los tubos de las estufas caseras—, verde o azul cielo luminoso y aceitoso, irisado cual escama, barnizado, pulido, reluciente, con toda la apariencia de un metal, de papel de estaño o, mejor aún, de aluminio. Ahora, se trata de una cáscara; en una palabra, de una carrocería. Singular concesión de lo humano al rigor metálico, que, en lugar de ofuscarse por su incongruencia, se complace en ella, adoptándola; sorprendente participación de la inflexibilidad de lo espejeante, de lo aerodinámico, en la vida de la criatura y, lo que es más, de la criatura amable.
Con un sombrero de marino, o con una toquilla del mismo material que su impermeable, ya no es la sílfide, la libélula mojada, la diana evanescente de hace un momento, la que pasa a nuestro lado, sino, montada en su máquina, su scooter torneado y carenado, con los muslos recogidos como los de una langosta, de idéntico color y de un metal semejante al de su coraza, una muy extraña amazona, monocasco, la de un siglo estandarizado, motorizado estilizado y perfilado.