6

Por la ventana abierta, Luc oía hablar a Matilde en el piso de abajo con un interlocutor desconocido. Al cabo de algunos instantes, reconoció, por la voz del visitante que respondía a Matilde, que se trataba de una mujer. ¿Una eventual interesada en comprar la casa? Luc no alcanzaba a comprender el sentido de sus palabras.

Media hora más tarde, las dos mujeres entraban juntas en una habitación vecina a la suya. Oyó que la recién venida respondía: «Sí señora» a una pregunta de Matilde. Se dio cuenta de que estaba por tomar una criada. Su corazón se enfrió, la puerta se abrió:

—Ven —le dijo Matilde.

Lo condujo en presencia de una mujer de unos treinta a treinta y cinco años, morena, bien formada, pero robusta, los ojos castaños de párpados bombeados, los bucles de sus cabellos perfectamente rizados que colgaban como racimos negros, la cara llena y hermosa, aunque ligeramente abotargada. Una placidez leonina, si esto pudiera decirse tratándose de una mujer.

—Te presento a la señora que desde hoy trabajará en esta casa —dijo Matilde volviéndose hacia Luc—. Espero que le obedezcas como a mí misma.

Además de la humillación de verse tratado así delante de un extraño, Luc sintió un odio inmediato hacia esa persona y le lanzó una fría y retadora mirada de desprecio.

—Por lo demás, en el caso de que no lo hiciera, no tendrá más que decírmelo —precisó Matilde dirigiéndose esta vez a la criada, cuya impasibilidad ocultaba admirablemente sus sentimientos.

Luc no perdonaba a esa extranjera por inmiscuirse en el secreto de la casa e introducirse como un testigo molesto entre él y Matilde.

Pero la casa se apoderó de la intrusa, replegó sobre ella su atmósfera insinuante, su antigüedad de dos siglos, y la criada, cuidadosamente escogida por Matilde, no tardó en integrarse. Se adaptó sin dificultad a una curiosa situación, por la que no hizo ningún intento de conocer mejor, adquirió sin esfuerzo el todo adecuado para dirigirse Luc, a quien acostumbró a ver en ella la legitimidad del poder omnipotente, delegado de manera permanente por Matilde. Así, su servidumbre se duplicó.

* * *

Peripecia del imperio de las nubes. Juvenil y sonriente. Ballet fantástico, impertinente. Prado alado, vestido de flores revoloteando en guirnaldas.

Juego cegador y burlón, breves borrascas de nieve alteraban la ciudad.

* * *

Puesto que ahora tenía a una auxiliar, una tarde Matilde tuvo la idea de que podía, sin arriesgar demasiado, llevar hasta el final la prueba de su poder.

Volvía de un espectáculo —una representación de ballet— y lo comentaba con Lina con una fogosidad, una animación y un verbo a los que se mezclaba cierta sobreexcitación completamente desacostumbrada en ella. Transportada de placer, reía y daba muestras de un exceso de alegría, que no dominaba. Luc estaba en el salón. Perplejo, alarmado, sentía crecer los celos y la sospecha. ¿Qué encuentro, en el exterior había podido provocarlos? «En el exterior ¿habrá sido realmente en el exterior? ¿Quién sabe si Lina?…».

Matilde reparó en él, y, sin motivo:

—¿Qué haces aquí? ¿Nada? Entonces, ¿qué esperas para arrodillarte? ¡Quiero verte en esa posición cada vez que te halles en mi presencia!

Luc obedeció.

Admiraba a Matilde en su vestido azul–verdoso, sus brazos felinos enguantados de negro, la torre de satén de su talle, y más arriba en lugar de aquella acostumbrada y temeraria dulzura de aguijón, redondas y rutilantes, dos prominencias dilatando la tela como dos escudos de suavidad.

La voz breve de Matilde lo sacó de su contemplación.

—Tráigame una cuerda, rápido —ordenó a Lina.

Y en cuanto la criada regresó:

—Ven aquí, esclavo mío —dijo, quitándose los guantes.

Luc se levantó. Ella cogió la cuerda que le tendía Lina, hizo que Luc pusiera las manos a la espalda, las tomó y las ató. En el momento de ese contacto, de esa apropiación un estremecimiento recorrió a Luc de la cabeza a los pies.

Matilde le volvió a exigir que se pusiera de rodillas.

—Vamos —le ordenó a Lina—, pero no se aleje.

Se separó de Luc, lentamente, retrocediendo. Una extraña sonrisa, segura, amplia y contenida al mismo tiempo, flotaba en sus labios.

Luc la vio descalzarse, levantarse, llevarse las manos a la espalda desabrocharse el vestido, liberar los brazos. Se lo arremangó y se lo quitó deslizándolo por encima de la cabeza. Su sonrisa se volvió más cruel, sino soberbia, lasciva, tiernamente incitante, despectiva. «¡Mira!», parecía decir, «aquí tienes al despojo de la muñeca, ahora se convierte en mujer y se emancipa, ¡conténtate con ese trapo!». Con un gesto negligente, Matilde tiró su vestido a la cabeza de Luc.

La mujer se mantiene muy erguida. Sus hombros están desnudos Su combinación opaca y transparente a la vez, que borda sobre su pecho una balaustrada calada, sigue los contornos del cuerpo como una cortina de lluvia muy fina, como una bruma azulada. La deja caer a sus pies, la recoge y se la arroja a su prisionero como un harapo.

Y así queda vestida sólo con un sostén cuyas dos semi–esferas, como dos barquillos, contiene sus senos como huevos redondos y blancos perfectamente modelados; con la braga y la finísima trama, arácnida, de las medias.

La corona dorada de sus cabellos, ahora sueltos, cae como una avalancha por sus hombros. Aguarda un momento, deleitándose —todavía con un pequeño matiz, casi imperceptible, de la compasión cómplice y acariciadora de la que aún no había conseguido desprenderse— en su obra, en su víctima que tan bien ha sabido destrozar de deseo, sofocar.

Desnuda su pecho. ¡Y por fin aparecen —coronando la sensible columna del talle, que a Luc no le está permitido rodear con sus brazos—, tan conocidos, espiados, mimados, invisibles hasta entonces pero saliendo de su reclusión, sin que nada pudiera ahora limitar su expansión, los dos frutos en suspenso, imprudentemente colgados en el vacío, la doble arca, el audaz y milagrosos capitel de los senos!

He aquí el trono, regio y atractivo, de las caderas y la pelvis, he aquí el vientre combado como un guijarro y, debajo de la nervadura hendida de la ingle, su boca, como un oráculo mudo, como un enigma. La braga y las medias, que un dedo ha hecho deslizarse a lo largo de la pierna, han volado como un último sarcasmo.

Matilde gira sobre sí misma, se estira, los brazos levantados, las piernas juntas. Son como dos troncos apretados el uno contra el otro, en la más pura fuga vertical, pilares de savia, de dos hayas jóvenes, vivas, alertas, erguidas, pero exentas de toda corteza, desolladas desnudas y sin embargo suscitándola, a la vez que espantándola como una suave herida, una caricia que quisiera rivalizar en agilidad y delicadeza con su lisa y resbalosa fragilidad, pulida como una piedra, en toda su crudeza. Pero rechazan esa caricia cuyo tacto, no obstante, sólo se agotaría para revelarlos mejor a ellos mismos.

Ascienden, haciéndose más carnosos, cobrando amplitud ensanchándose como dos embudos.

Asimismo, de Luc se ríen el globo cortado en dos cojines, fanfarrón que sostienen, el flexible hiato y la cruz de pronunciadas vertientes, impresa como una doble huella que divide los muslos y las nalgas.

Hela aquí desnuda, con esa desnudez integral, de una sola pieza que ya nada eclipsa, recipiente de luz oculto, y surgido de pronto del apagador. ¡Desnuda, pero nada friolera ni timorata; acompañada revestida de la majestad adormecedora y belicosa de su éxito total!

Baila.

Luc olvida hasta qué punto fue humillado. Y también el fracaso de su prematuro impulso, que reventó como un cohete demasiado breve e inútil.

Sigue con la mirada a esta Eva nacida en su presencia, parida en su presencia, extraída de su ganga, aún más hermosa de lo que suponía con ese pecho a la vez levantado y zambulléndose hacia él, esa ternura densa y maliciosa, ese mármol viviente y luminoso bajo la lluvia y las llameantes lenguas de los cabellos, esa blancura sabrosa en la que bebe, arrodillado, encorvado, como bebería de un astro, de una fuente.

Matilde se detiene, se le acerca de puntillas, lo hace levantar. Lo empuja en dirección al cuarto de baño. En el centro de la habitación sobre el embaldosado, coloca una cuba; se mete en ella, y, tras haber desatado las manos de Luc, le indica con el dedo el calentador de agua, la jarra, el jabón y la esponja.

Temblando de emoción y de deseo, Luc se le acerca. Cubre de agua el cuerpo de su ama, oprime la esponja sobre las curvas principescas, esparcidas, sobre la tibieza de su carne hostil; modela su cuerpo, su pecho melodioso, lo pule como un escultor vencido por su obra, ya impotente ante ella.

* * *

Cuando Luc, por tercera vez, se sometió a ese suplicio, su beatitud fue sustituida por una incoercible tentación; el muro de respeto que lo separaba de su ama cedió de golpe. Le dio un beso en el pecho. Pero ni la más brutal, ni la peor ofensa hubiera sobrecogido a Matilde a este punto. Su boca se abrió de sorpresa, tembló de indignación y de ira.

Con un movimiento brusco cogió la cuerda que había utilizado la ante–víspera y que había quedado sobre el taburete donde ella la había puesto y azotó a Luc con furor.

—¡Lina! ¡Lina! —gritó ella.

La criada acudió.

—¡Rápido, átale las manos! ¡Y llévatelo!

Chorreando agua, con el pelo revuelto, retomando el aliento y echando la cabeza hacia atrás, le señalaba la puerta:

—¡Llévatelo al desván! Átalo bien y déjalo encerrado allí. Vamos, arréglatelas. Después, tráeme un látigo, remueve toda la casa si es preciso. Lo utilizaré, si es necesario, para que se quede quieto. ¡Llévatelo, castígalo! ¡No quiero verlo más! ¿Puedo confiar en ti, Lina?

El ama de llaves lo obligó a pasar delante de Matilde. Subieron la escalera. Abrió la puerta del desván y lo llevó junto a una viga cuadrada y vertical, en un rincón casi oscuro. Lo dejó allí, abrió unos baúles cuyas cerraduras rechinaron y regresó con un par de largas correas. Se aseguró de su solidez tirando con fuerza del nudo que retenía las manos de Luc y, para evitar que pudiera desatarse, le ató los pulgares. Luego, le pasó una correa alrededor de la cintura, pasó otra correa por la primera, a la que dejó algo floja, y ató aquella a la viga. Una vez terminada esa sumaria pero sólida operación, se alejó sin pronunciar palabra y cerró la puerta del desván. Luc la oyó bajar la escalera.

Cuando Lina se reunió con su ama, no sólo se encontró con que esta seguía enfurecida, sino que la notó, además, presa de una extraordinaria agitación.

—¡Una breve reclusión! Eso le sentará bien. Podrá meditar sobre su nuevo estado y reflexionar a gusto. Una breve estancia en chirona… En la bodega debe haber un rincón tranquilo que servirá para eso. ¡Tú irás a cerciorarte, Lina…! ¡Y lo llevaré yo misma! ¡Ah, espera, aún no he terminado! ¡Le pondré, además, cadenas, como a un condenado a trabajos forzados!

La mirada exaltada de Matilde perseguía su visión, no la soltaba. Se cruzó con la de la criada.

—¡Por supuesto, Lina, tú piensas que es una idea loca, disparatada! —exclamó ante la sorpresa y la incredulidad que había leído en aquellos ojos—. ¿Y qué? ¡Aunque así lo fuera, me importa un comino!

—¿Cree usted que es realmente necesario, señora? —preguntó Lina.

—Lo es, del todo. Quiero que sea real, efectivamente mi esclavo. Esta es una palabra que se emplea para todo, de cualquier manera ¡Pues bien, yo voy a tomarla al pie de la letra! ¡Mal que le pese! ¡Haré de él un verdadero esclavo, un auténtico esclavo, comprendes, como antaño, como ya no existen! Y quiero que esto no deje lugar a dudas, que quede claro de una vez por todas, ¡qué salte a la vista! Voy a castigarlo por su audacia y a sacarle las ganas de volver a intentarlo. ¡Quiero poder dejar las puertas abiertas e irme con la seguridad de que ni se le ocurrirá escapar!

»¿Por qué no hacerlo, si lo quiero? ¿Quién me lo impedirá? Antes de que nos vayamos de aquí, deberás hacerte con todo lo que sea necesario. ¿Dónde? Pregunta en todas las tiendas de antigüedades, y si es preciso en las tiendas de accesorios. Ve, Lina, te recompensaré».

Se quitó un anillo de su dedo y se lo dio.

Lina se preguntaba si no estaba soñando, pero no podía evitar sentirse encantada y seducida por esa casi increíble aventura a la que se prestaba alegre y despreocupadamente.

* * *

Luc está atado con cintas y correas. Le ha privado de sus brazos, se los han quitado, confiscado. Imposible sentarse, o recostarse. De pie, apoyado contra el pilar, del que no puede apartarse, pues la cuerda, concienzuda y fiel, lo obliga siempre a volver a él.

Afuera, demasiado lejos, empieza a nevar.

Se observa. La clavija agujerando la correa espesa, el pasador de cuero, todo está en su sitio. Se ve como un baúl.

Poco a poco, no es a él a quien ve en la oscuridad que ha llenado el desván como una cisterna vacía y ahora la tapiza enteramente de arriba abajo. Sino a la que lo puso allí, abandonándolo. Desenvuelta. Frente a él:

¡Pavonéate, soberbia paloma! ¡Regocíjate de tu deslumbrante desnudez, de tus divinas formas! ¡Qué tu corazón desborde de alegría, que tu pecho acorazado de gracia no se sacie de desdén! ¡Contempla, oh Señora, a tu esclavo deshecho, aniquilado, ante la gracia insostenible que lo ha subrayado y paralizado, y cuya dulzona y mística garra se ha apoderado de él! ¡Oh irreprochable Déspota, insoportable Perfección, contempla tu tributo, tu botín: míralo rendido sin remedio a tu poder, de rodillas, clavado ante ti, encadenado —sometido y vibrante— a ti! ¡Está enclaustrado en el puro límite de tus formas, encerrado, enclavado en sus vivos contornos! ¡Qué se regocije a su vez, y tanto como tú, de tu alegría de ser y de ser tal como eres que ame como su propia riqueza lo envidiable, bendita carga de tu belleza, que se enorgullezca de ella y sienta por ella aún más celos que tú misma; que llegue a ser cómplice de tu placer, que beba las salpicaduras, ávidamente recogidas de tu bienestar, que ría al verse tan bien, tan firmemente cogido en tu trampa, sin escapatoria alguna, y se deleite contigo de tenerlo prisionero!

—Sí, Matilde, te serviré con el mayor esmero, ¡quiero ser tu esclavo! ¡Estoy decidido a serlo! Para ello, acumularé, someteré toda la energía de mi alma. Subiré y bajaré, responderé y reaccionaré al menor de tus movimientos, como un ludión.

* * *

La nieve caía oblicuamente, bajaba con un movimiento rápido y continuo como una cinta mecánica y, en su desenfrenada caída en torbellino, cortaba de lado a lado el espacio libre del cruce, lo barría, lo cogía como una bufanda con un gran aletazo. Emanación del cielo y de la noche, enjambre cósmico, deriva de estrellas, lluvia de flores haciendo piruetas, dando volteretas y formando cascadas, llevadas por el viento, vía láctea de pronto cercana, de pronto terrestre revolcándose como un torrente, se precipitaba espesa y activamente el maná de su maravillosa simiente. Pero esta voluntad alerta y multiplicada desaparecía, se desvanecía repentinamente, como alcanzada por el aniquilamiento, como captada por algún artero y siniestro espejo. Las ruedas estrelladas de los copos que cruzaban el cielo venían estúpidamente a aplastarse y volatilizarse, su floración danzarina se oscurecía y licuaba sobre el mosaico gris y reluciente que componía el pavimento de granito de la calzada, o sobre el asfalto espejeante y negro.

Por el contrario, en el parque, muy cerca de allí, se apelotonaba, recién llegada, entre las hierbas, y allí quedaba amontonada, formando nidos de cristal.

* * *

Pesadez del cielo cargado y de la nieve espesa sobre los techos de las casas, sobre los hombros. Cielo escarpado, tamizado expandiéndose ciegamente por la ciudad, sin preocuparse de ella, con una monstruosa desaprensión.

Silenciosamente, las nubes, bajas y cargadas, cubrieron la ciudad. En la atmósfera fría, hecha de millares de puntos picantes, viva y disolvente como un ácido, se establecieron sinuosamente, echaron el ancla. Y ahora, descargan su anquilosis, liberan profusa abundantemente sus entrañas, la carga completa de su blanco sueño.

Cerco. Estado de sitio. El cielo ocupa la ciudad, las calles y los lugares que los peatones atraviesan en todos los sentidos, donde los automóviles desplazándose lentamente ya no disponen más que de estrechos pasos.

Presencia extranjera, insistente, insinuante. El tiempo inmenso e invisible se ha vuelto copo. Y se arroja a los ojos.

El cielo echa su lastre, sin interrupción. Como un arenero gigante, se vacía sin fin.