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La vida en la casa retomó su ritmo habitual. Matilde parecía haber olvidado la promesa que Luc le había hecho, o al menos no la mencionaba. Sólo utilizaba su sonrisa sincera, exenta de toda coquetería, la sonrisa inmóvil, indescifrable de sus ojos mediante la que daba la impresión de querer entregarse, ofrendar su peculiar gracia y su pensamiento, lo cual tenía el efecto de absorber y aniquilar la voluntad de Luc.

Un observador circunstancial hubiera podido creer que uno y otro estaban ligados por un amor compartido y por una profundísima intimidad. Solamente cuando la autoridad de Matilde, generalmente en actividad, aunque tácita, volvía a ser cuestionada, y en consecuencia obligada a manifestarse, solamente entonces se habría dado cuenta de que un decreto insólito y secreto regía sin duda alguna sus relaciones. Sus ojos se agrandaban, el agua de su lago calmo y claro se hacía aún más profunda y límpida; parecían u espejo irónico, inalcanzable; o bien, se oscurecían y se convertían en dos florecillas azules, alegres y danzarinas; a menos que una brusca determinación los endureciera y transformara, al contario, en dos piedras de un brillo más mate, más opaco, más sombrío, donde se concentraba todo su azul. Luc se sentía prisionero de esa sonrisa desde ya vencedora, perentoria, sin límite, que se detenía en él para recordarle la perennidad de su promesa, dejándole su marca como lo hubiera hecho un sello. Entonces, los términos en que había formulado aquella promesa, las rememoradas palabras pronunciadas aquel día, se movían en su interior, escarbaban mordiéndole, ajustaban su sentido como un tornillo.

Su voluntad yacía, encenagada. O si llegaba a revelarse, era para anticiparse a los deseos de Matilde, arrastrada por una corriente irresistible, generosa, por una fogosidad juvenil, desesperadamente entusiasta. Amaba el envidiable nudo de domesticidad que lo ataba sólidamente a ella, sus desconcertantes, desalentadores méritos. Ese nudo que le daba el derecho de vivir en su órbita y conforme a su ritmo.

Luc se dejaba ir en esa dirección como un barco que por fin ha encontrado su timonel.

* * *

El impúdico sol de noviembre iluminaba la casa. Había aparecido de pronto, abriendo un nuevo, breve, efímero verano en el corazón del invierno. El aire vagaba, alado, más tibio aunque sin llegar a calentar demasiado. Un viento suave pero de largo alcance recorría la ciudad la impulsaba. Salía de su repliegue interior, abría de par en par las persianas a la brisa. El cielo la dilataba, la unía de nuevo a la tierra que la rodeaba, transmitiéndole su soplo alerta. El viento mostraba y removía el sol, lo hacía circular como una espuma y una sangre de luz. La ciudad palpitaba, derivaba con las nubes rápidas, se reunía con el mar cercano cuyo oleaje la devolvía.

Oleajes de sol. Volutas de sol. Clama dorada y plena como un fruto.

* * *

Algunos días después, Luc estaba por salir y ya se dirigía hacia la puerta de la planta baja, cuando oyó el golpeteo sonoro de los tacones de Matilde que bajaba precipitadamente la escalera detrás de él. La esperó.

—¿Adónde va? —le preguntó ella tomándole del brazo, una vez que estuvo a su lado.

—Tengo que arreglar algunas cosas y debo pasar también a ver a mi casera…

—No quiero que usted salga ni haga nada sin mi permiso.

—Pero, Matilde…

—¡Cállese!

Sus ojos echaban chispas, brillaban con un resplandor vehemente; su pecho se había arqueado, alzado; se habría dicho que toda la dulzura que ocultaba se condensaba, se solidificaba repentinamente ante ella, como una barra.

—¡Su curso no comenzará hasta diciembre, usted mismo me lo dijo el otro día! En cuanto a la propietaria y lo que haya usted podido dejar en su casa, yo me ocuparé, me encargaré de todo.

Cerró la puerta desde el interior y guardó la llave.

Era como si una trampa se hubiera cerrado. Por fuerza, estaba embarcado en la aventura, ¡y qué aventura! Los últimos puentes habían sido levantados. La derrota se había consumado. La orilla de la vida trivial se alejaba. La cas dejaba la tierra firme, distanciándose como un navío; huía. Esta vez Luc se veía cortado definitivamente del mundo de los vivos.

A partir de aquella tarde, Matilde tomó la costumbre de subir hasta su dormitorio a la hora de acostarse y cerrarlo con llave.

* * *

Desde entonces, se aceleró la domesticación de Luc. Una mañana en que ambos se hallaban en la biblioteca, el muchacho transgredió deliberadamente una orden. Matilde no se enfadó, lo miró con su imperturbable sonrisa.

—De rodillas —dijo.

Su voz apenas había perdido su acostumbrada inflexión acariciadora. Hasta se hubiera dicho que estaba bromeando. Luc vaciló. Un último escrúpulo, un último respeto por sí mismo lo retenía. Sin embargo, cuando Matilde le repitió:

—¡De rodillas, y pídame perdón!

Luc capituló. En su interior, una voz le soplaba que una criatura tan incomparable bien valía que se le hiciera el sacrificio del amor propio y que ninguna convencional dignidad humana bastaba para impedírselo. Una fuerza superior a la de su voluntad le hizo ponerse de rodillas.

Quizás para vencerlo más fácilmente, quizás por un resto de pudor y timidez, Matilde, divertida, le había hecho esa exigencia sonriendo aparentando no darle importancia al asunto, como si se tratara de un juego. Por su parte, Luc se arrodilló y le pidió perdón, desenvuelto y sonriente, como si se hubiera decidido a continuar con la falsa y trivial comedia y quisiera demostrarle la insignificancia del sacrificio que se imponía. Pero, sin tardanza, Matilde aprovechó para llegar más lejos y coronar esa humillación, que parecía tan fácil y hasta natural, y afianzar definitivamente su poder. Cogió una regla metálica que se hallaba sobre el escritorio y, sin palabras, le dio a entender el castigo que deseaba infligirle. Luc le tendió los dedos.

Así dio comienzo el primero de los ritos que, progresivamente, el muchacho se vio obligado a observar. No transcurrió un solo día sin que recibiese algún palmetazo en la punta de los dedos, como un niño. Matilde no tenía necesidad de explicarse. Levantaba hacia Luc su mirada fija, cogía la regla; eso bastaba.

¿Y acaso no era normal? ¿Qué significaban la autoridad y la disciplina sin el castigo? A partir del momento en que había optado por el camino de la sumisión, era preciso que el menor desvío que lo llevase fuera de ese camino provocara la sanción, y Luc no había podido sustraerse a esta lógica. Matilde no hacía más que cumplir con la función que se le había reconocido. Y era inevitable que el ascendiente moral de que gozaba no tardase en ir acompañada de una acción directa sobre la persona que le estaba sometida, y que el poder que detentaba interviniese al fin con mayor brutalidad, de una manera física y visible. Inversamente, admitida la legitimidad de la sanción impuesta, la autoridad que hacía uso de ella se veía confirmada y fortalecida.

Luc hubiera hecho mal en quejarse. Él había ofrecido las riendas a su compañera. Ahora ella las tenía y se complacía en ello. Si su presión se hacía más fuerte y lo hería, sólo tenía que recriminarse a sí mismo y no acusar a nadie por ello.

Bajaba uno a uno los peldaños de la renuncia a sí mismo y de la sumisión. Matilde, transfigurada, subía paralelamente los del dominio y el orgullo. Ella ya dejaba libre curso a su belleza; esta, a la vez que se complacía en sí misma, brotaba por todas partes. En su puro deleite en el mullido calor de su bienestar, una pérfida, solapada ambición había echado discretamente raíces. Luc presentía y se deleitaba por anticipado con el desarrollo de su perversa consolidación.

* * *

Una tarde, al haber cometido Luc una negligencia, Matilde se dejó llevar por la ira y dio un golpe con el pie en el suelo. No sólo le dio como de costumbre el palmetazo en los dedos, sino que luego puso la regla en el suelo y le ordenó que se arrodillara encima.

—Y ahora quédate así, ¡y no te muevas sin que yo te lo diga! ¿Comprendido?

Luc no respondía.

—¿Estás mudo?

—Sí.

—¿Sí que?

—Sí, Matilde.

—¡Ya no hay más Matilde!

—Sí, Ama.

—¡Ya era hora!

Las curiosas reflexiones que había hecho en su artículo se cumplían punto por punto. Ella dio media vuelta y salió del cuarto. Luc no tenía la menor intención de moverse. Sin duda podría haberlo hecho, nada era más simple; pero sabía que sería inútil, que esa ridícula postura formaba parte del orden de las cosas y que si rechazaba esa obligación, sería tan sólo para someterse unos instantes más tarde a órdenes que se sabía incapaz de transgredir, a decretos provenientes de una voluntad que no se sentía capaz de contrariar.

«Sí, te quiero, Ama y Señora mía, y me gusta tu ira, me gusta el espectáculo de esa cólera cuya perfecta violencia ennoblece tus rasgos y donde tu belleza, tensa, se desborda. La luz azul y directa de tus ojos fija en mí. ¡Tu pecho —proyección, desbordamiento, salto peligroso de la gracia— erguido, estremecido, piafando de impaciencia! ¡Sólo deseo verme a tus pies, tambaleante! ¡Dispón de mí! He renunciado a los derechos que tenía sobre mí mismo. ¡Quiero que mi voluntad se identifique con la tuya! ¡Qué tu voluntad sustituya a la mía y halle su lugar en mí!».

En la penumbra silenciosa, Luc escuchaba el lento desgarrarse de su vanidad.

Al cabo de un lapso de tiempo, cuya extensión no estaba en condiciones de apreciar, oyó abrirse la puerta de la habitación; levantó la cabeza. En el rectángulo luminoso, Matilde apareció en deshabillé. Era una especie de vestido o más bien una túnica con mangas, ligera flotante, cortada en un velo de punto muy fino, y que, a la altura de la garganta, formaba una red, una redecilla de puntos más abiertos, como una cortina fruncida en torno al cuello. Como una jaula. Por debajo de esa túnica, que llegaba hasta la mitad de los muslos, salían unos pantalones hechos de la misma tela y que envolvían las piernas con su manguito de gasa.

Luc experimentó el asalto de ese cegador y cínico candor. Palideció. Su deseo pisoteado, irritado consigo mismo, se debatía, rechinaba, pero su amor propio resultaba ferozmente duplicado. Amaba la potencia que había sabido captar tan bien su deseo, haciéndole morder su deseo, dejándolo librado a sí mismo. Sobre su deseo provocado, desgarrándose mutuamente, sentía el peso de una alegría delirante, salvaje, convulsiva, como un embrujo.

¡Oh Irrisión! ¡Era preciso que fuese ese impúdico Pierrot quién lo tuviera entre sus manos, que se hallase bajo la dependencia de tan pasmosa debilidad, de una desarmante, insolente, enloquecedora fragilidad! Estaba aturdido de dulzura. Aniquilado por tanta ternura inaccesible.

—¡Vamos, levántate, ve a acostarte! —le ordenó Matilde.

Cerró con llave la puerta del segundo piso y consideró inútil aquella noche conducir a su prisionero hasta su cuarto.