Luc, en tensión, contemplaba el círculo de dientes azules, la corona de pequeñas llamas puntiagudas, ardiendo en una danza inmóvil, que la cerilla había producido de pronto en el hornillo. La tetera que había sacado de la cubeta se le escapó de las manos y se rompió contra el piso embaldosado. Matilde vino en seguida. Al ver que ese objeto que le gustaba tanto yacía allí, estúpidamente, en pedazos, la furia se apoderó de ella hasta tal punto que se volvió instantáneamente irreconocible. Avanzó hacia Luc.
—¡Imbécil! —gritó, y le dio una bofetada.
Sin duda fue la primera sorprendida de su gesto, pues de inmediato salió de la cocina. Luc permaneció durante unos minutos aturdido, desconcertado, sin reaccionar, casi incrédulo, pero luego el tumulto de la ira tronó y lo invadió. Dejó la cocina golpeando la puerta, subió a su cuarto, se vistió enfurecido, bajó la escalera de cuatro en cuatro y salió a la calle.
Una vez en la calle, el aire libre lo ducha, lo sacude. Abandona un sueño. Estalla de golpe como un globo, revienta. Liberado de un letargo, se deshace de sus harapos. Vuelve a salir al otro lado del espejismo que ha atravesado; o más bien, el espejismo se tambalea, se volatiliza. La calle penetra en él, lo arrastra. Camina. Su paso recupera la dureza habitual, amiga, de la acera. Al mismo tiempo, cierta vergüenza va apoderándose de él. Aminora el paso, casi se detiene. Querría detener esos violentos latidos, el doloroso retumbar de su corazón, deshacerse de esa vergüenza que siente llegarle hasta los pómulos, que cubre su frente con un fino sudor. Rabiosamente, trata de recordar el proceso de esa lenta humillación que ha cultivado, a la que favoreció y ahora maldice y pretende destruir, pero ella se aferra a él, se le pega obstinadamente. ¿Cómo pudo llegar tan lejos? ¿Cómo pudo querer a una mujer que le ha permitido rebajarse tanto a sus ojos? ¿Por qué? Luc pasea su amor propio sublevado, su amor a secas indignado, su despecho, su asco de sí mismo.
Tras rumiar largamente la sal de la amargura, esta se disuelve lentamente. Se encamina hacia el centro de la ciudad. Y se zambulle la cabeza gacha, en su palpitante torbellino. Allí vuelve a hallar los monstruos, la fauna mecánica y moderna, la caravana impaciente de los coches detenidos ante el semáforo; los pesados caparazones de tortugas aerodinámicas de las que sólo sobresalen las ruedas, cual relucientes cascarones de escarabajos. Los 4 CV, cucarachas diseminadas en medio de ese rebaño.
El estupor, la rabia desaparecieron. Se siente vacío. Se deja llenar por el ruido ensordecedor y reconfortante de la ciudad.
Es sábado por la tarde. Luc ha llegado a la zona de los Grandes Bulevares. Se mezcla a la muchedumbre. A cada lado, los letreros inmensos de los cines. Los kioskos de periódicos, revistas, asediados por la gente, desaparecen debajo de las publicaciones. Y por todas partes, en los carteles gigantes, en los anuncios de los music–halls y de los cabarets, en las tapas de las revistas, un solo y único tema, vulgar y mítico, la Mujer endiosada, ocupando todos los lugares, vencedora, ventajera, altanera y engreída, adelantando el pecho, ¡ostentadora!
Se estaba literalmente inmerso en un elemento femenino obsesivo omnipresente, cuyo aire estaba cargado corrompido. Ante todo senos ya no aquellas redondeces enternecedoras, acogedoras, complacientes de los siglos pasados y hasta de la belle époque, enorgullecidas de sí mismas, claro, pero de costumbres dulces y sin malicia; no, ahora se trataba de esos senos que, al contrario, se habían puesto de moda aguzados, como afilados por un sacapuntas, levantados y empinados como cuernos, puntiagudos y bélicos como torres, perfilados y alarmantes como cohetes en su rampa de lanzamiento.
O aún, redondos: contundentes; erguidos, apretados, endurecidos y resueltos, recogiendo y contrayendo su fuerza como puños en un guante.
En una película extranjera, ingenuamente caricaturesca, se veía a la sirena, impúdica, aunque avara de sus encantos, entrar en un gimnasio y, tan sólo con atravesarlo, sin hacer ninguna otra cosa, tumbar los atletas que formaban un cerco a su paso, uno a uno, como si fueran bolos.
En otra película, siempre del mismo país, donde la mujer, como madre, desempeña un papel preponderante en la sociedad, la misma artista, imagen exacta de la tentación puesta en evidencia e inaccesible, prohibida, de la provocación gratuita, semidesnuda esta vez, semivestida a la manera de una bailarina o de una cortesana de tiempos antiguos, balanceaba entre sus piernas con movimiento de caderas, un galón de pasamanería cayendo casi hasta el suelo que, aun siendo recamado y ornamentado, no dejaba por ello de ser menos insolente —adornado como estaba de dos borlas, en forma de gotas de adecuada y suficiente dimensión, que colgaban como por azar a la altura requerida— y que, en su calidad de símbolo, tenía todo el aire de una reivindicación, si no el de un desvío y una transferencia de poder que ya se habían producido pero que, en todo caso, era bastante expresivo acerca de sus inconfesadas pretensiones.
Lascivo balanceo, a la vez que turiferario —dignificando la adulación de sí mismo como en el caso del strip–tease, donde se va revelando una divinidad que se rinde un autoculto— y satírico silenciosa pero sugestiva campana de la virilidad a la que se le había sustraído hasta sus atributos.
El principio —erigido en sistema— consistía en provocar y mantener científicamente el deseo sin satisfacerlo nunca, para conservar indefinidamente su dominio sobre él.
¡Ya no hay Dios, ya no hay naturaleza, ni nación, ni príncipe, ni fe! ¡A los hombres sólo les quedaba una potencia que incensar —aparte de la del Dinero—, objeto de envidia, pero reducido a sí mismo demasiado material y demasiado grosero: la de la Mujer simultáneamente Maternidad, Sexo y Belleza, pretendiendo ahora con toda desfachatez, sin ocultarse, un lugar hacía largo tiempo concedido temporariamente por benevolencia y juego; la de la Belleza, que ahora tomaba el aspecto exclusivo de un ser muy próximo, deificado aunque semejante a sí mismo!
¡La Mujer erigida sobre su Sexo y sobre los espolones de sus senos!
Luc había respirado esta atmósfera como todos sus contemporáneos, como sus compañeros. La había rechazado por vulgar, engañosa, ficticia, pueril y mórbida, contrario a su persona, y al mismo tiempo, dijera lo que dijese, la había absorbido como cualquiera, golosa, hipócritamente. Había experimentado, a pesar suyo, su influencia tóxica, exasperante, reteniendo cuanto le convenía para incorporarla a su propio amor por la mujer.
Hoy, ese ambiente empecinado y limitado lo indispone, le repugna Y al mismo instante en que lo rechaza como un miasma molesto completamente opuesto a su pensamiento, sin relación aparente surge una idea. Todavía es incierta, débil, tímida. Luego cobra forma encuentra su aplomo, se impone. Ya no existe la calle, ya no queda nada de Matilde, ningún sueño descarriado, ningún rastro de humillación. La muchedumbre desapareció. Luc siguió caminando sin saber adónde se dirigía, acompañado sólo por su idea que le parecía un descubrimiento, un argumento, o, más exactamente, una toma de conciencia. Sin que en ello viera relación alguna con su vida presente y menos aún con la quincena pasada. Mientras camina, escribe en su cabeza. Un artículo, decidió. Lo llevaré mañana a «La Jeune Revue». ¡Papel, pluma! Reemprende, sin darse cuenta, el camino de la casa que ha dejado. El portal está entreabierto como hace quince días. Luc llama mecánicamente. No había pensado en que la persona que vendría a abrirle sería necesariamente Matilde. Poco importa. Espera. Oye bajar la escalera, correr el cerrojo; abre ella. Al verla, aun cuando trate de permanecer indiferente a su emoción, no puede impedir que su corazón se oprima violentamente, como las mandíbulas de una tenaza que apretáramos con todas nuestras fuerzas. No obstante, pasa delante de ella, erguido, impenetrable, despreciativo, sin mirarla. Trepa las escaleras y se encierra en su cuarto. Se sienta a la pequeña mesa negra que le sirve de escritorio, coge una hoja de papel y febrilmente, da salida al pensamiento que desde hace una hora le zumba en todos los sentidos, proliferando de manera fogosa y desordenada ese mismo pensamiento que se acumulaba impaciente y que las compuertas de su cerebro retenían a duras penas.
Lo que la mujer encubre con su gracia no es ni más ni menos que una fuerza mantenida en suspenso, habitante de cada uno de los movimientos seductores de su belleza. ¿Acaso no suele decirse de este tipo de belleza que es provocativa? Ahora bien, solamente una fuerza podría serlo; y qué otra cosa es sino una fuerza, ese poder que la mujer afirma, consolida, perfecciona con tanto esmero y que valorizan, sirven, exaltan, tantos convincentes atavíos dispuestos como si fueran armas peligrosas, trampas engañosas, pero también, y sobre todo, como homenajes secretos que se rinde a sí misma la belleza.
Sólo el vigor es fuerza; la inteligencia lo es, y cada ser, a su manera, tiene la suya, pero lo característico de la fuerza femenina es prestarse a la fuerza adversa, desaparecer ante ella, padecer ese yugo que implora y la hace languidecer.
Es cierto, en todo ello está presente una necesidad, obligación de la naturaleza, satisfacción de un deseo, búsqueda de un placer, cosas, en fin, que nadie discute. Y que convierten a la coquetería en algo lógico, natural. Sin embargo, ¿se reduce esta coquetería a un simple procedimiento al servicio de los objetivos que el amor persigue? En la medida en que siga el juego, en que afine su amor propio, la coquetería llega a ser puro desafío y extrae su amor de sí misma. A partir de ese momento, la fuerza, que tiene ya los contornos adorables de la mujer, no corre solamente a su olvido, a su gozosa pérdida sino que se embriaga de sí misma y toma el nombre de potencia. Parte a la conquista.
A no ser para quererse, celebrarse ella misma, no abandona su modestia. Es en razón de ellos, en razón de la estima que les tiene, es decir al mismo tiempo por complacencia hacia ella misma, que la mujer ofrece con tanta solicitud a su propio cuerpo alhajas y ropas, como un homenaje. Intima, religiosamente los une a su belleza, hasta que resulta imposible saber cuál está hecho para el otro, el cuerpo o el adorno —cual una flor que ocultaría otra flor—, hasta que esas formas de carne perfectas, ocultas a medias, ese sabio dibujo, esas curvas de los vestidos, ese celo amoroso del oro y las pedrerías, rivalizando en brillo con el alabastro de su cuello, el ópalo vivo de una mirada, esa delicadeza carnal que alcanza a su vez el tejido, hasta que todo eso, indiscernible entrelazado, criatura de sangre y de tela, sea por entero la mujer, convertida en mujer y constituya una nueva, una impar y terrible belleza.
A partir de entonces, ¿por qué no responder a tan exquisita potencia? ¿Al anhelo que ella misma no se atreve a pronunciar? ¿Acaso triunfa la belleza de lo cotidiano, en esa dialéctica sutil y embriagadora cuyos resortes manipula sin falla, pero a la que termina asaltando? ¿Para qué tanto encantamiento y tanta magia gastados, si se acaba por sucumbir? ¿Por qué crear un ídolo, si debe ser destruido y pisoteado? ¿Por qué el cortesano de la belleza, a punto de dejar su edulcorado papel secundario, sus atenciones y sus cumplidos hipócritas, para hablar más a sus anchas como amo bajo el pretexto de que ha logrado su objetivo, no habría de padecer realmente ese poder que finge reverenciar? ¿Por qué, en el último momento y de pronto, la situación se invertiría, en lugar de inmovilizarse a expensas del citado cortesano y para gloria de la belleza? ¿Por qué esa belleza, que todos dicen que reina sobre los corazones, no reinaría también de veras, y por qué la que, por regla general, toma el nombre de señora, sin serlo, no llegaría a serlo, esta vez, sin que ello supusiera un juego de palabras, sin ambigüedad?
¿Por qué la fuerza viril no vendría a inclinarse, conturbada, ante ella, magnífica, surgiendo de un pecho bien expuesto, echando los hombros hacia atrás, brotando de semejante dilatación? ¿Por qué esta fuerza no renunciaría ante la simple gracia y, entre sus manos, por qué no aceptaría reconocer finalmente el dominio que la gracia tiene sobre ella?
La suerte está echada. Renunciamos a hacer de ti nuestra presa; nosotros lo somos de ti. Queremos que nuestro deslumbramiento jamás termine. Tu belleza exige que nos subordinemos a ella sin tardanza, no como si se tratara de un sacrificio, sino al contrario, en una entrega total de sí, un sacrificio entero hacia el que corremos impacientes, para precipitarnos a caer a tus pies. Estas son nuestras armas, y las deponemos. Destrúyelas para que nunca más tengamos la tentación de recuperar nuestra libertad.
¡Oh sonrisa difusa, inmóvil y suspendida, altiva dulzura, cerrada inflexible, dulzura en guardia, dulzura blindada, aplasta con tu tacón la llama de nuestro deseo y transfórmala en la lenta, interminable combustión que la devorará!
Luc se había detenido, pero permanecía sentado ante su mesa, con la pluma en la mano. Reflexionaba unos instantes, buscando un título dudando entre varios de los que se presentaban a su mente; finalmente ordenó las hojas escritas y escribió en la parte superior de la primera página: A los pies de Omphalos.
Esta imagen de Hércules a los pies de Omphalos evocó en su mente una imagen inversa, simétrica, la de Tetis cortejando a Júpiter, tal como los representa Ingres en su cuadro: un Júpiter tronante, de tronco moreno, macizo, de proporciones exageradas y monstruosas, con el torso ancho como un pilar, y, en contraste con él, erguida sobre una de sus rodillas en tierra, mientras la otra se ve flexionada, blanca, cuatro veces más delgada que el dios, fina y grácil como un abedul, flexible como una liana que sube en busca del follaje del árbol, alargada como un cisne o una oca adelantando el cuello y el pico, alargando indefinidamente un brazo desmesurado, una Tetis que, en un gesto extraño, amanerado, de una gracia rebuscada y lánguida, como suele verse en los personajes de algunos ballets, pero con algo indefiniblemente elocuente y poético, que no deja de llamar la atención, viene a tomarle el mentón entre el pulgar y el índice. Desproporción deliberada, contraste acentuado que evocan, en un tiempo más cercano a nosotros los que Picasso intentó representar en sus descripciones de Saltimbanquis: un muchachito escuálido chupado, sentado sobre la rodilla de un payaso bien fuerte, sólido como un toro; adolescente enclenque entrenándose, sin gracia alguna con los brazos levantados, a rodar sobre una pelota, bajo la mirada de un trapecista imponente; mujer descarnada, huesuda, descolorida, con la cabeza ladeada, inclinada de una manera triste y cansada, aunque llena de ternura por su hijo.
Pero, interrumpiendo esta escapada, volviendo al punto de partida, alterando una vez más las correspondencias, su pensamiento retornó a la imagen legendaria del héroe griego hilando su copo a los pies de una mujer. «Venir como un atleta» comentaba, «a depositar sus fuerzas reunidas, atadas como gavilla, como haz, a sus pies».
«Y, como epígrafe, pondré la frase de San Agustín que leí el otro día, ¿por qué no? ¿Cómo decía?». Bajó a la biblioteca, cogió el libro en cuestión y copió la frase:
«No hay nada más fuerte que la dulzura, ni más estimable que su fuerza».
Se levantó, fue hasta la ventana, la abrió. Ya no apareció ante él esa arena aérea, sin fin, en perpetua agitación, del sol. El invierno llegaba, precoz, brutal, sin transición. Esto tenía por efecto aumentar el valor de una porción de cielo encima de París, por modesta que fuese. El cielo traía y mezclaba a la vertical de la ciudad todos los elemento: el retroceso de las profundidades desnudas y frías del aire; las playas de arena que recién descubrimos, donde aún pueden verse la amalgamada huella de olas y corrientes, las anchas ondulaciones de las dunas grises, lavadas por el viento; y la hoguera o el licor en llamas del poniente. Pero el cielo era sobre todo el lugar de elección, el dominio privilegiado del agua, el verdadero lugar donde ella reinaba en completa libertad, donde vivía muy cerca de la superficie, penetrando e impregnando, conteniendo y emergiendo, amenazando todo con su presencia invasora y múltiple. Todo era fluido: la atmósfera, que era como un baño; la tierra convertida en ribera, arena movediza, vaso imponderable; el fuego convertido en almíbar, caramelo y luz. Lo poco que aún se divisaba de él no era más que un reflejo del cielo en el rincón de un lago, al fondo del agua.
Aquel día, una espesa bruma se había levantado desde la mañana temprano, una bruma que sin embargo el sol naciente había traspasado al Este como un barco rosa, un afeite, una crema iluminada por debajo y que recubría toda la extensión del mar celestial. En lugar del agua límpida del cielo de verano, de un solo volumen, de un solo cristal, o de sus superficies unidas y claras, como aguadas, había nubes cuya forma y consistencia hacían pensar en el copo de albúmina escapado de la cáscara rajada del huevo y flotando en el agua hirviendo donde se ha esparcido; masas redondas, suspendidas como lactancias, donde se concentraría la niebla; un polvo, un polen gris, impalpables.
Durante el día, la bruma se abrió en algunos lugares. Por encima de la vegetación negra de los árboles del parque, de los que Luc veía un fragmento a su izquierda, a lo largo de la calle que desembocaba ante la casa, se había formado un paisaje anfibio de verdín, de prados invadidos, un pantano en medio del bosque, sobre el que la niebla flotaba por zonas allí donde el pie de Luc se hundía bajo el agua, donde cada paso que daba sumergía las motas blancas y esponjosas de los musgos y las llenaba de líquido.
Más abajo, detrás de los árboles, se veían algunos charcos azulados A partir de esos montes bajos, de esos matorrales de ramas negras, de esas arborescencias ennegrecidas, Luc empezaba a creer que no eran esqueletos ni cadáveres, sino alguna otra forma, casi tan natural como la vegetación, crudamente recortada contra la llanura húmeda, desierta, virgen de toda presencia humana, prehistórica, del cielo.
En su interior, todo se había silenciado. Recuperaba la tranquilidad como cuando uno siente de nuevo una orilla bajo los pies. Y al mismo tiempo que ese silencio, se le impuso una singular evidencia. En un instante tomó curiosamente conciencia —como si hasta ese momento el aguijón furioso de la inspiración, desviándolo de sí mismo, se lo hubiera impedido— de que cuanto acababa de escribir se aplicaba exactamente a su propio comportamiento y que no era sino la exposición de una teoría que ya había llevado a la práctica. Presa de su despecho, había elaborado, sin embargo, un pensamiento separado que, a destiempo, aprobaba y ratificaba su conducta. Esta justificación, este asentimiento que no había pedido lo llenaron de una alegría inmediata y honda, de ese puro, basto, alegre consuelo que ocasiona la revelación de una certidumbre. No opuso reparo alguno. No tergiversó nada. Corrió a reemprender el camino que creyó poder abandonar.
Cuando bajaba al segundo piso, Matilde, que venía de la calle, entraba. Ella fingió no verle y penetró en el saloncito. La siguió. Observó que, por primera vez, ella se había esmerado en su vestimenta, si bien muy sencilla, sin perifollos, evidenciando su buen gusto: una blusa a rayas, que sus audaces senos estiraban adelantándose como dos ágiles felinos, elásticos, flexibles, esbeltos; una falda plisada que se ahuecaba ligeramente en la curva natural de sus caderas, cuyo balanceo la hacía oscilar como una campana y un cinturón de cuero, ancho, apretando el talle, y cuya severidad apenas si era atenuada, favorecido en la espalda por el arco que dibujaba el borde superior. Las ondas de su pelo, estiradas hacia atrás iban a morir allí, acumulándose en un moño al que rodeaba una trenza circular, que se entrelazaba con los admirables reflejos de la luz.
Luc abarcó con la mirada a Matilde; su andar natural, suelto; su bella y virtuosa seguridad. Pero sus ojos volvieron a posarse en ese pecho danzarín que avanza como una carretilla cargada de heno, que cruje y gime, y cuyos bordes ceden, a punto de volcar, peo que no obstante sigue su camino.
Su voluntad se embotó, cayó bajo el embrujo. Matilde estaba sentada. Leyó con sorpresa en los ojos de Luc que no solamente no tenía nada que hacerse perdonar, sino que era él quien tomaba la iniciativa y volvía, como un culpable arrepentido, a ponerse a sus órdenes.
Lo vio encaminarse a la antecámara y regresar con sus zapatillas en la mano. Se arrodilló ante ella. Sacó cuidadosamente de su estuche sus pies que, en los zapatos, con la arrogancia de sus afilados y crueles tacones, parecían dos muy finos y agudos zuecos de cierva.
Así, Luc se ofrecía por su propia iniciativa, y reconocía los derechos que ella tenía sobre él. Se entregaba a ella. Este homenaje era una caricia moral que la llenaba de gozo y la colmaba más que cualquier caricia física. Una oleada de orgullo la recorrió por entero y la elevó, la levantó más allá de sí misma. El gesto de entrega que acababa de realizar Luc la alzaba por encima de la condición humana, la izaba a un nuevo rango, como sobre un escudo, la aislaba y la engrandecía. La forma particular que había tomado el amor del joven, esa devoción, ese apego extremo, esa elección, de que ella era objeto la volvían valiosísima a sus propios ojos, le modelaba una dignidad desconocida, que la poseía. La veneración con que Luc la rodeaba, la santificaba.
—¿Me obedecerá? —le preguntó Matilde—. ¿Promete obedecerme cueste lo que le cueste, sea cual sea el favor que le pida? ¿Se acuerda de lo que me leyó la otra noche, aquel pasaje de los Hermanos Karamazov donde el autor habla de los startsys[1] y de la obediencia, de la sumisión absoluta que, como hombre subordinado, se debe a quién ha elegido por starets, a partir del momento en que le hizo ofrenda de la abdicación total, incondicional de su voluntad?
Matilde inclinaba sus imperiosos pechos hacia Luc, como si fueran dos redes cargadas, dos mangas hinchadas, cargadas a tope, que pesan al ser sacadas del agua. El orgullo del muchacho sólo se erizó durante un corto instante. Experimentó el extraño vértigo, más fuerte que todo, de la resignación… que lo arrastraba. Así, se entregó a la soberanía de esa belleza en la que coincidían natural, perfectamente, una inteligencia, una distinción del carácter, una elevación que ya reconociera desde el primer día. Por lo tanto, no discutió sus prerrogativas, admitiéndolas como legítimas.
—¿Se someterá a mí como si fuera su starets?
—Sí, Matilde.
La derrota se había consumado. Luc había encontrado su lugar, su posición, descansaba como en la garganta deseada de un torrente, o más bien avanzaba como descargado de sí mismo, confuso, alejado de su deseo, que andaba muy solo a su lado.
Pretendió coger la mano de Matilde y llevarla a sus labios, pero la joven se lo impidió. Entonces se prosternó, rozando su falda, pero cuando se disponía a besar su pie, ella lo retiró. Su boca llegó hasta el suelo, permaneció allí unos segundos y besó el parquet a sus pies.