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—¡Ah! ¡Ahí viene el gran perezoso! —exclamó Matilde.

—No tenía despertador, y como no sé despertarme solo…

—¿No le basta con este sol?

Matilde, con los brazos desnudos, una escoba en la mano y un vestido ligero debajo del delantal, estaba radiante, llena de entusiasmo. A Luc no le faltaron las ganas de saltarle al cuello, pero se acordó a tiempo de las audacias prematuras del día anterior. Luc la había buscado, preguntándole dónde se escondía en la casa. La encontró en el primer piso. Matilde había abierto las ventanas de varias habitaciones, expulsando así la sombra desierta y morosa que albergaban.

—Este apartamento está casi intacto; se diría que los inquilinos se marcharon ayer. Esta vieja casa está en muy buenas condiciones; ni la menor huella de humedad. Las personas que la arrendaron no eran agarrados como su tío; fíjese cómo estas habitaciones, aun vacías, respiran el lujo.

Había apoyado la escoba con la que acumulaba el polvo en un rincón y arrastraba a Luc de una habitación a otra.

—Voy a amueblar someramente dos o tres, y me instalaré aquí, en el primer piso; no tendré ninguna necesidad de tocar los papeles ni los revestimientos de madera de las paredes.

Luc se había acodado a la ventana y contemplaba la avenida. El sol matinal todavía estaba húmedo, lavado y fresco y circulaba por allí con suavidad como una luz de montaña entre las laderas del valle. Ese canal de aire puro había entrado por las ventanas abiertas; levantadas las esclusas, invadía libremente el apartamento adormecido, lo inundaba, lo anegaba por completo como un wáter–ballast.

—Usted me ayudará, ¿no es cierto?

Luc se volvió. Ella tenía los brazos levantados y trataba de reponer una peineta que se había deslizado de su moño. «Parece como si aguantara un botijo», pensó Luc al mirarla.

—Vamos, vaya a tomar el desayuno, le está esperando desde hace mucho, no tiene más que calentar el café. Y vuelva en seguida, le necesito.

Un cuarto de hora más tarde, Luc estaba de vuelta. Matilde se había calzado un patín con suela de viruta y frotaba alegremente el parquet.

—Yo creí que quería vender la casa —se sorprendió Luc.

—No he cambiado de idea, pero, evidentemente, las cosas no se harán tan rápido como pensaba; me gustaría comprarme una casa de campo en un pueblo, y ante todo tengo que saber exactamente de cuánto dinero dispongo.

—No me parece que usted deba preocuparse en lo más mínimo; mi tío era muy rico, demasiado rico, si se quiere, para la manera irrisoria en que aprovechó lo que poseía.

«Estoy bastante tentada», pensó Matilde, «de dejarle la casa; después de todo, era parte de su herencia y puede decirse que yo se la birlé; el resto ya es cosa más seria».

—Pero lo que querría saber es qué lugar escoger —respondió— y para eso tengo que consultar al notario. Mientras tanto, estoy impaciente por tener un pequeño apartamento bien mío, bien nuevo, y dejar el segundo piso. Allí la atmósfera es pesada, asfixiante: su tío lo había convertido en una cueva.

—¡Querrá decir más bien un retiro intocable, rarísimo, al abrigo y en medio de la ciudad! Es posible que no le gusten, desde la entrada de la casa, esa escalera de piedra, esos anchos peldaños que giran gravemente y se elevan sin prisa en la luz tamizada, esa blancura monumental y ligera a la vez, esta frescura y este silencio, inmediato, de claustro, que le caen encima.

—Lo comprendo, al principio yo sentí la misma impresión, pero ahora querría liberarme de este ambiente, respirar el aire libre… Tenga usted —le dijo—, me va a reemplazar.

Ella se inclinó, desató el nudo del patín, se lo sacó y se lo tendió.

—Tengo que salir en seguida, para hacer unas compras. Confío en usted. Me gustaría haber terminado esta habitación antes del almuerzo.

Aquel día Luc ya no volvió a la biblioteca. Después de almorzar, bajaron de nuevo al primer piso. Luc empezó otra habitación. Mientras frotaba apresuradamente el parquet, Matilde iba y venía, con el plumero en la mano, sacando las telarañas; y calculaba, tomaba medidas, jovial, dando vueltas como si bailara. Luc no decía nada. Participar en el placer de Matilde, contribuir a él, era el suyo propio. Trabajaba concienzudamente. En el fondo de esa ingrata labor, hallaba su satisfacción, su sonrisa de agradecimiento. Hasta se habría puesto a tararear algo, pero cierto pudor le retenía de mostrar ese comienzo de secreta felicidad. De vez en cuando, Matilde le hacía levantar la cabeza, le preguntaba algo, le pedía su opinión, y él respondía y volvía a frotar con mayor energía.

Ella salió durante unos minutos y regresó con un taburete redondo, una bandeja, una botella de cerveza y dos vasos.

—¡Cuánto ardor! —dijo dirigiéndose a Luc. Y, ofreciéndole un vaso—: Creo que se lo ha ganado.

Él la miraba. Ella tenía su vaso en la mano y examinaba su nuevo apartamento, con los ojos brillantes, los labios entreabiertos y húmedos. Un mechón de sus cabellos, que pasaban del rubio o del oro pálido a un rojizo acariciante y cálido, se había soltado y, siguiendo el óvalo de la mejilla mate y fresca, plena, caía sobre su hombro como un reguero, un torrente de cobre fundido. Su impasibilidad había desaparecido; había hecho estallar el corsé de su aislamiento. Matilde se abandonaba. Daba libre curso a esa gracia que Luc apreciaba tanto y que ella ignoraba.

«Rebosa de luz, como la espuma de esta cerveza», pensó el muchacho. Sólo pedía que siguiera entregada a esa libre dicha, y nada más. Ni siquiera deseaba acariciar ese pecho alto que se dilataba en el extremo del tallo estrechado de la cintura como dos frutos duros, o como dos palmas.

* * *

La biblioteca tuvo un poco más de suerte los días siguientes. Un poquito más. Matilde salía muy a menudo. De momento, había dejado de pensar en su casa de campo. Encargaba muebles, compraba figurillas de porcelana, cortinas, tapizados, volvía en taxi con los brazos cargados de compras. Pero no le bastó con amueblar y decorar el primer piso; empezó a poner en orden el segundo donde, por el momento, seguía habitando. A todo esto se dedicó principalmente Luc. Abrieron el desván, haciendo gran cantidad de descubrimientos; Luc cambió todas esas cosas de lugar. Matilde llegó hasta el punto de encargarle las labores más domésticas, así fue cómo un buen día se halló, con gran sorpresa de su parte, sentado ante la mesa de la cocina, con un cesto de setas a su derecha y un montón de patatas para pelar a su izquierda. Puso la mesa y lavó los platos. Matilde reemplazó su amplio delantal de criada por uno más pequeño y redondo, prendido en el pecho que le sentaba mucho mejor. Luc estaba muy lejos de pensar en sustraerse a las directivas que le daba Matilde. Una dulce necesidad lo empujaba a someterse. Tal vez, sin saberlo, era él mismo quien las suscitaba. En todo caso, le parecía que estrechaban los lazos que parecían acercarlos cada día más el uno al otro.

Una mañana, Luc estaba terminando de vestirse canturreando cuando sonó el timbre. Era el timbre que su tío hacía sonar desde su habitación cuando necesitaba los servicios de su ama de llaves. No, no había engaño posible, no estaba soñando; el timbre sonó de nuevo. Sin duda era Matilde quien llamaba desde el dormitorio que había ocupado el viejo y que la muchacha había escogido tras haber modificado bastante la decoración. «Matilde me llama; quizás esté enferma» se dijo Luc y, con el corazón en la boca, corrió hasta su puerta y llamó.

—Entre —se le respondió.

Matilde estaba sentada en la cama y no parecía en absoluto indispuesta. «Parecía más bien una dama de la corte reinando amablemente en su cama, recibiendo a un cortesano en su alcoba», observó Luc.

—Buenos días, Matilde, ¿me llamó usted?

—Sí. ¡Buenos días, Luc! Le mentiría si le dijese que me siento enferma y que por eso necesito de usted, no, al contrario, estoy muy bien, quizás demasiado bien, hasta el punto de no tener valor para levantarme.

Un deseo ardiente invadía a Luc, lo cogía de los hombros. No era porque ahora viese un poco más que de costumbre el cuerpo desconocido de Matilde. No había nada de atrevido en el hecho de que lo hubiera llamado a su cabecera. Ni siquiera tenía los brazos desnudos. Su camisón de satén celeste hacía pensar más en un vestido de novia que en un deshabillé. Un cinturón ajustaba la cintura; el cuello redondo, muy alto, fruncido por una cinta, terminaba ensanchándose como un cáliz festoneado. Había recogido su pelo en cola de caballo. Mientras Luc seguía con la mirada el salto desenvuelto y el centelleo, la alegre caída en una cascada, imaginaba —cuando ella se levantase y andara— su leve galope. Su mirada bajaba, se detenía en el nicho donde se abrigaban los dos jóvenes animales brincadores y seductores que él ya conocía muy bien aun sin haberles visto nunca la cara, cuyo hocico testarudo estiraba ingenuamente la tela, y que descansaban, llenos de salud y quietud, bajo la protección de su ligero velo.

—¿Tendrá usted la gentileza de satisfacer un capricho mío? Nunca en mi vida me he levantado tan tarde; nunca, ¿me creerá usted?, he tomado el desayuno en la cama… Estaba segura de que no me negaría ese placer.

—¿Qué le gustaría tomar?

—Oh, simplemente café bien caliente y tostadas. ¿No me odia por haberlo llamada de manera… digamos un poco insolente?

—¡Bien sabe usted que no, Matilde!

* * *

A partir de aquel día, Luc hizo la santa voluntad de Matilde, apartándose definitivamente del camino bien delineado que generalmente sigue el amor, para emprender la vía de la humildad y la sumisión y aceptarla paso a paso. Su propia voluntad empezó a fallarle, poco a poco se le escapó. Sin que se diera cuenta, iba a pasar su vida entera bajo la tutela de Matilde.

Esta había notado que el deseo que sentía por ella el muchacho se compensaba con una admiración muy respetuosa y muy rara. Sin llegar a darse cuenta claramente de lo que pasaba, y esperando el momento en que le fuera indispensable, la docilidad de Luc le resultaba una cosa sumamente agradable. ¿Cómo no prestarse a ese deferente fervor para seguir el juego, por qué no estimularlo? Ante la buena disposición que Luc demostró desde el primer momento, aceptando lo que en un principio no fueron más que invitaciones amistosas, irreflexivas, repentinas y respondiendo después a las sugerencias que ella se atrevía a lanzar, a un tiempo audaz y tímidamente ¿cómo no adquiriría seguridad y utilizaría, anhelando aumentarlo, un poder que ahora tenía sin haberlo buscado? En cierto modo, la diligencia que Luc ponía en servirla, la solicitud que en todo momento evidenciaba por ella, la obligaban a desempeñar su papel. Y lo aprendió bien. Pero su improvisado servidor se sometía tan fácilmente, con tanta buena voluntad, a sus órdenes, sin buscar jamás un pretexto para eludirlas, demostraba un gusto tan visible por la obediencia, que su autoridad no tuvo inconveniente en consolidarse día a día, y sus exigencias se hicieron cada vez mayores. Todo esto, sin duda que hubiera por parte de Matilde una segunda intención, una determinación cualquiera. Nada preconcebido, nada calculado. Solamente una mutua y progresiva adaptación. Un largo encaminarse hacia algo cuya salida aún no podían prever.

La humildad que Luc le demostraba la conmovía tanto más, tenía a sus ojos más precio cuanto que conocía su pundonor y sabía que era consciente de su valor y orgulloso de sus dones intelectuales. Esto aumentaba la fascinación que ejercía sobre Matilde el giro imprevisto que había tomado el apego de Luc, su intimidad, y el extraño lazo que los unía. Por tal razón también ella había ido acostumbrándose siempre más a gusto a que la llama entusiasta, ambiciosa, esa fe en sí mismo que animaba al joven, se curvara antes ella, como se amoldaba al movimiento oscilatorio que, por una irónica fantasía del destino, la había convertido en una criatura servida y adulada.

No era difícil pensar que pronto sería imposible dar marcha atrás. La sumisión de uno había depositado en el otro el germen de un apetito de poder que sólo pedía fortalecerse y desarrollarse. Era previsible que Matilde, ahora que la había probado no prescindiría fácilmente de esa veneración de la que era objeto, ni renunciaría de buen grado al amable desquite que se le había propuesto. Por su parte, Luc, aunque tan lúcido como era, evitaba hacer su propia crítica contentándose con experimentar un placer que se negaba a analizar Matilde había colocado sobre su cabeza el cojín que se les pone a los bueyes antes de uncirlos al yugo.

* * *

A pesar de este acuerdo tácito, a veces sus relaciones se volvían tensas. Si bien Matilde extraía su autoridad de esa gracia seductora, hecha para mandar, de esa sonrisa tan firme y tan eficaz a la cual, por una curiosa renuncia de su voluntad, Luc era incapaz de oponer la menor resistencia y bajo cuyo encanto había sencillamente cálido, era inevitable, sin embargo, que ciertos días ella dejara el tono afable y sin asperezas, casi afectuoso, con que enunciaba sus recomendaciones, y se dejara llevar a veces por la impaciencia y la vivacidad.

No obstante, la caída de la tarde borraba cualquier huella de mal humor y de brusquedad que hubiera podido dejar la jornada; una quietud nueva se establecía entre ellos.

Después de cenar, iban a la biblioteca. Matilde sentada en un sillón que habían llevado expresamente allí. Luc, sentado a sus pies en un asiento bajo, le leía. Leía admirablemente bien. Su voz grave y cálida, atrayente, insistente y animada por una viril y turbadora convicción, parecía arrancar a la fuerza toda la belleza adormilada en las páginas y extraer del libro y de la realidad que traducía las riquezas que poseían. Un entusiasmo sordo, estremecido, venido de lejos, se apoderaba de ella. Luc no parecía ser más que una voz por la que todas las fuerzas dispersas por el mundo, desbordadas, acumuladas en la noche, irrumpieran repentinamente en la sala y vibraran, una garganta en la que se apoyaran y tomaran impulso, un verbo por el que toda realidad ejerciera fascinación y se convirtiera en elocuencia.

Luc acababa de terminar el último capítulo de Tortilla Flat, de Steinbeck.

—Es demasiado pronto para terminar —dijo—. ¿Qué libro quiere que empecemos ahora? ¿El canto del mundo de Giono, Pabellón de mujeres de Pearl Buck, La madre de Gorki, El viejo y el mar de Hemingway? —preguntaba recorriendo indeciso la fila de libros de un estante.

—Ya los leí todos.

—¿Es cierto? ¡Qué lástima, son precisamente los que me hubiera gustado leerle!

—Mejor léame Los hermanos Karamazov de Dostoievski. Ya leí unas cuarenta páginas, pero lo abandoné; no tuve la paciencia de llegar hasta el final de los primeros capítulos introductorios que explican en detalle la historia de esa familia tan complicada.

—Como quiera.

Luc cogió el libro. En efecto, la lectura de la primera parte, sobre todo en voz alta, resultaba bastante ingrata; la infancia de personajes que aún no habían entrado en escena retenían a duras penas el interés. Y sin embargo, a pesar de la ausencia de toda poesía en ese texto únicamente empeñado en la explicación psicológica de los caracteres, la voz de Luc logró también aquí obrar el milagro cotidiano. «Parece un médium», pensaba Matilde, «está como habitado. Es como si el misterio se instalara en su interior. O más bien podría decirse que se libra en él una lucha entre el misterio y la luz. Se lo ve agigantado y a la vez poseído».

Al leer, Luc trataba de encontrar la intención exacta del autor, el espíritu mismo del texto, su propio movimiento, con el ávido deseo de hacerlos palpables, y de transmitirlo.

De vez en cuando, levantaba los ojos de la página y miraba a Matilde, que se hallaba acodada en un brazo del sillón con las piernas cruzadas y extendidas y el vestido desplegado sobre el canapé; miraba su busto calmo parecido a una pareja de cachorros de león sentados sobre sus patas traseras.

Miraba también los pendientes que ella levaba, colgados de sus orejas como dos gotas, negros, ligeramente tallados, alargados como granos de uva moscatel. O sus bellas uñas discretas, pulidas como peladillas.

Sin interrumpir su lectura, Luc se dirigía interiormente a ella. Su serena gentileza, su gravedad sin sombra, unidas a la delicadeza aristocrática de una cara plena, pero firmemente dibujada, a la pureza de cincel de sus rasgos, a la elevación impecable de sus cejas sobre las dos copas ovales de sus ojos, todo en ella lo conmovía.

«¡Muéstrate bien relajada e indolente!», le decía. «Pavonéate como una reina apacible y altiva, que reina sin esfuerzo alguno, segura de su derecho. Sin ninguna preocupación. Muestra tu jovial y serena majestad. ¡Qué nada la perturbe!».

Mientras tanto, Matilde, con la atención puesta en la lectura, sonreía inconscientemente al espectáculo de esa cabeza de pelo castaño, domesticada, inclinada a sus pies.

«Yo extraeré por ti, a manos llenas, la vida generosa de este mundo… Si hubieses aquí un piano o una flauta, trataría de que toda esta belleza desbordante, este excedente de belleza que me ahoga, fluyera hacia ti. Matilde, tú eres digna de que la recoja para ti, de que te la entregue y ofrezca como homenaje».