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—No sé cómo agradecerle que me haya dejado pasar una noche más bajo este techo. Soy huérfano, nunca tuve familia, aparte del tío y la tía maternos, casi pobres, que se ocuparon de mi educación hasta los dieciséis años, y de mi tío abuelo, el que usted conoció, en cuya casa viví desde mi llegada a París. Jamás tuve lo que puede llamarse un hogar. Pero esta casa, con su indefinible atmósfera, lo fue para mí. Si fuese rico, se la compraría. ¡En cambio usted, que ha heredado un caserón de dos siglos de antigüedad, quiere venderla! ¡Qué sacrilegio!

Mientras lo escuchaba, Matilde lo examinaba con afecto. No le respondió nada, sino que se contentó con sonreírle. Y, por primera vez, sus ojos esparcieron una sonrisa liberada, por fin abandonada a sí misma, confiada y sin restricción alguna, total. Una oleada de felicidad subió por el pecho de Luc.

—¿Qué piensa hacer usted, ahora? —le preguntó, relajado y envalentonado— ahora que es rica; ¡lo único que le falta es casarse!

La sonrisa de Matilde desapareció, bruscamente desecada, volatilizada como el éter, y la claridad húmeda de sus ojos se inmovilizó y endureció como una piedra.

—Si le interesa saberlo, odio a los hombres. Usted no tuvo hogar; yo sí; pero no valía la pena ya que tuve que irme. Mi padre era viudo; no imagina usted lo que es un carácter autoritario como el que tenía. Jamás en casa ajena fui tan tratada como criada como en la casa de mi propio padre. Tiempo después, se enfermó; y mi hermano mayor, ocho años mayor que yo, heredó la batuta y dirigió la casa con el mismo autoritarismo.

Se detuvo, percibiéndose el esfuerzo que hacía para franquear el obstáculo de su pudor, pero el rencor que la animaba pudo más.

El arco elevado y puro de sus cejas, real como lo calificaba Luc, se alzó y tendió todavía más; sus ojos se agrandaron, su curva perfecta se alargó y consolidó, y dieron la impresión de dos pilas de fuente que se llenaran e irradiaran una luz azulada, igual y fría, firme, de una resplandeciente y despreciativa hermosura.

—Mi hermano me trató aún peor puesto que no dejó de importunarme —en vano— mucho antes de que el primer extraño se fijara en mí. Entonces me marché. Tuve un novio. Mi novio me engañaba, y con un esperpento. Me empleé en cinco o seis casas, ninguna llegó a convenirme, siempre por la misma razón que usted podrá adivinar fácilmente. Solamente aquí me sentí bien y tranquila, al servicio de un anciano tiránico y exigente, sí, pero que al menos tenía la virtud de dejarme en paz. Aunque en verdad —rectificó Matilde, dulcificándose— no pude impedir las impertinentes e insistentes miradas de su sobrino.

—Matilde, ¿por qué no intenta usted una experiencia verdadera, por qué no tiene por una vez confianza? Estoy dispuesto a intentar quererla por todos los que no supieron hacerlo y, si me fuera posible, quererla más para usted que para mí.

Matilde, que finalmente se había sentido presa de una ternura tan respetuosa, tan llena de consideraciones, no dejó sin embargo, traslucir nada de ello, y cortó en seco la declaración de Luc:

—Si me quiere, como acaba de decírmelo —le respondió riendo—, en seguida va a tener oportunidad de demostrármelo: ¡ayudándome a lavar los platos!

* * *

Matilde se había arremangado las mangas, luego de ponerse un delantal blanco suplementario, sumergía los platos y los vasos en la cubeta, sobre el fregadero, muy cerca de Luc, luego los lavaba y por último los ponía en el escurreplatos; Luc los tomaba y secaba. Ella no pronunciaba palabra.

«¡Cuánta elocuencia tienen esta soltura y esta belleza mudas! ¡Qué perfecto acuerdo consigo misma, qué íntima armonía revelan! Con eso basta. ¡Y qué reconfortante dulzura levanta ese pecho! Hermoso y valiente animal, envuelto por el alma».

Tanta ternura prisionera, y tan cerca de él, le martirizaba el corazón: cómo no adular esa grupa tan bien formada y reprimirse de coger esos dos frutos, o mejor dicho esos dos capullos cerrados sobre sí mismos, bien duros, intrépidos y extremadamente ingenuos. No pudo resistirse. Tomó a Matilde por la cintura y le plantó los labios en la nuca. Ella se volvió rígidamente y, con el gesto que hizo para separarlo, le salpicó la cara con agua, sus ojos echaban chispas de furor.

—¿Está loco? ¡Le felicito, por lo visto no pierde tiempo! ¡Y después de esto volverá a pedirme que le tenga confianza!

Pero no había perdido el dominio de sí. La cólera, en lugar de alterar su dignidad, la realzaba todavía más. Nunca había estado tan hermosa.

—Escúcheme bien, yo siento afecto por usted, y no tengo inconveniente en que se quede aquí el tiempo que desee (pues si no comprendí mal, tampoco mañana terminará de seleccionar los libros de la biblioteca); pero si quiere que nos llevemos bien, será con una condición: que se porte juiciosamente.

—Matilde, le confieso que lo que me pide es muy difícil. De todos modos, el culpable de mi conducta es usted, porque, ¡cómo es posible ser tan hermosa y pretender que no se lo digan!

—Pero usted no se contenta con decírmelo.

—¡Oh, es lo mismo! El beso que no me dejó que le diese se lo quería decir.

—Cállese, lengua voluble. Y ponga atención, ya queda prevenido, es mi última palabra. El agua se enfría y tenemos que terminar de lavar esto. Vamos.

* * *

En ese momento caía una lluvia muy fina, que parecía no querer terminar. El cielo seguía regando incansable y metódicamente la ciudad. El trozo de calle que Luc tenía bajo los ojos estaba desierto. En la acera de enfrente, dos faroles velaban como dos centinelas abandonados, como dos pensamientos inconscientes. En silencio, sus globos dejaban escapar un líquido amarillo en el acuario ensombrecido, rayado de lluvia, de la calle. La lluvia, que el viento impulsaba oblicuamente, daba la impresión de derivar y, en el cono proyectado por los faroles, se libraba un combate incierto entre ella y la luz.

En esa agua rubia, vaporizada, devuelta por los cristales del farol que iba a derramarse y a desplegarse sobre el regaliz brillante del asfalto, en esa oleada de luz humana, el follaje entero de un árbol, inmóvil, solitario, en el ángulo de la calle, su maraña verde, su bosque de hojas iluminado desde abajo, se empapaba, respiraba.

El jadeo de la ciudad había disminuido, como fundido en el silencio húmedo de ese cielo del que Luc, alzando los ojos, divisaba un brazo brumoso, malva, refrenado por las fachadas. Apenas un rumor, una respiración dispersa. Y ese calmo movimiento de aletas, sin desplazamiento, de las hojas de un plátano en la onda luminosa que derrumba lentamente la urna eléctrica del farol.

Luc cerró la ventana. Se recostó; pero no tenía ninguna razón para dormir. Sentía que la casa entera era una presencia a su alrededor. Se hallaba apretada entre dos casas más altas. Al otro lado de la acera arbolada, la calle, o mejor dicho la avenida y, al frente, otra calle, muy ancha, que desembocaba allí. Pero la animación del centro de la ciudad, que llegaba hasta ese lugar como un flujo, se detenía, sin atravesarlas, ante las altas rejas que el tío, para mayor precaución, había hecho tapiar con placas metálicas.

La casa estaba retranqueada respecto a las que la encuadraban y entre los peldaños de la escalinata y la reja de entrada, había un pequeño patio. En la parte de atrás, otro patio pequeño similar, sin salida, presidido por dos árboles, se hallaba enclaustrado ente los muros ciegos de construcciones más recientes. Hasta tal punto que ninguna mirada ajena podía introducirse en la casa.

El tío la había heredado, allí había pasado su vida encerrado solitario obtuso y misántropo, y no la habría abandonado por nada del mundo. Durante unos años, se reservó el segundo piso y alquiló por separado la planta baja y el primero; pero hizo la vida imposible a sus inquilinos. Uno se marchó por propia iniciativa; el otro, no renovó su contrato. Cerró las habitaciones del segundo, cuyas ventanas daban a la calle, y se atrincheró en otras dos o tres que daban al patio trasero.

El dormitorio de Luc era una habitación de servicio situada en la buhardilla. Su tío le había ofrecido una más espaciosa, pero él declinó ese ofrecimiento.

La casa vivía retrotraída en la sombra. La vida llovía a su alrededor, pero no penetraba. ¿Dónde dormía Matilde? ¿Qué habitación había elegido? En ese momento debía estar recostada en su cama, igual que él, sin moverse, tras haber puesto en libertad el oro líquido de su pelo. La casa había pasado de las manos avaras del tío a las suyas. ¿Dónde estaba ese corazón cálido y luminoso que ahora tenía la casa?