—¡Vamos —ordena Matilde—, date otra vuelta!
Y la mujer lo examina de frente, de perfil, de espalda, como se sopesa y se da vueltas a un objeto de porcelana.
Es a ti, es a ti al que se vende, al que se trueca y con el que se comercia. Te resistes, te obstinas en negar la evidencia, en aceptarla. Y sin embargo, no es más que la fría verdad.
¿Es posible que hayas querido mostrarte a mí hermosa como un desafío, vestida como si fueras a tu apogeo, a tu apoteosis? ¿Qué hayas querido dejarme el venenoso recuerdo del vertiginoso pétalo de tu vestido? De tus senos, semejantes a dos trofeos, de la cuna cavada entre ellos donde, con toda la precaución de un beso, su seda cremosa reproduce la blanca caída de una conchesta. ¡Es demasiado, Matilde! Mira ese nacarado, ese plateado brillante y dulce de la seda. El altar de su superficie, receptáculo hecho para recibir y domesticar la luz. Por él circula y patina, sigue todas sus curvaturas. Por él chorrea. En él se deleita y, ya no puede escaparse.
Y así, envuelta en ese indecente resplandor, que baila a tu alrededor como una pechera de luz, has venido a buscarme. Y has atado mis manos. ¿Para qué? ¿Para traspasarme?
¿Por qué dudarlo? Dentro de unos minutos, me convertiré en la propiedad de esa mujer que está ahí, delante de mí. Vestida de amazona. Morena, de una belleza áspera y vulgar, sensual. Al menos, ella no pierde su tiempo. Ya lleva el látigo en la mano.
La suerte está echada. ¿Qué hacer sino dejar que las cosas se resuelvan por sí solas, como si no se tratara de uno, como si uno no fuera el objeto del trueque?
—Está bien —dice la mujer—, trato hecho. Me lo llevo en seguida.
Y, tras depositar un sobre en la mesa, le coloca en el cuello un collar con una placa que lleva sus iniciales.
—¿Estará bien adiestrado, no?
Matilde palidece:
—Usted misma lo comprobará. —Y después de una pausa—: ¡Pero no lo trate con demasiada crueldad!
—No se preocupe, lo cuidaré. Quiero que me dure, no lo compré por una semana. ¿Y el forraje, qué?
—…
—¿No tiene con qué envolverlo? ¿No? Bueno, no importa.
Matilde ha dado media vuelta.
Esta vez, Luc será esclavo de un cuerpo. Nada más que de un cuerpo. De un cuerpo y de su lujuria. Había terminado la esclavitud por diversión, consentida por anticipado, dorada. Ahora, caía en la más abyecta de las degradaciones. ¿Será de su gusto esta vez?
«Matilde, ¿cómo pudiste cometer semejante crimen?». Mientras la tenía delante, no lo había creído.
—¡Vamos, date prisa, perro! Ya no tenemos nada que hacer aquí.
Y la mujer empuja ante ella a Luc, confundido, con su amor propio guillotinado, retorcido por el odio. Atraviesan la puerta del vestíbulo.
Ella hunde su bota en un charco de barro.
—Veremos si te portas tan bien como lo pretende tu ex–dueña. Lámeme esa bota. Vamos, rápido, más rápido —y el látigo cruza el rostro de Luc.
Luc se despierta de bruces en el barro, con la bota aplastándole la nuca. Abre los ojos. De la habitación contigua, le llega la voz de Matilde, ese instrumento preciso y maleable, de inimitables inflexiones, piloteado con consumada habilidad, que acaba de horadar el tumor de su pesadilla, y que, mucho más que un perfume, ya es toda su presencia.