—¿No te sorprende la dignidad que conserva, pese a todo, en su degradación?
—Lo que yo noto, sobre todo, son sus admirables disposiciones para la vileza. Pero puesto que usted me habla de esa supuesta y enervante dignidad que le queda, es precisamente de lo que me gustaría que se deshiciera. Querría que padeciera su suerte a pesar suyo, que por fin se decidiera a gemir, a suplicar, a implorar compasión. Querría verlo revolcarse en la bajeza y hundirle las narices en ella.
—¡Lina, qué crueldad ocultas en tu carácter reservado!
—Señora, usted me ha indicado el camino. También vuestro devoto esclavo. Él busca la humillación, toma la delantera. Absorbe el sufrimiento como una esponja.
—En verdad, no esperaba que desempeñases tan a conciencia tu papel.
—Tiene lo que merece. Está empezando a mostrar su descontento, a morderse las uñas, ya no encuentra la cosa tan divertida. Peor para él. Debe tomársela con él mismo. Sería una lástima dejarlo precisamente ahora que va por el buen camino, y justo en el momento de mayor interés, cuando verá superadas sus ambiciones. Me propongo hacerle pedir compasión.
—Te lo prohíbo, te prohíbo que lo persigas, Lina. Lo que me dices es monstruoso.
—¿Es usted la que habla así, señora? ¡Ahora se asusta! ¿Acaso tiene miedo de las palabras? Mi crueldad, como usted la llama, no es más monstruosa que la estupidez de ese hombre.
—¡Cállate, Lina, por favor!
—Señora, no la comprendo. Sin embargo, yo la creía por encima de cualquier prejuicio. ¡Tiene usted una suerte única: le ha caído entre las manos lo que nadie tiene, ni tendría la audacia de desear en su fuero interno, hasta tal punto es algo inusitado y has impensable! Por lo tanto, aprovéchelo. ¿Acaso le está fallando el valor? ¿Tiene remordimientos? ¡Al diablo con los remordimientos!
—Hay días en que tanto sufrimiento derrotado, tanta generosidad despilfarrada me repugnan; días en que me siento cansada de todo eso, en que las inútiles cadenas de mi prisionero me pesan…
—Usted está agotada, se aburre porque le falta imaginación, señora, o porque no se atreve a usarla. ¿Acaso ha pensado en todo lo que todavía puede obtener de él? Si yo estuviera en su lugar…
—Lo que has hecho es ponerte demasiado en mi lugar. Rebasaste mis órdenes. Me asustas. Y fue tu conducta, precisamente, la que me hizo reflexionar. Tengo miedo, Lina. El sufrimiento produce siempre más sufrimiento. Una vez que lo desencadenamos, la violencia se engendra por sí sola. Cuando se ha empezado, ¿en qué momento detenerse? ¡Es como tener un abismo ante sí!…
—En cambio, a mi me parece que usted le hace la vida demasiado fácil. Escribe. Lee. Lo he sorprendido.
—Es lo único que le queda.
—¿Le parece poco? Por otra parte, dicho sea de paso, creo que eso la halaga.
—A veces me pregunto si no estoy soñando, si soy yo misma quien pude llegar a eso. Dejarme arrastrar, atreverme a todo eso. Y ya ves, desde hace un tiempo cada vez me gusta menos. Volver a una vida normal, modesta, eso es lo que necesitaría, eso es lo que me gustaría. Renunciar a ese lujo, a esa fastuosidad, a toda esa existencia mundana a la que me lancé, a todas esas recepciones. Ya es tiempo de acabar con este episodio. Y que todo vuelva al orden.
»Tú querrías acorralarlo, llevarle hasta el límite de su desesperación; pero te diré algo: yo, en cambio, siento la necesidad de rehabilitarlo.
—¿Qué hará?
—Me pides mucho. ¿Cómo quieres que lo sepa? Todavía no tengo idea de lo que haré.
—Usted no tiene el valor de perseverar y tampoco el de separarse de él. Usted siente más apego por él de lo que quiere confesar. No lo niegue, señora. Ya me he dado cuenta. Siente afecto por él.
—¡Por favor, Lina, ahórrate tu perspicacia, y no digas tonterías!
—Ni digo ninguna tontería. Usted espera que yo la ayude a aclararse. Pero no ha contestado a mi pregunta: ¿Qué hará con él? Puesto que quiere prescindir de sus servicios, ¿por qué no me lo deja a mí? ¿Por qué no me lo regala? ¡Entonces vería hasta qué extremo soy capaz de rebajarlo!
—¡Oh, cállate! ¡Nunca te hubiera creído tan perversa!
—¡Señora, no le sienta bien decir eso! Hace días, leía sus pensamientos en sus ojos. Veía el reflejo de una tentación muy precisa que no quiero nombrar para no molestarla. Y, hoy, quiere dar marcha atrás, quiere velarse la cara. ¡Usted ha lanzado a una especie de aventura disimulada, secreta, realmente apasionante, en la que me comprometió para que la secundara, y, ahora, pretende dejarlo correr! ¡No es consecuente consigo misma!
»¿Qué va a hacer? ¡Cásese con él si no quiere que la deje! ¡Al menos tendrá la ventaja de estar bien domesticado! Le confieso que la cosa tendría su encanto. Usted ya tiene en el bolsillo el contrato matrimonial que firmaban los antiguos egipcios, y por el cual se comprometían a obedecer fielmente a su esposa.
—Veo que sabes sacar provecho de lo poco que lees. Me avergüenzas, Lina; eres peor que el demonio. ¡Pero ya estoy harta de tus insolencias; si no te callas, te despido!
—¡Usted me eligió demasiado bien! Écheme si quiere, pero, antes, escúcheme todavía un segundo. Su esclavo le molesta; quiere librarse de él. Esto tiene arreglo, pues se lo envidian.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Si se lo envidian, es, por otro lado, por culpa suya, puesto que no fue capaz de guardar el secreto. Lo fastidioso es que corre el peligro de hacerse público. Es muy bonito tener escrúpulos, una vez que se ha despertado la curiosidad de los demás… Ponerse el capirote medieval, jugar a la Dama del Unicornio, enseñar a unos pocos íntimos a un paje sumiso y diligente, oh, comprendo muy bien que todo eso le resultaba muy halagador, pero su pequeño espectáculo de máscaras puede terminar costándole caro.
—Estoy de acuerdo. Me da rabia haber cometido tamaña imprudencia. Pero es una buena razón de más para escuchar la voz de la prudencia. Pienso dejar esta casa, esta región…
—Permítame continuar, señora. ¿Sabe usted quién se lo envidia más, aunque nunca lo haya visto? La dueña del castillo de Gurut, no estoy muy segura si es señora o señorita Kleber.
—¡Esa histérica, esa aventurera depravada!
—Sí, puede creerme, lo sé de buena tinta. Estoy convencida de que se lo compraría.
—¡Lina, estás loca!
—¿Por qué no venderlo? ¡Con toda seguridad sacaría un buen precio! Eso aligeraría su presupuesto. La pretendida baronesa se muere de ganas de tenerlo. ¿No le parece una idea extraordinaria? ¿No le parece que sería una manera genial, inolvidable de terminar su aventura? En lugar de liberarlo, de renunciar a sus derechos como usted quiere hacerlo, se desharía de él de una manera elegante, como una verdadera ama, como una soberana. Si está de acuerdo, yo misma me encargaré de las negociaciones.
Los ojos de Matilde brillaban. No podía resistir al placer de imaginar semejante escena, de anticiparse mentalmente a la concreción de tan audaz y diabólica sugerencia.
Ni ella ni Matilde podían sospechar que Luc había sorprendido su conversación y escuchado el estremecedor final.