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En otra ocasión, Luc soñó que Lina opinaba que era un privilegio excesivo el hecho de que disfrutara del aire y la luz, que los recibiera inocentemente en pleno rostro y los disfrutara como cualquier otra persona. Era demasiado que aún conservara una apariencia humana, que tuviera derecho a ostentar un rostro humano. Que no estaría nada mal, por el contrario, que incluso su aspecto exterior llevara la marca y la máscara de su condición, que la revelase claramente y que esta lo modificase por completo; y que, a través del espesor de una librea apropiada, la luz sólo le llegara debilitada, medida, velada. «Entra ahí».

Uniendo el gesto a la palabra, le obligó a que pasara las piernas y luego el resto del cuerpo en una extraña indumentaria, especie de combinación ajustada, de plástico, de una sola pieza, transparente como la piel de uva. Lo había enfilado hasta la cintura. Lina le hizo poner los brazos. «¡Vamos, la cabeza también!».

Vaina perfecta, la membrana elástica se adapta al cráneo, lo enjaula, lo aprisiona y se amolda como una mano húmeda a su rostro. Sólo emergen los pies y las manos. «¡Hala!». Lina desliza, dando muestras de satisfacción, la cremallera mediante la cual esta insospechada combinación se cierra y se abre de un tirón como una piel de plátano. Otro cierre semejante y horizontal le permite suturar a su antojo la boca.

«¡Punto en boca!… Ajá, qué tal… ¿Te parece bien? Hecho a medida. ¡Al pelo!».

¿Se ve a sí mismo, Luc? Momificado vivo. Bufón mudo, encerrado en su aturdimiento. Batracio escamoso. Sapo. Gusano blanco. Larva plana. Criatura inferior relegada al mundo de los limbos, cumpliendo allí su noviciado, tras colocarse el opérculo, revestido el tegumento, asumido la crisálida y el sayal de la esclavitud. Metamorfosis experimentada a la inversa.

No tanto oso, al que sólo le faltaría un collar de perro claveteado y un cascabel, sino chinche de feria. Chinche doméstico.

«De esta manera, tu rostro ya no irritará nuestras miradas y ya no sentirás la tentación de creerte, de imaginarte aún semejante a los demás seres humanos. El aire y la luz no están hechos para ti. Te corresponde la penumbra, ser prisionero hasta en tus cinco sentidos y en toda la superficie, en la totalidad de tu epidermis. Hete ahí enmarañado, uncido de tu esclavitud, sin que ningún rincón de tu cuerpo quede a salvo. Que te contenga. Que se te pegue a la piel, que te unte de porquería, que se te enganche».

«No más allá, sino más acá de la vida».

—¡Y ahora, a trabajar!

Grotesca vestimenta, oclusión, emparedamiento en sí, en su entumecimiento, regresión al estado larvario que no hubiera desaprobado bajo su cogulla, frunciendo el hocico, el amigo Ubú.