«He sido blando, cobarde ante la belleza; me prostituí por ella Ahora, es demasiado tarde para tratar de recobrarme, para desdecirme, y negarle los derechos que ha adquirido sobre mí.
»He sembrado la crueldad en ti, Matilde, la he injertado en tu dulzura. Tanto peor para mí si ahora recojo los frutos, si no hago más que rumiar su perniciosa y deprimente voluptuosidad».
Ella había ocultado toda realidad; el mundo había quedado reducido a sus dimensiones. Al apartar igualmente a la vida ruidosa, los había dejado de lado a los dos, y ni siquiera los juzgaba. Pero, ahora, se producía el desencanto, la lasitud y el asco ante el estado de corrupción y deterioro en que había caído su existencia. Empezaba a sufrir el descrédito que había arrojado sobre su persona y la crítica hacía su aparición Esa fuga de dos personas, esa escapada fuera de la condición social, de la época, de la realidad cotidiana, perdían poco a poco su carácter heroico y místico, le pesaban siempre más, y su carga se volvía insoportable. Su experimento se degradaba, se viciaba. A veces, veía en él la inanidad, como una trama que se hubiera puesto de pronto en evidencia.
Pese a las exhortaciones que se dirigía, se sorprendía denunciando el sofisma en cuya trampa había caído. Era tanto el sufrimiento inútil, nefasto, detestable, padecido por su cuerpo, que había intentado negarlo, excederlo excepcionalmente, superarlo convirtiéndolo en deseo y elaborándolo como un todo, y que había querido concebirlo como una obra, como un poema. Pero ahora ese mismo sufrimiento, del que había querido tener la iniciativa y conciliar como un canto al lirismo que bota de la belleza, le parecía vano ya aberrante.
Había hecho la prueba, mediante el absurdo de su utópica y lírica teoría, imprudentemente llevada a la práctica, pero era una prueba que, lejos de confirmarlo en sus extravagantes propósitos, se volvía desventuradamente en contra suya.
Había querido purgar el amor de ese deseo egoísta y brutal de captura y posesión, y de la vanagloria de esta posesión que por regla general lo conforma en gran parte. Había querido un amor que no fuera más que admiración del objeto amado, desinterés y liberación de sí mismo.
Pero la pura contemplación había resultado imposible: al no querer el placer renunciar a sus derechos, tuvo que abrirle, pues, otro camino a ese placer; la contemplación había caído en la orgía del envilecimiento, y el placer, al descubrir el movimiento del sufrimiento, había hecho suyos su ritmo, su cruel cadencia.
Asimismo, había tenido la debilidad de tomar en serio, al pie de la letra, aquello que hasta a su compañera no escapaba, aquello a lo cual, de haberlo meditado, no habría otorgado más que un valor muy relativo, una significación accidental. Los artificios de su coquetería, los cambios incesantes de trajes, en fin, todas esas gracias satélites con las que se adornaba y que parecían serle tan afines, ¿acaso no eran simplemente los indicios de una inclinación por sí misma y no representaban la preocupación muy natural de destacar, explotar y consumar su belleza, simples cebos, divertidos subterfugios, o acaso eran realmente las manifestaciones de su poder, sus elementos intrínsecos, como lo pensara Luc? ¿No había caído en una trampa? Ya no lo sabía.
De pronto, su amor le parecía una herejía, una chiquillada, una alucinación descabellada que había laboriosamente fomentado. Así, en ocasiones llegaba a maldecir ese amor monocorde, obsesivo, fastidioso como una pesadilla.
Su celo se enfriaba, se preparaba la insurrección. Pero, perfecto reverso de la medalla, Lina parecía adivinar sus pensamientos, incluso las ganas de matar que lo acometían por momentos, y no lo perdía de vista.
Y, sin embargo, aún no estaba vencido, aún no había llegado al fin de su sueño. Todavía encontraba la manera de dejarse invadir por un renovado fervor y de recrearlo amorosamente. Matilde aún sabía reinar sobre él y hacerle admitir sin réplica su reinado. El balanceo de sus senos repercutía aún en modo salvaje en Luc, sacudiéndolo con su vaivén, y sonaba victoriosa, ruidosamente en su pecho sumiso. En tales momentos, nada era más importante, nada podía contra la inaudita dicha de esa posesión consentida. De nuevo, pues, experimentaba el deseo de compartir esa belleza dejándola intacta. De nuevo se ponía el freno en los dientes, recuperaba con ebriedad, con una renovada lealtad, el código, la actitud y el ceremonial que le habían sido inculcados. Sus cadenas eran de oro.
* * *
¡Amazona en corta túnica blanca cuya corola de raso se abre en pliegues, como una media enagua, bajo el espeso cinturón que maltrata el talle, ángel con botas, vigoroso y espléndido, de altivos pechos y blandiendo el látigo; valquiria llena de gracia, exhibiendo su joven orgullo, hermosa y libre!
¡Visión olvidada en el desván penumbroso de la infancia, reaparecida en el sueño de Luc, surgida de un salto, fulgurante, como una bailarina proyectada por encima del escenario!
El arcángel deja la pista, se desvanece. Ahora es Matilde quien preside su sueño, deteniéndose a medio desvestirse para meditar, las piernas cruzadas, como al borde de un ventisquero, sentada sobre su vestido, levantado y arrojado hacia atrás, rodeándola como la cola de un pavo. Ahí está, sola, ociosa, doliente, de bruces, al borde de la cama, los brazos colgados. Luc se agarra a la landa velluda, a la rubia y casi invisible vegetación, inclinada como una fuente hacia los flancos. Se ha dormido. Ahora se sienta, de espaldas, mostrando su grupa como un bulbo de cebolla. Semivestida, se levanta, se agacha para volver a ponerse las pantuflas, sus nalgas apetitosas, panzudas como dos damajuanas. Pero rápidamente, esconde la indiscreta impertinente acrobacia de su pecho ya redondez de su trasero. Ahora se amuralla en una armadura doblemente puntiaguda, bajo la pared de su faja estrechamente ajustada, que la calza hasta los senos como un guante y a la cual las ligas sujetan la parte superior de los refinados quijotes de las medias sobre las que se entrecruzan los cordones, anudados muy arriba, de los zapatos: ¿acaso va a la guerra, acorazada así de los pies a la cabeza? ¡No! Ya no es la mujer enfundada en una ligera coraza reluciente y medieval, o en ropa interior negra, flor negra, lago y laca negros, lava negra derretida y derramada sobre ella, tomando vida con ella, ya no es el escudero de salón, a la vez caballo y caballero, es una Matilde completamente distinta la que aparece con pasos mesurados, con el andar de una reina, envuelta por las miradas, una hermana de la Eva animal de hace un instante, encerrada en su desnudez, descansando los brazos cruzados detrás de la cabeza, estirada en la satisfacción de su carne, o sentada, cogiendo con la mano la punta del pie, el muslo levantado como una guitarra; una hermana, pero más todavía una extraña que ya no la conoce, que ya no quiere acordarse de ella.
Blanquísima, minuciosamente modelada, deambula, metida en un monumento imponente, de capas y paneles superpuestos, construidos con materiales tejidos a mano, escogidos y suaves, hecho para que uno se enrede como en una tela de araña; pesado tapiz y mariposa, del que ella es el pretexto, el eje carnoso y vivo. Flor dotada de movimiento, evolucionando, migratoria.
De pronto, se produce un cambio, como por encanto. Abandonando su reserva, su discreción de alteza de labios finos, el pecho nevado, cubierto de plumitas imbricadas como escamas, mascarón de proa, majestuoso, de cisne, realzado por cadenas de perlas, como gotas de agua, ella da vueltas por el lago, baila. Eje, alma de la danza que aprisiona el tiempo, barre el espacio con su vestido ondulante, ligeramente levantado a su alrededor cuando gira, como un pavo real. ¿Por qué habría de detenerse el vals?
El vals se convierte en lamento, en canto acompasado y nostálgico, ritmado con golpes sordos, llegado de lejos a través de la selva tropical, como los latidos del corazón del tiempo, la pulsación de sus entrañas. Ella sigue bailando.
El corazón de piedra del invierno se ha derretido. Tregua. En el jardín, Matilde, tras haber examinado, ajustado la panoplia demasiado complicada de su belleza, es otra vez una joven adolescente. Desdeñando por un tiempo el perpetuo disfrute de sus atavíos, su ordenanza protocolar, su procesión superlativa, cada día más considerable, su competencia, ¡los ha arrojado al viento!
Camina en la claridad, la frescura, la despreocupación de las telas estivales. El escote cuadrado de su vestido, recta y tiesa cortina, corta en seco la frívola redondez de sus senos y, al descuidarlos, no hace más que poner en evidencia, subrayándola, como quien no quiere la cosa, su maliciosa presencia.
Se entrega a sus placeres, de los que conserva el monopolio. Luc está a su servicio, no existe más que para su diversión. Sirve de pretexto a su alegría. Cuando ella no lo utiliza, pasa y vuelve a pasar sin verlo, sin echarle una mirada, sin tomarse el tiempo de hacerlo, considerando que bastante tiene con su propia vida. Él está bien donde está, mantenido aparte, olvidado, pero disponible para el caso en que se lo necesite.
En compensación se le ha dado la ascesis y la continencia; se le ha propuesto y definido como tipo de vida la asiduidad y la frugalidad. Se lo han repetido muchas veces; ahora ya lo sabe. No es preciso volver a decírselo. Que se adapte y lo aproveche. Que no vaya a creer que está autorizado a aflojar un solo instante su tensión y a salir de su expectativa. ¡Bien puede darse por contento! Que espere…
Es como el galeote, perdido entre sus congéneres, casado con el remo, mediante el que una gran dama, con todo el aparato insolente y autoritario, arremolineante de sus volantes, que ha venido a visitar al capitán, trepa a bordo de la nave. Parece no ver, ni comprender. Parece ignorar la afrenta que les hace, no dará ni un paso de conmiseración hacia ellos. Vive en otra esfera y atraviesa el mundo de las larvas bien provista, protegida contra sus salpicaduras. Estrella incólume, de visita entre los gusanos, sin perder nada de su prestigio, sin ceder un ápice de su resplandor. Eliminándolos, apartándolos por segunda vez. Corcel egoísta protegiendo la pureza de su mirada con sus anteojeras de lujo, caracoleando y sin alterar por nada en el mundo su paso, habiendo asumido, hecho suyos toda la belleza y el placer del mundo, encontrándose muy a gusto así, considerándolos, de la manera más natural, como, como su propiedad personal. Los demás no los necesitan. Además, ni siquiera saben que existen. Con ellos, pues, nada en común.
Y, sin embargo, son sus propias blancas manos las que lo sueldan al remo, para siempre… Jardín. Ballets de flores. Sol en lluvia. Azulinas. Coronas de hierro dentadas, como con pequeñísimos arpones. Diademas góticas, lanceoladas, puntiagudas. Lirios. Llama suntuosa y majestuosa, brío tornasolado, lengua y capa de piel, terciopelo místico de los lirios. Más lejos, los mismos, pero pálidos: matorrales de cuchillas estilizadas, ramo de lenguas rígidas, manojo de rígidos juncos, recortados de un vitral, friso hierático, rosetón y palma al ras del suelo y, por encima, pájaros encaramados, nobles, celebrando su silenciosa reunión, aislados en su sueño, extraños danzarines en su columna, erguidos como estilitas, olas embrujadas, volutas inmóviles, farolas adormecidas, llamas melancólicas.
¿Qué es esta forma sumergida, curvada bajo la miseria y la desgracia, absorbida por la sombra salobre como el agua de un estanque? ¿Será Matilde en prisión? Sus cabellos están encapsulados en un pañuelo de tela blanca que engloba su nuca y su cuello como una toca, se enrolla sobre sus hombros como una bufanda, rodea su rostro como un marco oval. De rodillas, diminuta, como una cierva herida, con los corvejones cortados, se alza sobre el pedestal de su falda de campesina en la que termina, con mangas largas y angostas, levantada y ajustada a la cintura, una sobreveste medieval, como una segunda falda levantada a la altura de las caderas. Antes de que se haya tenido el tiempo de doblarle y atarle los brazos, al igual que se cogería con pinzas, aplastándolas unas contra otras, las alas de una ángel, ella junta las manos e implora.
Prisionera demasiado hermosa. Sueño de un sueño. Lamentable e ilusorio desquite. Sería una locura creer que Matilde se deja arrebatar tan fácilmente su poder.
Negro. Negro dorado. Oro negro. Negro tierno, brillante, donde se ha sumergido y de donde brota la luz. Estuche oblongo de nieve negra, cálida y viviente, que forma un único cuerpo contigo. Cofrecillo. Pulpa oscura y reluciente. Miel. Movimiento de oruga del terciopelo.
Pelaje suave, corto y profundo. No pilosidad, sino ropaje velludo. Abrigo de piel, pero raso, donde se ha agazapado y encerrado la luz.
A través del sueño precario del alba, acosado por el día, renace, en él, ya no temeroso, truncado, laminado, comprimido como un resorte, sino de pronto otra vez en posesión de toda su juventud, un deseo; el de un contacto y de un abrazo, el de una reunión y una inserción más profundas, con los brazos entremezclados, preludio de una desfloración, de un rapto.
Perderse en ella, saciarla, amamantarla; irrigarla cual arena ávida.
Saborear en el interior del fruto. En su cavidad.
Pero Matilde, atenta, erguida sobre su sueño, vigila; se hace desear. Se apoya en él con toda la fuerza y la precisión de ese deseo erguido a su lado, tenso hasta romperse por alcanzarla, y que magníficamente ella rehúsa.
Lo dejo solo en el circo, a merced de los furiosos y frenéticos leones de su deseo, que muestran sus encías y sus dientes.
Prisionero de su deseo, en el interior, como una mujer encinta.
Mejor aún, definitivamente puesto fuera de combate, descuartizado, clavado con alfileres en la ridícula y simétrica elongación del descuartizamiento. Ya no blanco aglomerado, cernido, roído como un pollo atado de la pata a una estaca; ya no estirado estúpidamente cara al cielo, bostezando a los cuatro puntos cardinales. Izado, por el contrario, en doble diagonal, abierto, expuesto cual planta en el herbario, cual estrella de mar. Que sea embargada, en el día mortecino del in–pace, la bestia en la que late su corazón, que sea puesto en escuadra, rígida gárgola llorosa de Notre Dame. Que a plena luz sea exhibido, expuesto ante toda una población, amarrado de piernas y brazos a las cuatro extremidades, que jamás estuvieron tan lejos, como un barco a la pared del muelle.
Matilde le hostiga y le asedia. Le persiguen, sin moverse, los dos gatos azules de sus ojos, estirados bajo sus párpados:
Te amarraré a la argolla de mis mulas, te unciré como a mi ganado, te pondré un cabestro y te tiraré de una cuerda, te engancharé a mis caprichos, te enjalmaré y te haré dar infinitas vueltas alrededor de mis deseos.
Sabrás qué es el acero. Ya no serás tú, sino yo, un apéndice de mí, indigno y vil.
Te enjaularé como a un grillo, te ataré como a una gavilla, te precintaré, petrificado, al mármol de mis columnas, como una cariátide. Te pondré rodrigones como a las vides. Te ajustaré y te envolveré como un paquete. Te colgaré y ahumaré como un jamón.
Ocultaré tu vida como una funda, la encerraré en las anteojeras y la cogulla de la penitencia, la revestiré de una materia hermética, de una membrana de silencio y oscuridad, la obturaré por todas partes, la mantendré quieta y muda, inmóvil bajo mi poderío, cual huevo en su cáscara.
¡Después, en otros momentos, te llevaré a pacer, a rumiar apaciblemente la hierba del sufrimiento!
¡Llegaré a la perfección, lograré una obra maestra!
Y aún si tuviera que fracasar, que conocer la miseria, suceda lo que suceda, por bajo que caiga, por desprotegida que pueda hallarme, tendré el consuelo de pensar que siempre habrá alguien más desgraciado que yo, tributario hasta de mi propia miseria, retorciéndose en su celda, con las manos clavadas a la pared, pesando y sopesando indefinidamente la tara de su esclavitud…
De no ser por la contorsión del incomprensible placer que experimentaba, hubiera podido creer que se encaminaba beatíficamente hacia el sueño de la muerte.