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Lina se había salido con la suya. Aprovechó bien la situación para someter a Luc a su voluntad. Lo llevaría agarrado por las narices. Y lo convertiría en un modelo de obediencia.

Para lo cual, era preciso que nunca obtuviera recompensa por sus progresos. Este fue el principio que su institutriz, en delantal blanco, siempre insatisfecha e insaciable, observó religiosamente. Para mayor asombro de su alumno, con incrementada firmeza y sin pausa, la mujer llevó su adiestramiento siempre más lejos, siempre más allá de sus demasiado modestas previsiones.

El tratamiento dio resultado. Lina logró sus fines. Luc terminó por trasladar a su vigorosa y hábil instructora, que lo mantenía a raya, los sentimientos propios del subalterno, conformes a su rango y condición, que profesaba por Matilde. A su vez, ella obtuvo de él una renuncia sin compensación de ningún tipo, una abdicación incondicional. Sólo durante los primeros tiempos, Luc llegó a reprocharse ese nuevo sometimiento como una debilidad reprensible, una traición, pero la fuerza de las cosas hizo que cesara de prestar atención a sus escrúpulos. Por si fuera poco, un enojoso precedente lo predisponía e incitaba a ello. Y, después de todo, ¿Lina no era acaso la representante permanente de Matilde, investida expresamente por Matilde de todos sus títulos, con plenos poderes para valerse de ellos? ¿Cómo una réplica, otro aspecto, un segundo rostro de Matilde?

Ante el hecho consumado de sus decretos, ¿qué mejor, para atenuar su dureza, que convencerse de su legalidad, considerarlos, por exorbitantes que fueran, perfectamente lícitos y comprometerse, sin pensarlo, a obedecerlos siempre, a cumplirlos al pie de la letra, a toda costa?

Si al menos sólo hubiese sido su cuerpo el que, embridado, sometido, hubiera gemido ente las angarillas, pero la tutora que le habían impuesto desgarraba su espíritu, lo doblegaba, y su autoridad siempre más sofocante se hizo dueña absoluta e hincó sus inarraigables garfios. Así pasó a ser un simple mecanismo, sin iniciativa, engranado en su voluntad.

La criatura que le había puesto la mano encima, era una especie de buda familiar, grave, poco habladora, simple pero indescifrable, inmersa en su propia calma; muy segura de la suficiencia de sus dotes, de la riqueza convenientemente administrada de un cuerpo apenas un poco entorpecido. Satisfacción sin mácula, agradable a la vista, ninguna turbación parecía capaz de inmiscuirse, ninguna injerencia proveniente del exterior parecía estar en condiciones de inquietarla. Debajo de sus blusas de cuello alto, blancas o celestes, a las que se mostraba tan aficionada, la ternura compacta y contraída, flemática, que llenaba su pecho, adquiría el aspecto de una especie de blindaje ofensivo, ventajoso, susceptible de ser admirado, pero que a la vez daba la impresión de protegerla contra cualquier actitud irrespetuosa.

Puesto que se había abandonado tan fácilmente a su jurisdicción, Luc habría deseado a veces, a cambio, descansar por unos instantes su cabeza exhausta en la mansedumbre que, a pesar suyo, no podía eludirse de ese seno severo e irritable, en el hueco de la falda, allí en el golfo del delantal, esa ensenada donde van a morir las olas, hacer un alto, refugiarse, en fin, en el regazo rudo y maternal. Pero estaba excluido de ese cobijo que no quería admitir la compasión. Su única recompensa, la única muestra de estima era el castigo. La norma a la que se hallaba sometido era incorruptible y su principal virtud era precisamente no cejar ni un solo instante.

De modo que fue constantemente vigilado; ya no hubo ni pecado venial ni minucias, sólo hubo perjuicios y crímenes de lesa majestad. Su segunda ama hizo de la lengua desatada del látigo el intérprete habitual de sus exigencias. A la menor falta, lo cruzaba, como un relámpago, con su trazo cáustico. Eso le bastaba para provocar el arrepentimiento de un sirviente reacio y para devolverlo al buen camino.

Luc podía saborear a sus anchas la escocedora dicha de la esclavitud, podía paladear toda su hiel. Terminaba por donde, demasiado a la ligera, había empezado: al obligarle, ente otras cosas, a frotar el suelo con el pie durante largas horas, Lina le obligaba a parodiar personalmente lo que había sido el preludio de su entrega amorosa a Matilde; con la diferencia, sin embargo, de que ahora ya no lo hacía libremente, por propia voluntad, sino por la comodidad y la tranquilidad de espíritu de Lina, con las muñecas debidamente atadas a la espalda. Salvo que no lavara, hasta la náusea, corredores, escaleras, baldosas y mosaicos.

¿Cómo se explica que Luc no se opusiera con mayor energía a tales vejaciones, tan abusivas como degradantes? ¿Qué dejara zaherir hasta tal punto su amor propio, que olvidase, al menospreciarse así, el más mínimo sentido de la dignidad? Tendríamos que creer que recibí en secreto alguna indemnización, que hallaba un sabor insospechado a la inverosímil situación que vivía y que le permitía soportarla, que llegaba al extremo de otorgar un sentido y un valor a las mismas vejaciones que padecía.

Claro, revelarse no era nada fácil. Pero cualquier veleidad en este sentido era tan breve, tan débil y accidental, que, en efecto, no había más remedio que suponer que, comprometido en una experiencia, incapaz de renunciar a ella, negándose a ver que estaba degenerando y se volvía cada vez más absurda, Luc cedía a la tentación de proseguirla ciegamente, sin detenerse en el camino, y empeñaba todo su pundonor en no desdecirse; que hasta lograba transformar las iniquidades de que era objeto, los daños físicos que le eran inferidos, en singulares y furtivas oleadas de felicidad; que, a su juicio, lo agradable superaba aún lo intolerable.

Lina no dejó ni por un momento de explotar las notabilísimas disposiciones de su catecúmeno. No le dio respiro. Cuando no sudó trabajando bajo su infatigable aguijón, por la menor falta se vio de nuevo en el calabozo, encerrado bajo llave, tras haber sido juiciosa y artísticamente colocado, con meticulosa solicitud, en una posición u otra, según su variable y refinado criterio, para toda la noche. Con mayor frecuencia, lo ponía arribado a la pared, sin tener dónde apoyarse, piernas y brazos atados a la espalda y un collar en el cuello a modo de grillete.

Lo ataba la misma mano firme, precisa, tranquila y fría que hacía unos instantes anudaba con dos lazos rápidos los cordoncillos de un delantal. Salvo cuando las glotonas esposas se cerraban con ese mordisco impaciente y brutal, con ese chasquido seco de posesión definitiva y muda satisfacción.

No le quedaba más que reflejar sin fin sus pensamientos sobre el cuádruple espejo de piedra del calabozo en el que había sido confinado, balanceando en su soledad y su recogimiento la girándula elegante y eterna de sus cadenas.

Sin aire, sin luz, le habían robado el día. La vida transcurría por encima de su cabeza. Como si la hubieran mantenido a la fuerza bajo el agua.

Cual una pesada tapa, la voluntad de su profesor se abatió del todo sobre él; Luc fue rehecho, amasado y modelado a su conveniencia. Fue sumergido y derretido en el seno de su poderío, asado a fuego lento sobre una brasa uniforme, atiborrado de su libertad burlada y reprimida, impregnado y embadurnado de vergüenza, aplastado cual mijo en el mortero.

Por todos lados, se hallaba rodeado por la sorda presencia que emanaba de ese cuerpo que, sin embargo, se complacía en disimularse detrás de la austeridad de una blusa que lo sustraía a la mirada como una casulla, pero, aún así, traslucía la perseverancia y el esfuerzo de su denso y generoso empuje. Presencia que lo cercó obstinadamente, lo expulsó de sí mismo, lo reemplazó, lo absorbió. Presencia en la que su vida podada, escamondada, se había envuelto. Indefectible presencia nutridora que se había introducido en él y lo envolvía.

Los miembros entrecruzados como aspas, mientras los párpados pesados, colgantes y abombados de su preceptor bajaban bajo el ángulo negro de sus cejas, pesaban sobre él, lo confirmaban en su servidumbre, lo mantenían en su lugar, a la altura de sus tobillos, en el nivel servil donde yacía aplastado, degradado, asistía a la lenta descomposición, trituración, mortificación de su deseo en cuclillas, arrodillado, amordazado y lastrado de un plomo que él fomentaba como una ceniza al rojo vivo.

Tenía por reducido horizonte la falda de su preceptor, tensada sobre sus rodillas que caía recta como una rígida pared, como un cofre cerrado, impasible, insensible, inexorable.

Luc se adhirió a su voluntad y llevó su marca, llegó a ser de una docilidad y una maleabilidad extraordinarias. Fue una prolongación de Lina, un órgano pasivo que respondía a cada una de sus decisiones con una fidelidad y una seguridad sólo comparables a las de su pulgar obedeciendo al acto a los movimientos que ella deseaba verlo realizar.

Una máquina. Tras haber aceptado que otra persona tuviera su alma.

* * *

Ya no se trataba del terror dorado, de la dictadura de la Belleza. Era algo muy distinto. El reinado a través de Lina iba adquiriendo un matiz inquietante.

La belleza de Matilde lo había envilecido; culpable ante ella, había pagado con magulladuras y ultrajes hechos a su cuerpo y a su vanidad y, como hubiera dicho un físico, mediante su sufrimiento, encontró en ella una resonancia, sin embargo, aceptar ser su subordinado lo había enaltecido y él se había enorgullecido de pertenecerle. Pero apenas consumada su ascensión, no pisó más que por unos instantes las alturas que había alcanzado, carente del poder necesario para establecerse allí: un peligroso declive lo atraía, un cráter de volcán lleno de sombras sospechosas y funestas, sin fondo, hacia el que Lina lo empujaba, lo arrastraba, hacia el que rodaba. Instigado por ella, Luc empezó a bajar, a hundirse progresivamente por debajo de sí mismo.

Era como si le cediera poco a poco su propia conciencia de sí. En una suerte de desplome, de apisonamiento, de retrogradación y de retracción voluntarias, la cabeza metida en el pecho, la conciencia casi asfixiada, casi apagada, empequeñeciéndose y sumergiéndose en lo opaco, yaciendo y resquebrajándose en él.

Él, enamorado de la luz y que alimentaba la alta llama de una inteligencia presuntuosa y viril, se encaminaba —guiado por la capciosa promesa de un paraíso estrecho y oscuro, innombrable, en cuyo fondo intentaba reabsorberse— al encuentro de la extinción y el hundimiento, de una desaparición en el interior de sí mismo.

* * *

Los días de colada, Lina, calzando botas de goma flexibles y relucientes, se cubría enteramente con esta materia, colgaba del cuello un pesado y deslizante delantal impermeable y se ponía guantes de goma. Así equipada, cuando Luc había cometido alguna falta, lo tumbaba en sus rodillas y, tras atarle cuidadosamente pies y puños, como si hiciera un ayuste, lo castigaba metódicamente.

Luc pasaba a ser entonces esclavo de una extraña lavandera moderna, camarera, ayudante de laboratorio, obrera en una empres de productos químicos. Pertenecía a una curiosa criatura, semi–goma, a la vez matrona y robot.

Entraba así en contacto con su primitiva inmediata materialidad, sorda a cualquier recriminación, a cualquier queja, pegado a ella, reincorporado y devuelto a su mutismo

* * *

Deshielo. La crispación de la escarcha se afloja. Termina su contención. Los cristales bajo la alfombra puntiaguda y erizada que detenían el fluir del mundo y lo inmovilizaban, se disipan, se evaporan. Los follajes de hielo se vuelven más tenues, se debilitan, la niebla se aleja, se retira, reaparece el azul del cielo, pero un azul aún sufrido, impregnado de gris, aunque liberado de su polvo húmedo.

Altos árboles rectos, escamondados, reducidos a su tronco negro y a los muñones de dos o tres ramas seccionadas, se alzan en la atmósfera límpida y fría, sumergidos, pero inmóviles, en la viva corriente del viento invernal. Resisten al desplazamiento líquido y permanecen en su lugar como los árboles anegados en una orilla hundida, o como alargados álamos frondosos, inclinados, hundidos en el agua calara, mientras las redes de la corriente se anudan en sus frágiles ramas.