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El portal de entrada estaba entreabierto. Luc atravesó el patio y llamó. Casi en seguida alguien corrió el cerrojo de la puerta. Apareció Matilde.

—¡Buenos días, Matilde! —dijo Luc con una sonrisa.

—Su tío ha muerto.

—¿Murió mi tío?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Hace diez días.

—¿Cómo es posible que no me hayan dicho nada?

—Verá usted…

—¿De pronto? ¿O estaba enfermo?

—Súbitamente. Del corazón.

—¿Por qué no me avisó?

—No hice sino cumplir su voluntad.

—¿Se lo había prohibido?

—Un mes antes, me dijo: «Matilde, si muero, abra usted de inmediato este sobre que pongo aquí, en este cajón, recuérdelo bien». Tal fue lo que hice en cuanto el doctor certificó su fallecimiento.

—¿Y qué había en ese sobre?

—Su tío me prohibía expresamente que avisara a quienquiera que fuese, sobre todo a usted.

—Pero ¿por qué razón? Es cierto que nuestras relaciones se habían enfriado bastante desde hace un año, pero de ahí a prohibirme…

Matilde estaba bien erguida, tan distante como de costumbre imperceptiblemente desdeñosa.

—Aparte de vuestra desavenencia, su tío tenía una buena razón para dispensarlo de concurrir a su entierro: lo ha desheredado.

Luc miró a Matilde como si no comprendiera nada; su mirada incrédula, que pedía, a la vez que temía, una confirmación, se detuvo en la mirada de la criada, cuyo rostro permaneció inmutable. Se limitó a repetir:

—Así es, por eso su tío lo eximió de sus funerales.

—¡Esto es inconcebible! —dijo Luc—; ya me resulta muy difícil creer que me haya odiado hasta ese punto, a pesar de la disputa que tuvimos hace un año, ¡pero que haya dejado su fortuna al Estado, a esta sociedad que denigraba tanto, que despreciaba más que ninguna otra cosa, que se le haya ocurrido tomar semejante decisión es imposible! Y sin embargo, ¿a quién más habría podido legar sus bienes? Yo soy su único pariente, y no le conozco ningún amigo, ninguna relación…

—A mí —cortó Matilde.

—¿A usted?

—Sí, a mí. Pero no vaya a creer que sea por afecto, reconocimiento, amistad, o algún otro sentimiento de esa clase. ¡De eso puede estar seguro!

De repente, el tono de la voz de Matilde se había vaciado de la más mínima hostilidad.

—Sólo lo hizo para vengarse de usted, para darle una lección, para tener así la última palabra y castigarlo por no haber querido entrar en el ejército. Lo pensé muy bien durante ocho días, y estoy segura de no equivocarme. Tenía un aire maligno cuando me llamó por ese sobre No le quepa duda de que en aquel momento no pensaba en la agradable sorpresa que iba a darme, sino en el chasco que usted se llevaría. Soy la beneficiaria de una broma. Sí, eso es, de la broma siniestra y póstuma que le hizo a usted.

Luc no decía nada. Varios sentimientos bullían confusamente en su interior sin que ninguno de ellos lograra mantenerse a flote e imponerse claramente a los otros. Lo que acababa de oír tendría que haber sido un rudo golpe para él, una brutal y despiadada desgracia de la suerte, y la magnitud del desastre hubiera sido suficiente para monopolizar dolorosamente su mente. Pero nada de eso sucedía. Por sorprendente que pueda parecer, otro pensamiento, completamente fuera de lugar, conseguía solapadamente llamar la atención del joven. No sólo no sentía resentimiento alguno hacia su involuntaria expoliadora, lo cual hubiera sido una reacción muy natural, sino que no lograba olvidar que si había vuelto a esa casa era por ella, y, sin transición, empezó a preguntarse en qué quedarían sus relaciones, ahora que la mujer ya no estaba al servicio de su tío, y era libre, pero también ahora que, de manera repentina e imprevisible, ella se había vuelto rica. «Nunca me habló tan largamente», pensaba, sin siquiera reparar en la circunstancia que lo hacía posible. Por el contrario, era demasiado sensible a la inesperada elocuencia que le revelaban las palabras de Matilde, y que no podía menos que aumentar aún más, como si fuera un nuevo mérito, ese capital de apasionada estima que había acumulado a su respecto; demasiado sensible también a la discreta tibieza que templaba la habitual frialdad de Matilde. «¿Frialdad, orgullo? ¡No, nada de eso! Ella no esquivaba en absoluto mis miradas, no tenía necesidad de hacerlo, ya que no la alcanzaban; simplemente me ignoraba. Hoy, por primera vez, me ve, consiente en verme, yo existo para ella».

Pero una idea atravesó en seguida esa venturosa constatación, como una flecha: «Mi tío está muerto, ya no tengo nada que hacer aquí, nada que ver con esta casa; ya no me queda ningún pretexto para verla; ¿pensará quedarse aquí?».

Matilde, sin saberlo, le sacó la flecha.

—¡Venga! —le dijo al ver que se disponía a marcharse—, tengo que darle la dirección del notario que recibió su última voluntad.

—No tiene importancia —respondió Luc—, creo en su palabra, Matilde.

—Y después subiremos a la biblioteca, donde podrá coger los libros que quiera.

—Volveré otro día —dijo Luc.

Por nada del mundo habría dejado escapar la posibilidad que ella le ofrecía, deseaba sacar el máximo partido de esa última posibilidad que le quedaba, explotarla a fondo; para ello debía recuperar su calma, su lucidez, y preparar lo que haría o diría. Por el momento, se sentía presa de emociones contradictorias y ya no sabía muy bien a qué atenerse.

Pero Matilde insistió:

—¿Por qué? ¿Por qué no ahora? Supongo que nada se lo impide, puesto que venía aquí. Además, cuanto antes será mejor, ya que no tengo intención de permanecer mucho más tiempo aquí, en esta casa; realmente demasiado lúgubre.

—A mí me gustaba esta casa —dijo Luc.

Empezaron a subir la escalera.

—Aquí pasé tres años que nunca olvidaré, y aquí estaría todavía si no me hubiera enemistado con mi tío. Para mí, esta casa es extraordinaria, y no creo exagerar nada al decirlo. Tendría que recorrer todo París antes de encontrar una parecida. En los primeros días que estuve aquí, mi tío me preguntaba: «¿No tienes miedo de los fantasmas, bribonzuelo, no tiemblas por la noche, cuando estás solo arriba, en tu palomar?». Al contrario, yo tenía la impresión de que esta vieja casona me había adoptado de entrada, y me sentía de la más cómodo.

«Este muchacho no tiene los pies sobre la tierra» pensaba Matilde; «prefiere malquistarse tontamente con su tío antes que renunciar, siquiera por algún tiempo, a sus estudios literarios; contraría como por placer los sentimiento que su pariente experimentaba por el ejército, lo único que se muestra capaz de admirar; en lugar de complacerlo, al menos en apariencia, prefiere irse de la casa; sin embargo, lo visita regularmente, para terminar disputándose con él; sin embargo no deja de venir a verlo, pero sin intentar reconciliarse. Hoy se entera de que su tío ha muerto, de que ha perdido la fortuna que naturalmente le correspondía; a mí —que sólo estoy aquí desde hace un año, que le serví la mesa y a quien su tío no vio más que cinco o seis veces a lo sumo—, a mí se me ha regalado todo esto y, aunque así le arrebato esta fortuna que siempre tuvo a la vista, ¡ya no piensa más en el asunto! ¡Evidentemente debe estar enamorado de mí!».

Matilde lo precedía: «Siempre a lo colegial» observó él, «siempre con ese tipo de delantal amplio y de tirantes cruzados, modesto y coqueto a la vez, propio de una muchachita juiciosa. Desaparece en él como detrás de un biombo. ¡Pero qué adorable amante debe ser esta escolar!».

Luc seguía con su mirada la pierna delgada y perfecta que subía alegremente los peldaños, uno a uno, delante suyo, el busto pleno y esbelto, y esa nuca pálida y altiva que descubrían, como un lugar desnudo tras la cosecha, los cabellos rubios, recorridos por reflejos de fuego, tirantes, muy cuidadosamente peinados, como finísimos cordajes, hacia arriba.

Llegaron al segundo piso y atravesaron varias habitaciones a oscuras antes de entrar en la biblioteca. Reinaba allí un curioso silencio. La pieza era de grandes dimensiones y el techo alto. Sus ventanas daban al patio interior y se hallaban disimuladas por pesados cortinajes que apenas dejaban pasar algo de la luz, sobre todo en un día nublado como aquel. Los libros ocupaban todo un lado y su impresionante desfile, de estante en estante, se elevaba hasta el cielo raso. Varias mesas, provistas de lámparas de trabajo, estaban sobrecargadas de publicaciones, de revistas, de toda clase de catálogos y, a lo largo de las otras paredes, se largaban las vitrinas bajas sobre las que había figurillas, cajas, cristales, valvas y varios mapamundi de diferentes tamaños, antiguos y medio descoloridos.

—No sólo mi tío nunca hizo nada, sino que además podría decirse que nunca tocó nada de esto. Lo único que continuaba relacionándolo con un mundo al que había dado la espalda eran estas revistas, que recibía por decenas; nunca dejaba de recorrerlas vagamente, de hojearlas y desordenarlas para volver a clasificarlas, y esto incansablemente. Lo mismo que respecto de sus libros: ¡nada de la pasión de un hombre instruido, sino la manía de un coleccionista!

Matilde sacó una llave del bolsillo de su delantal y abrió una de las vitrinas de la biblioteca.

—Tener las obras completas de todos los autores franceses almacenarlos en apretadas filas, todos encuadernados en cuero, eso era lo único que le interesaba. Claro que fue una manía de la que yo me beneficié mucho. ¡Si usted supiera cuánto lamenté no tenerla a mano, qué falta me hace desde hace dos años esta biblioteca!

—Pero yo en cambio la aproveché mucho —dijo Matilde, para gran sorpresa de Luc—. Substraía la llave y venía casi todas las noches a buscar un libro; por suerte su tío nunca se dio cuenta.

—¿Qué leía?

—Alternaba los libros de historia con las novelas.

La muchacha se allanaba, le hablaba con familiaridad. De pronto le pareció que estaba muy cerca de él. Luc le sonrió. Una sonrisa espontánea le respondió, una sonrisa generosa pero involuntaria, en la que sólo el rostro había participado; la límpida y clara mirada apenas había brillado; permanecía ajena, indescifrable.

—Voy a empezar por los estantes de arriba, son los más interesantes, allí están los autores modernos —precisó Luc mientras apoyaba contra la biblioteca la pequeña escalera de madera lustrada.

—¡Tenga!

Matilde le tendió un trapo de tela verde que había cogido de un armario.

—Limpie los libros antes de bajarlos, pero trate de no hacer volar el polvo.

Acto seguido se sentó en un sillón, casi dándole la espalda, y pareció olvidarlo.

Luc pasaba revista uno por uno a los libros, los cogía, los abría, los hojeaba, volvía a cerrarlos, de tanto en tanto bajaba de la escalera para ponerla un poco más allá, pero su trabajo de selección no daba muestras de avanzar. «¿Qué hacer? El tiempo pasa». No se decidía por nada. A hurtadillas miraba a Matilde, hundida en el sillón, de perfil, inmóvil, cruzadas las piernas. Lo único que se movía en ella era la punta de uno de sus pies, marcando un ritmo impaciente, maquinal, y su pecho, dulcemente levantado por un oleaje leve y regular. Se la comía con los ojos como si nunca más fuera a verla. «Distinción, nobleza no son lo bastante expresivos» se decía, es otra cosa. «Majestad natural», sí, una majestad inconsciente que emanaba de toda su persona, eso era. Lo que le había seducido, era ese contraste entre la condición de la muchacha, el papel subalterno que por lo demás desempeñaba con toda precisión, y ese derecho a cierta primacía que le reconocía sin dudar un instante. Ese tranquilo equilibrio entre los dos. Esa mezcla en dosis iguales de modestia e independencia. Todo en su persona, en su cuerpo, convergía hacia la gracia, su rostro no era sino una sonrisa, y sin embargo, nunca, durante un año entero, Luc había visto esa sonrisa a punto de abrirse, ni esa gracia realmente en libertad. En una palabra, esa sonrisa decididamente en suspenso ahí se quedaba y Luc creía vislumbrar un imperceptible matiz de desprecio. Pero Luc se había prometido vencer, aunque sin dejar de admirarla, esa voluntad de aislamiento. «Matilde, yo romperé esa orgullosa cáscara y pondré al desnudo toda la dulzura que leo en ti; te obligaré a dejar libre curso a esa vida recluida que te obstinas en llevar. A mí me toca ser lo suficientemente hábil y paciente para lograrlo. ¡Pero cómo me impone esa dulzura!…». Y el deseo y la deferencia se mezclaban curiosamente en él. Después pensó: «Mi tío sigue imperando aquí, su presencia todavía impregna estos lugares: a Matilde ni siquiera se le ocurrió poner de lado esa insignificante indumentaria de criada al mismo tiempo rústica y anticuada, ese vestido tan austero, con la parte de arriba bien cerrada, desapareciendo casi por completo bajo el largo delantal, cruzado y anudado en la espalda, como un manto puesto sobre la belleza. Y esa especie de coquetería humillada y somera, reducida a castos rudimentos». El cuerpo de Matilde se hallaba tan salvajemente defendido como su alma. Pero aunque la muchacha los guardara cuidadosa y celosamente para sí, no podía impedir que se manifestara la elegancia de las formas de ese cuerpo, ni que su luminosa tibieza atravesara la opaca librea de servidumbre, la discreción monacal, la oscuridad superpuesta de los tejidos en los que se ocultaba. «Hábil y paciente. ¿Pero acaso estoy loco? Olvido que a lo sumo dentro de una hora me iré de aquí, y esta vez sin ninguna esperanza de retorno, ¡a menos que me muestre capaz de aprovechar la única ocasión que se me ofrece! Ah, poeta, no vale la pena tener la pluma tan fácil cuando la lengua permanece como prisionera. Acaso sea una diosa la que está allí, casi al pie de esta escalera, y por eso la temas tanto; no, idiota, ¡no es nada más que la criada de tu tío! A lo máximo, ocho o nueve años más que tú, nada más. Sería necesario que se ponga a llover a torrentes. ¡Si el diablo existe tiene que sacar un diluvio de este cielo! Ya no creo en ti, Dios mío, y sin embargo, estoy tentada de pedirte que hagas estallar una tormenta».

—¿Piensa llevarse toda la biblioteca? —preguntó Matilde.

Luc no tuvo tiempo de responder.

Un huevo invisible y enorme, había rodado, suspendido, en las nubes. Y bruscamente, sin prevenir, estalló encima de la ciudad, con un ruido espantoso. Como golpeada por una repentina conmoción, su cáscara casi tan vasta como el cielo, acababa de romperse; sus paredes de tonel se habían abierto como las mandíbulas de una grúa gigante; una lluvia amarilla, atravesada por resplandores violetas, caía como tromba, como catarata, picoteando la ciudad.

«Tengo que creer que existes» se dijo Luc.

El trueno que había pedido y que le había sido otorgado, resonó en él como un golpe de címbalo y lo llenó de energía y entusiasmo.

—Matilde, voy a pedirle algo bastante atrevido: ¿tendría inconveniente en que pase una última noche aquí, en la habitación donde siempre dormí cuando venía a esta casa? Con semejante lluvia, no veo muy bien, cómo podría llevarme todos estos libros a casa. Y además, me temo que no podré terminar mi selección esta tarde.

—Como quiera; si se queda, entonces lo dejo, bajo a preparar la cena.

El nauta mudo que, a grandes golpes de espadilla, con grandes golpes furiosos y apagados, había navegado silenciosamente por encima de la ciudad, ahora inmovilizaba bruscamente su barca, y la nube, de la misma brutal manera, dejaba de lado su amenaza. El cielo, sin decir agua va, bajó a hundir su nariz en la ciudad. A la ciudad, impotente, inundada, sólo le quedaba esperar que el cielo, olvidado y desconocido animal, harto ya de violencia, satisfecho de su intervención, acabara de encarnizarse contra ella y volviera a calmarse.