—Este.
Mi padre me señaló a un chico de unos diecisiete años, un par de años más que yo.
—Pero…
—No lo dudes. Te he educado bien. Es hora de que tomes tu primera comida. Acércate a él, embáucalo, y aliméntate. Será mi última lección.
No estaba segura. Ni siquiera quería, por más que el joven fuera un rubio bastante guapo. Pero yo siempre obedecía. Había sufrido en mis carnes las consecuencias de lo contrario. Así que avancé por el bar londinense hasta el chico, le sonreí, lo engatusé con la mirada y lo lleve a un reservado. Salí dos horas después. Tras descubrir los gozos de la carne y el éxtasis de tomar un alma. No podía decir que fuera duro, pues para tratarse de mi primera vez él había sido muy dulce. Pese de estar embelesado con mi cuerpo perfecto, me había desvestido despacio y había intentado ocuparse de mi antes de buscar placer. Y a cambió lo maté. La teoría es que lo cacé, como si fuera una presa, y cuando lo lleve a la culminación y murió en mis brazos, su alma entró en mi cuerpo. No lo besé. Fue una de las lecciones que me dio mi progenitor. Besar, amar nos hacía humanos. Los humanos eran débiles. Pero al ver su cuerpo, joven y muerto, tan lleno de vida hasta ese momento, algo se rompió en mí. Y lloré. Desesperada. Unos minutos luego. Pensé en cómo cebaría conmigo el sádico de mí tío si se llegara a enterar y me enjuagué las lágrimas. Los demonios no llorábamos y yo de manera oficial, ya era uno de ellos. Volví a la zona común del pub. Mi padre, el ser más arrebatador de todo el local, me observó, y me obsequió como un cabeceo aprobador tan solo cuando vio el aura de poder que emanaba de mí ser.
—Muy bien, hija mía, ya estás preparada para seguir sin mí. Ahora haz que tu señor se sienta orgulloso de ti.