Estaba recordando que mi padre me había sacado del castillo de la familia, en lo alto de la montaña más elevada del sexto plano demoníaco, y me había llevado al estanque de los vórtices, para mi sorpresa. Por a una niña que no había conocido más que el interior de un lóbrego castillo bajo el cielo grisáceo y sin estrellas donde vivían los míos. Sácala a dar una vuelta por el mundo, ese tan fascinante que sólo conocía a través de las ventanas, y ya verías cómo le cambiaba la cara. Y si a eso añadíamos agarrarse a papá mientras este extendía sus alas aterciopeladas y se lanzaba desde una de las torres del castillo. En fin, cualquier niña se habría maravillado, aunque no la hubiesen llevado al estanque.
La fortaleza de mi abuelo, construida en los tiempos antiguos, cuando los demonios rivalizaban por dominar uno de los siete planos, era aterradora. Una enorme mole de piedra que se retorcía arañando el cielo con mil dedos agonizantes, un cuerpo central con torres inclinadas que brotaban de él como ramas enfermizas, muros grabados con grotescas caras contorsionadas de dolor o con la promesa del peor de los tormentos. Las leyes de la física no habrían permitido su existencia en la Tierra. Pero la baja gravedad existente en el plano, unida a la magia que gastaba mi abuelo en mantenerla, conseguían que semejante estructura de pesadilla pudiera existir. Y cumplía su función. Porque si yo fuera un demonio rival que quisiera conquistar la dimensión, me lo pensaría dos veces antes de atacar el castillo. Y había sido siempre así. Era una temible fortaleza que reinaba sobre una montaña elevada sobre el resto del plano como un enorme hormiguero. Y estaba llena de trampas en sus muros, y contaba con un ejército de íncubos y otros demonios menores dispuestos a defenderla.
El viaje hasta el estanque se me hizo corto, aunque duró más de una hora. Sobrevolamos tierras desoladas cuyos únicos pobladores se agazapaban bajo los árboles achaparrados que, dispersos, las salpicaban. Barrancos estériles, ríos de lava, lagunas llenas de algún líquido oscuro y supurante que se escapaba de sus orillas en regueros venenosos y marchitaba los árboles que tenían la mala suerte de hallarse en su camino. Todo lo que siempre había visto desde la lejanía de mi ventana estaba en ese momento a mi alcance, a pocos metros por debajo de mí. Yo estaba fascinada. Pero en cuanto llegamos a las aguas blancas y muertas del estanque me olvide de todo lo demás. Pocas cosas me habían vuelto a sorprender después de aquello. Por eso me quedé atontada unos segundos cuando aquel chico rubio, aquel que acababa de ser vapuleado por tres vampiros, me vio en mi forma súcubo y lo aceptó como si nada.
—¿Me conoces? —le susurré.
Por algún motivo, me parecía que si hablaba en voz alta se iba a romper alguna especie de hechizo que se había creado entre los dos.
—Eres Violeta, ¿no? —me sonrió sin dejar de mirar mis cuernos, fascinado.
Por lo menos no me había llamado Klynth’ Atz. De todas formas, supuse que se debía al colocón de sangre de sanguijuela. En fin, todas las curas rápidas presentaban sus inconvenientes.
—Sí. ¿Y tú cómo lo sabes?
—Bonitos cuernos.
Alargó una mano para tocarlos. ¿No le daba miedo?
—Shhh —le aparté la mano, con delicadeza.
La noté demasiado cálida. Efecto de la sangre tomada.
—Mis cuernos son una parte demasiado personal para que vaya dejando que la toque cualquiera —continué contándole.
—Pero yo no soy cualquiera.
Sus ojos eran marrones y sinceros. Y lo decía convencido del todo. ¿El vampiro iba fumando o qué? Su sangre no debería tener ese efecto.
—No, claro que no —ironicé con tanta delicadeza que sonó como si fuera verdad.
Y en cierto modo así era. Había algo en ese joven que me hacía sentir muy extraña, protectora y dulce, diría yo. ¿En qué momento se me había olvidado aquello de su culo sexy? No sí. Todavía iba a resultar que era yo la que se había drogado.
—¿Es como rascarle las orejas a un gato?
—¿Qué?
Eso ya era demasiado. Nos encontrábamos en un bar cuyo mobiliario estaba medio destrozado, junto a dos vampiros muertos y otro apuñalado a menos de tres metro; el chico, recostado, y yo inclinada sobre él, manchados los dos de sangre, y hablando de manera íntima como si nada. Y encima estaba comparando mis cuernos con las orejas de un gato. Me dio la impresión de que había redescubierto el término «surrealismo».
—¿Puedo?
Volvió a alargar la mano. Se la aparté de un manotazo y me dolió ver el reproche en sus ojos. ¿Quién era ese chico que me influía tanto?
Me levanté algo brusca y hablé en voz alta. A la mierda con eso de los susurros. Si alguna bruja se había divertido lanzando un hechizo de compenetración (cosa que dudaba), mejor romperlo.
—No te muevas —le dije—. Luego me dirás quién eres. Primero voy a interrogar a este.
Señalé hacia el vampiro vivo, ese que pese a mi amenaza anterior no había dejado de aporrear mi mente con su cháchara entre bravucona y asustada.
—Yo te había citado aquí —me comentó el joven mientras se sentaba en el suelo.
—¿Cómo? —volví a centrar mi atención en él.
—Sí, te vi en el bar. De hecho llevo varias semanas buscándote. Y te seguí.
—¿Qué?
«¿A la casa de mi cena? —me horroricé—, ¿y al callejón de la pelea?, ¿y luego a mi casa? ¿Y yo sin darme cuenta?».
—Estabas muy ocupada como para fijarte en mí. Veo que te gustan los tipos maduros.
«¿Qué? Ops, mi cena y Casio. Hostia, ¿no me habrá seguido también al geriátrico?».
No me importaba tanto si le causaba buena impresión o no, pero no me gustaba airear mis hábitos alimenticios.
—¿Sales con el tipo alto y moreno? —continuó ante mi silencio.
—Vale —me agaché hasta que mi cabeza quedó a la altura de la suya—, ¿quién cojones eres y por qué me sigues?
—Me llamo Marcos. Y te sigo porque no acababa de creerme que fueras medio súcubo.
—¿Qué?, ¿quién te lo dijo?
—¿Qué tal si te lo cuento una vez te hayas encargado de ese? Es que no hace más que intentar que te ataque.
«JODER. Seré idiota», pensé.
Era evidente: si le daba la sangre de la sanguijuela, a esta le resultaba muy sencillo controlarlo y hacer que me atacara. ¿Y cómo era posible que este simple humano se resistiese?
—Tienes razón. Tú no te muevas. Voy a encargarme de él.
—Vale. Por cierto, Violeta.
—¿Sí?
—Tienes los ojos de mi madre.
—Tú tranquilo, Marcos, que estás un poquito colocado a causa de ese —volví a señalar al vampiro—. Pero no te preocupes, se te pasará en un par de horas. Y dejarás de decir cosas raras.
—No, si es en serio.
—Claro, claro, seguro que tu madre es muy guapa.
—Sí, pero tú más.
—Vale —no pude evitar sonreír. El chico era francamente adorable—, tú quédate sentado y deja que la sangre acabe de curarte. Y no te preocupes si ese grita en tu mente. Es lo único que puede hacer, porque lo tengo bien estacado.
Me giré y me dirigí hacia el vampiro. Un ejemplar de unos doscientos años, a juzgar por su aura de poder. Media para Casio, pero demasiado para mí. En fin, cogí un trozo del destrozado taburete de madera, me agaché para estar a su altura y se lo clavé en una pierna. Noté que Marcos se estremecía ante su grito mental. Más me valía estar atenta, no fuera a ser que su extraña inmunidad se acabase y me atacara.
—Tienes dos opciones. Ir a manos de Casio más o menos entero, o en fragmentos. Tú verás.
—No me asustas, zorra —escupió en mi cabeza.
Pero pude notar su dolor.
—¿Qué hacíais aquí?
—¿Eres tonta, o sólo te lo haces, rubita? —me provocó.
—A ver, creo que no me has entendido, no te estoy preguntando si quieres morir joven. Tan sólo cómo deseas hacerlo.
Saqué el trozo de madera y lo volví a clavar en su muslo, pero esta vez algo más arriba.
—Y tú eres tan tonta como aparentas. Súcubo. ¡Bah! Sólo debes de servir para la cama.
—No vas a cabrearme para que te mate pronto —volví a clavar un poco más arriba—. ¿Quién eres?
—¿Cabrearte? —escuché una carcajada teñida con el dolor de sus heridas en mi mente—, no. ¿Es que no te has dado cuenta?
—¿De qué?, ¿de lo predecible que eres?
Comenzaba a mosquearme.
—No, bonita. ¿Cuántos años dirías que tengo?
Me lo quedé mirando. Castaño, unas pocas arrugas bajo los ojos, algo gordito.
—¿Veintinueve?
Se me carcajeó. Retorcí la improvisada estaca antes de sacarla. Esta vez se la clavé en la ingle.
—Eres patética —sonó despectivo, pero su risa había dejado de resonar en mi cerebro—. Me refiero como vampiro.
—Unos doscientos.
—Pues no. Dos décadas.
—Ja. Un bebé de dos décadas no emana tu poder. Te recuerdo que soy un demonio, puedo sentirlo. Y, además, tan joven, herido y sin tu sire para contenerte, ahora estarías en estado animal e incapaz de hablarme.
—A ver, putita.
Me estaba cabreando de verdad. Yo no era ninguna puta. En primer lugar, lo hacía mejor que ellas (por algo tenía poderes sobrenaturales para aumentar el placer de mis víctimas) y, en segundo lugar, no lo hacía por dinero, sino porque necesitaba las almas. Algo muy diferente. Le sacudí un guantazo.
—Me parece que sí te estás ganando esa muerte lenta. Porque no me dices nada que tenga sentido.
—Repito, a ver, putita —me contuve a duras penas—, no te enteras de lo que está ocurriendo, ni tú ni tampoco el Consejo.
—¿El Consejo?
—¿Crees que no sé que no eres el juguetito, sino la protegida de Casio?
—¿Protegida?, ¿de qué coño hablas? —como me siguiera aporreando la cabeza con ese tono sarcástico, su muerte iba a ser muuuy lenta.
—Vamos… ¿tan tonta eres como para no saber que si no fuera por él ya te habrían ajusticiado en vez de pagarte cuando mataste a aquellos vampiros? Lo que pasa es que el viejo no es tonto y sabe invertir a medio plazo.
Debería haber prestado más atención a eso de medio plazo. Me habría hecho la vida más sencilla.
—Deliras.
—Seguro. Pregúntale.
—Absurdo. Sé que él habló a mi favor, pero no maté a ningún vampiro que no se lo mereciera.
—Bueno, más bien él falsifico las pruebas.
—No sé de qué me hablas. Ni que pretendes, ya que estamos. Porque por este camino no vas a llegar a nada.
—Entonces, putita, presta atención y quizás te diga algo que te parezca que se merece la clemencia de una muerte rápida.
—Cabreándome no vas a lograrla.
—¿Tenemos un trato?
—¿Vas a vender a tus aliados por un final rápido? ¡Qué típico de los de tu calaña!
—Ese es el quid, rubita, nosotros no somos de la calaña de los demás vampiros.
—¿Nosotros?, ¿desde cuándo los chupasangres estáis tan unidos?
—¿Desde que nuestra causa es mejor que la de los demás vampiros? Deja de hacer preguntas estúpidas, súcubo, y dime si tenemos un trato.
—Muy bien —lo miré con desconfianza—, habla.
—¿Tenemos un trato, no?
—Bien.
Más le valía decirme algo útil o igual lo encerraba en mi casa, sin quitarle el puñal, y me dedicaba a torturarlo un poquito cada día. Al fin y al cabo, con no muertos que regeneraban una puede ser muy creativa.
—¿Por qué crees que tu amigo no te ha atacado?
—¿El rubio? Bueno —continué ante su silencio invitador en mi mente—, ni idea. Quizás tenga una inmunidad natural.
—¿Un humano? Te creía más lista.
Miré con fijeza a Marcos. Estaba sentado escuchando lo que yo decía con expresión interesada y con mucho mejor aspecto que hacía unos minutos. La sangre lo estaba curando y, aparte de eso, no detectaba nada más antinatural en él. Era meramente lo que parecía ser: un chico guapo y deportista de unos veintipocos. No era medio demonio como yo ni nada parecido.
—¿Entonces cómo lo explicas?
—Fácil. Porque yo no tengo el poder que tendría un vampiro de doscientos años. O eso o por algún extraño motivo no le estoy ordenando que te ataque.
—Siento tu poder. Ese nivel lo desarrolláis en unos dos siglos.
—Ya te he dicho que no soy un vampiro como los demás. Mi poder, rubita, se debe a la ciencia, no a los siglos. Tengo más poderes de base que confunden tu percepción. Pero ese en concreto todavía no lo tengo. Ni creo que me dejes envejecer lo suficiente para ello.
—Cuenta con ello.
Y sería pronto, porque estaba empezando a cansarme hasta de estar agachada. Me incorporé.
—Como ya te he dicho, no soy un vampiro normal. Y no estoy solo. Aunque eso es algo que muy pronto comprobaréis, todos.
—No te creo.
—Toma una muestra de mi sangre y llévala a analizar.
—Y con esa tontería te libras de que te torture o entregue vivo a Casio. Demasiado fantasioso. Mala suerte. No te creo.
—Nunca he dicho que seas muy lista. Mira los cadáveres de mis compañeros.
—¿Eh?
—Míralos.
Sin dejar de vigilar a Marcos de reojo, me giré hacia los dos vampiros muertos. Estaban donde y como los hacía dejado.
—Más de cerca.
Jurando por lo bajo me acerqué. Y me quedé helada. No tenían la pinta de muerto fresco que suelen tener los vampiros recién estacados. No, su piel se había apergaminado y estaba llena de grietas. ¿Qué cojones estaba pasando?
Oí su risa despectiva en mi mente.
—Habla.
—No somos mortales. Ahora coge una muestra de mi sangre si lo deseas y mátame ya, mujer. Un trato es un trato.
—Tú no tienes palabra —le contesté, todavía aturdida por la revelación.
Porque ningún vampiro que yo conociera se desintegraba como lo estaban haciendo esos dos. Si los miraba en detalle, las grietas se hacían cada vez mayores, y su piel, que había adquirido un tono grisáceo, parecía ir dispersándose en polvo.
—Pero tú sí tienes. Y te haré un regalo, sólo por ver la cara que pones.
—Yo soy la que está en posición de herir, no tú.
Me acerqué a él y desclavé de su ingle, amenazante, el trozo de banqueta que usaba como estaca.
—Íbamos a por ti. Seguimos al muchacho para llegar a ti. Lo que no esperábamos era que él ya te hubiera contactado.
¿Me estaba diciendo que lo habían ido a atacar justo el día que habíamos quedado y que lo que estaban haciendo era jugar con él para que les diera mi paradero? Anda ya.
—¿A por mí?
—Sí, no te queremos al lado de Casio.
Levanté mi improvisada estaca ante semejante ridiculez y lo miré con frialdad. Ni que el rey de los súcubos fuera yo en vez de mi abuelo.
—Un trato. Y por cierto, pronto serás nuestra. Tenemos a alguien que te importa —sonaron, burlonas, sus palabras en mi cabeza.
Me quedé con las ganas de clavarle, no el trozo de silla, sino el mueble entero en las pelotas. En fin. Tenía razón. Yo cumplía mis promesas. Porque desde luego no iba a tragar con ese burdo intento de ganar tiempo. Casio y Marta estaban bien. Y no había nadie más en mi vida que mereciera la pena. Ignoré su tono victorioso y burlón. Después de todo, la muerte le borraría la sonrisa de suficiencia. Su cara no podía modificar la mueca de sorpresa con la que se había quedado en el instante en que mi puñal lo había alcanzado, pero por cómo se estaba proyectando en mi mente, su sonrisita la estaba viendo en colores. Tomé rauda un poco de su sangre en el tupperware de los limones (lo había encontrado detrás de la barra cuando había ido antes a buscar el vaso de chupito), y acabé con sus miserias de un golpe limpio en el corazón. Retiré mi daga. En algo tenía razón. No era como los demás vampiros. Su piel comenzaba a perder color rápidamente. Y sus dos colegas eran ya una especie de parodia de un ser humano hecha con papel viejo y arena. «Si es que cada día se aprende algo nuevo», pensé. Me giré hacia Marcos para decirle que ya podíamos irnos. Y me encontré con que había desaparecido.