Vestida con unos cómodos vaqueros y una camiseta gris, de esas que simulaban los bañadores de natación con los hombros al descubierto y los tirantes unidos a la espalda, me dirigí con tiempo al bar en cuestión. A las siete. Qué hora más rara. Pensaba que ese tipo de garitos abría más tarde.
Y no me apetecía mucho ir, Sobre todo hambrienta como estaba. No me gustaba nada de eso de no contar con reservas de energía espiritual que digerir, pues si me veía envuelta en algo, ¿cómo iba a defenderme si no podía aumentar mis cualidades físicas y sensoriales? A ver, no las podía mejorar demasiado con las almas, pero tampoco podía quejarme. Sin energía que quemar, aunque mis habilidades superan a las de la mayoría de los hombres, me sentía un poco desnuda. Al fin y al cabo, yo era una mercenaria del mundo paranormal: no solía enfrentarme a simples humanos…
Crucé con recelo las callejuelas que llevaban al local. Eran tan estrechas que el sol de la tarde no conseguía penetrar del todo, se quedaba iluminando los pisos altos con un aura fantasmal. Y hacía algo de frío para cómo iba vestida. Comenzaba a pensar que debería haberme quedado en casa.
Menos mal que los demonios no nos resfriábamos.
En algún momento entre el segundo y tercer callejón, me pareció oír un ruido, como si me hubieran estado siguiendo. No me detuve, simulé no haberme dado cuenta y me concentré en escuchar. Nada. Me giré rauda. Solo esa luz sucia y mortecina que venía arañando mi ánimo desde que había salido de casa. Quizás sí debería mudarme a un barrio mejor. Una ya empezaba a estar mayor para pisar siempre la misma mierda.
Una vez hube salido de la zona respiré un poco más tranquila. Un sexto sentido me avisaba de que algo no iba bien. Y las calles por las que acababa de pasar eran perfectas para una emboscada. Se me habían quitado las ganas de andar. Mejor iba al centro sentada. Me dirigí a la parada de autobús más cercana añorando mi sable. No podía ir por ahí con un arma tan evidente, por más que fuera la que mejor manejaba.
El 43 tardó un poco más en llegar, pero no iba muy lleno. Me situé al fondo, cerca de unas señoras mayores que me miraron e hicieron comentarios improcedentes sobre la actitud de los jóvenes. Tenían suerte de que llevara un día raro, o me habría visto tentada de aclararles que tan sólo me sacaban unos diez años. Los demonios no estábamos hechos para aguantar las tonterías de nadie.
Una vez me hube bajado, no me costó más que un par de minutos llegar a la puerta del Circe. Y, como sospechaba, estaba cerrada. Miré alrededor. Una calle con pocos portales, aunque espaciosa, con varios pubs y cafeterías, y un par de tiendas que estaban abriendo sus puertas al público. No parecía un buen sitio para una trampa. Quizás el gato encerrado estuviera dentro del local. Resignada, llamé dando unos toques fuertes en la persiana de metálica bajada que protegía la puerta. Total, si me pasaba algo, lo único que me iba a echar de menos era Casio, y porque deseaba algo de mí. Ya averiguaría el qué. Mi abuelo, el gran rey demonio, y yo nos ignorábamos mutuamente. Y con mi padre ajusticiado, mi madre asesinada y el resto de mi familia inexistente o apestando, lo más parecido que tenía a una amiga era un bruja que contrataba para que me ayudase de vez en cuando, no nos íbamos de compras juntas, ni mucho menos, pero a menos Marta y yo solíamos interesarnos la una por la otra de un modo cordial, aunque fuera porque le hacía ganar dinero, y ella, a diferencia de mí, solía ser una chica buena y de trato fácil. Algo o atípico hasta para un miembro del clan Moon-Wolf. Así que muchos motivos para temer por mi vida no tenía, no. Eso era bueno para un demonio. Siempre lo había dicho. Por lo que cuando pasaron cinco minutos sin respuesta busqué una calle paralela, para ver si había por detrás una salida de emergencia por la que colarme.
Encontré algo parecido, una enclenque puerta gris de pintura metalizada. Por suerte esta calle estaba menos transitada. Nadie por aquí, tampoco por los lados ni asomado en las ventanas… Lalalá… Una embestida con el hombro al más puro estilo policíaco americano (y esta vez no podía culpar de mi vena peliculera a ninguna mala comida), un mecagüenios, qué daño musitado entre dientes y una patada rencorosa después, conseguí abrir la puerta y entrar en lo que parecía un almacén del bar. Cerré lo mejor que pude la puerta a mis espaldas —eran tan bruta que había conseguido doblar el cerrojo— y me adentré en la penumbra de la sala.
Iluminada tan sólo por la luz que entraba por la rendija de la puerta mal cerrada, mi sensación de estar siendo seguida y de que algo iba mal, el hecho de que el sitio donde me habían citado de modo anónimo estuviera cerrado y sin clientes, yo sin almas que quemar… ¿Necesitaba algo más?
Pues parecía ser que sí, porque entré tan ricamente en la estancia, en la que apenas vislumbraba pilas de botellas que podrían ocultar cualquier cosa, y saqué las dos dagas de mis botas (una en cada) como única concesión a la realidad de la situación.
¡Hurra por ti, Violeta!, será que por tu edad estabas entrando en la menopausia.
En fin, como a veces hasta las chicas malas teníamos nuestra ración de suerte, resultó que si bien habían tendido una trampa, no habían sido yo la que había picado. O eso, o los ruidos de pelea que me llegaban del bar eran el intento de atraer mi atención más burdo que hubiera visto jamás.
Tan silenciosa como los tacones de mis botas me lo permitían (el metálico lo llevaba forrado), pasé entre las botellas apiladas, me acerqué a la puerta que comunicaba el almacén con el resto del bar y tanteé su manilla. No estaba cerrada. Subiendo al máximo mis niveles de adrenalina, la giré con lentitud.
Ante mí se desplegaba la barra del garito, iluminada con luz eléctrica. Y en el amplio espacio libre entre la barra y la puerta cerrada de entrada había tres vampiros jugando al gato y al ratón con un humano. Joder… Tres. Más me valía que estuvieran bien concentrados en putear al humano antes de comérselo, o yo no iba a tener nada que hacer. Y por suerte, según las leyes del Consejo, si conseguía cargármelos tenía todo el derecho a hacerlo. Porque estaba prohibido beber de humanos que no fueran de tu rebaño. Por una vez estaba de acuerdo con las leyes de esas sanguijuelas. No estaría nada bien que se enteraran de nuestra existencia. Y estaba aún más de acuerdo si eso significaba cobrar por matar al vampiro desobediente y malo.
«Al vampiro malo… ¿por qué no me puedo quitar a Casio de la cabeza? —pensé mosqueada al visualizar su imagen—. Todos los demonios yo incluida, por definición somos malvados. Por más que él sea tan viejo que vuelva a ser duelo de sus sentimientos y a saber lo que es empatizar con alguien».
Así que mientras golpeaban «con suavidad» al humano, lo tiraban al suelo y dejaban que creyera que podía levantarse y escapar, yo me dediqué (además de a darme un par de hostias mentales) a comprobar que no se oía a nadie más en la sala. Los vampiros respiraban; estarían no muertos y se alimentarían de sangre, pero necesitaban igual oxigeno sus células. Después saqué mis cuernos y, con rapidez, apunté con mis dagas a los corazones de dos de ellos y las lancé a la vez. No podía quejarme de puntería. Había tenido más de treinta años para practicar. Y mejor lanzarlas a la vez, porque de una en una siempre corría peligro de que el segundo vampiro la viera venir y con su supervelocidad te la devolviera directa a tu entrecejo y con un besito punzante de regalo en el cuello.
Acerté, las dos. Y al instante tenía al tercer chupasangres sobre mí. Una mano en mi garganta, la otra en las costillas apretándome contra el suelo (con el cual de repente acababa de encontrarme) y su cara, de muy pocos amigos, a pocos centímetros de la mía.
«Lo sabía… —pensé—. Si llego a tener algo de energía para quemar, esto no me habría pasado. O al menos no tan rápido».
—¿Quién eres? ¡Habla!
Señalé con mi mano derecha hacia mi cuello. Si no aflojaba un poco la presión, ¿cómo demonios se suponía que iba a contestarle?
Pareció entenderme y me permitió respirar. Me concentré en el dolor de garganta. Era más real que mi posible muerte. Porque yo sabía, antes de lanzar las dos dagas, que esto iba a pasar. Igual que confiaba en que el tercer vampiro no me mataría hasta no saber quién era yo y qué narices estaba haciendo allí. Por eso había sacado mis cuernos antes de atacar.
—Soy propiedad de Casio —mentí sin pestañear—. Si me tocas, eres vampiro muerto.
Todos los chupasangres conocían a Casio. Había pocos miembros del Consejo tan poderosos como él. Por algo era de los tres integrantes del Triunvirato. Los otros dos, por cierto, no tenía ni idea de quiénes eran.
—Mientes —siseó.
—¿Acaso no lo hueles?
Eso era cierto. No me había duchado desde mi último encuentro con él. Por lo que todavía debía conservar su aroma de cuando me había abrazado.
—Quizás. Pero de todas maneras él me matará si descubre qué estoy haciendo.
—Bueno… yo no tengo por qué decírselo —me las ingenié para sonreír.
—Y él no tiene por qué enterarse de quién te ha matado a ti.
«Vamos, humano, actúa —pensé—. Huye y despístalo para darme la oportunidad que necesito. ¡Haz, algo! Porque si te vas a quedar allí parado viéndolo cómo me mata, tú serás el siguiente. Si salgo de esta, la próxima vez que me meta en una emboscada pienso llevar mi propio guardaespaldas».
—Lo sabrá. Créeme. Y tu muerte será más lenta y dolorosa que si eres ajusticiado por infringir el Orden. A Casio no le gustara que jueguen con sus juguetes. ¿Es que no ves que soy un súcubo?
Eso le hizo mirarme con renovado interés, como si me reconociera, y dudar un poco. Y ya que el humano que estaba intentando rescatar no se daba por aludido ni hacía nada, decidí hacerlo yo. A ver, no pretendía que me leyera la mente, pero por lo menos podía tener la decencia de aprovechar para huir aterrado. ¿Qué era eso de quedarse quieto como un pasmarote?
Qué menos que pensar un poco. ¿Creía que se iba a rescatar solo?
Rompí la cápsula de seguridad que llevaba pegada en el paladar detrás de mis palas superiores. Y escupí. Las minúsculas astillas de madera que tenía dentro resbalaron junto con mi saliva por sus ojos y el resto de su cara.
Como no se lo esperaba, reaccionó apartándose hacia atrás y aflojando su presa sobre mí. Suficiente: fui a por sus ojos con mis dedos ignorando la sensación de penetración. En cuanto lo tuve retorciéndose de dolor me escurrí bajo él y me abalancé a por uno de los taburetes que había bocabajo sobre la barra. Queriéndome mucho porque eran de madera, lo estampé contra el suelo y clavé una de las patas que se habían soltado en su sucio corazón. Un vampiro menos. Ya sólo quedaban dos que rematar y estaban inmovilizados por mis dagas. Pero lo primero era lo primero. Me limpié los dedos de sangre y otros restos en la ropa del cadáver, y me dirigí hacia el humano.
Anda, si era por eso que no se había ido corriendo. El último golpe de los vampiros le había acertado en la cabeza. Estaba inconsciente en el suelo y había un reguero rojo en las baldosas de alrededor. Mierda, después de lo que me había arriesgado, más le valía estar vivito y coleando.
Comprobé que había pulso en su muñeca y le di la vuelta con mucho cuidado. La sangre venía de una herida en la frente, más aparatosa que profunda. Y los rasgos que me habrían estado contemplando si hubiera estado consciente eran los de aquel chico misterioso.
El rubio de la otra noche estaba desmayado entre mis brazos. Sus pómulos eran tan bonitos como noté el primer día. Acaricié sus párpados. Así, con esa expresión tan apacible, podía pasar por dormido. Hacía mucho que no tenía a un joven entre mis brazos.
Deposité con cuidado su cabeza en el suelo y me lo quedé mirando. Parecía un ángel inocente, como los niños cuando dormían. Aunque en plan adulto y sexy, claro. Realmente era muy guapo. Deseé que el golpe no le hubiera dañado la cabeza.
Lo normal hubiera sido llevarlo a un hospital. Pero, la verdad, yo necesitaba respuestas. Así que fui a la barra a coger un vasito vacío de chupito.
Clavé otro trozo del taburete roto en el pecho de uno de los vampiros restantes (con este iban dos menos), recuperé mi daga y después de amenazar al tercero con hacerle lo mismo si no dejaba de enviar pensamientos a mi mente, le abrí una raja en el brazo.
Recogí el líquido oscuro con el vasito y vertí un poco en la herida del chico rubio. El resto lo forcé a pasar entre sus labios. Bonitos labios, por cierto veintipocos, la cumbre física de un varón humano… Quizás, además de mudarme de casa, debería reformar mis hábitos alimenticios. Había pasado demasiado tiempo desde que había echado un polvo decente.
Pero no iba a comerme al tío al que acababa de salvar. Aparte de inmoral, sería estúpido. Y me daba a mí que si me alimentaba por placer en vez de sobrevivir no le iba a hacer mucha gracia a Casio. Puede que ignorara qué era lo que buscaba, pero no creía que el sexo quedara fuera de ecuación.
En todo caso, no tuve mucho tiempo que perder pensando en tonterías. El joven comenzó a agitarse enseguida.
Y cuando abrió los ojos y me vio allí, inclinada sobre él, ensangrentada, con la mirada ambarina y un par de cuernos entre el pelo, lo único que hizo fue sonreírme con dulzura y decir:
—Así que es verdad que no eres humana.