Si no me hubiese llamado él, supongo que esta vez me habría pasado en la cama por lo menos una semana sumiéndome en la «desesperación más profunda» (mira que hacía falta ser idiota).
Sí, él. Porque cuando la masculinidad se condensaba en un hombre apuesto, de unos treinta y pocos años —al menos en apariencia—, moreno, alto, fuerte, ingenioso, que sabía lo que quería, ese hombre sólo podía ser él. Por desgracia Casio no era humano, sino un maldito chupasangre. Pero eso no quitaba que mi corazón se acelerase como el de una colegiala (¡por favor!) cada vez que pensaba en él. Por eso, si había alguien capaz de sacarme de uno de esos estados emocionales donde me había visto sobrepasada por mi lado humano, que tan sólo sabía contener mientras no pensara demasiado, ese alguien era él.
Ah. Casio. Tu voz al otro lado de la puerta de entrada era única para sacar a una chica de la cama.
—Violeta, abre.
Su tono sonaba irritado. ¿Pero no se suponía que el condenado ya se había colado una vez en mi casa sin mi permiso? ¿A qué venía entonces esta comedia de llamar si yo todavía no había contratado a Marta para que cancelara la invitación con un hechizo? Invitación que, por cierto, yo no había dado. Y que yo supiera, aquí no vivía nadie más.
—Sé que estás ahí. Y ya que no me coges el teléfono haz el favor de abrirme. Es importante.
Mierda, una ya no tenía derecho ni a tumbarse a llorar en la cama. En fin, mi corazón volvía a palpitar acelerado ante la posibilidad de volver a verlo. A Casio, al único varón que era capaz de despertar en mí ese efecto. Será posible. Joder, madre… con qué facilidad te vendía.
—Violeta —su voz sonaba cada vez menos paciente.
¿Es que este hombre no sabía lo que era la intimidad? Y por cierto, segunda vez en dos días que venía a verme, cuando en todos los años que hacía desde que nos conocíamos lo máximo que había hecho era sugerirlo. Me encantaría saber qué me estaba ocultando. Tanto interés repentino en mí no era normal.
—Abres o entro. Es importante.
«¿Y te abro en camiseta o puedo vestirme primero?», pensé. Pues sería medio súcubo, pero en ninguna parte decía que tuviera que acostarme con lencería sexy.
—Ya.
A la mierda. Me levanté y me dirigí descalza hacia la puerta. Pelo desgreñado, camiseta negra vieja que me llegaba a medio muslo y unas bragas que me había puesto a toda prisa. Si lo asustaba con mi aspecto, mejor. Quizás así aprendiera modales.
—¿Qué quieres?
Le abrí. Omití lo de cojones por respeto. Al fin y al cabo era un miembro del Consejo y nunca era sabio cabrearlos.
—Tú.
Entró tan rápido que ni me di cuenta hasta que oí el portazo y me encontré con la puerta cerrada, mi espalda pegada contra esta, y con un vampiro furioso que me agarraba de la muñeca condensando toda su irritación en una palabra.
—Hola, Casio. Yo también me alegro de verte —ironicé.
Joder, ¿y para esto me había levantado de la cama?
—Violeta, ¿qué has hecho?
Como lo dijera con un poco más de entusiasmo iba a acabar por escupirme en la cara. Quizás si se apartara un poco podría ver algo más que es par de colmillos que me había plantado delante de los ojos. En fin, mejor allí que en la yugular.
—¿De qué hablas?
¿Desde cuándo deprimirme estaba prohibido?
«Tranquilízate, jefe —pensé—, que aunque tú firmes los cheques no voy a ir al médico a por la baja».
—Violeta.
Apretó más fuerte mi muñeca y bajó la cabeza para apoyar su frente contra la mía, como si se estuviera conteniendo. Vale, por si no me lo habían avisado los colmillos, esto era serio.
—Casio, no sé qué ocurre. Por favor, suéltame, vayamos al salón y hablémoslo.
No me contestó. Un temor frío barrió tanto los restos de mi empacho emocional como de la irracional alegría que experimentaba al verlo.
—Casio, suéltame y vamos —le pedí sin miedo y con decisión.
Si funcionaba con los niños y los perros, ¿por qué no con una sanguijuela? Al fin y al cabo, era un mito eso de que podían oler el pánico. Únicamente lo intuían a través de tu respiración y de los latidos de tu corazón. Y en estos casos donde me jugaba la vida, yo era experta en controlarlos.
Noté cómo se relajaba algo.
—Muy bien.
Me soltó con brusquedad y se dirigió hacia mi salón. Lo seguí y nos sentamos. Él en mi sillón y yo en una silla que coloqué enfrente. Esto comenzaba a sonar a déjá vu. Lo cual no me importaría si no fuera porque los recuerdos del día anterior eran todavía demasiado intensos.
—Dime —me preguntó con gravedad—, ¿tú has matado a Antonio y provocado el suicidio de Juan?
Uy. Con todo el jaleo de escarbar en los recuerdos me había olvidado por completo de ese detallito.
—¿De quiénes hablas?
—No te hagas la tonta. No lo voy a preguntar más.
Suspiré. Tenía dos opciones, ya que la pena por cargarse a un vampiro que no estaba buscado era la muerte. Con lo cual por supuesto que yo no estaba de acuerdo; ni que existieran sanguijuelas inocentes. En todo caso, dos opciones: o confesaba y cruzaba los dedos para que el hecho de que se hubiera molestado a venir a verme pudiera significar que estaba dispuesto a taparme. O lo negaba y adelante con el farol. Considerando que nunca se me había dado bien el póquer y que Casio parecía estar tomándose demasiadas molestias, decidí sincerarme. Más me valía que él esperara sacar algo de mí o iba a ser etiquetada como donante de sangre. Y acabar así no me hacía especial ilusión. Si hay que morir, que sea en combate.
—Fue un accidente —le contesté.
Observé sus rasgos: tensos, reprobadores, mostraban un gran enfado. Todavía no estaba muerta. Igual hasta había elegido bien.
—Yo sólo pretendía sacarle información a Juan —continué—, pero entonces apareció el otro e intentó morderme.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir en tu favor? —silabeó despacio y muy serio. Sin elevar la voz.
«Me parece, Violeta, que esta vez te has pasado», pensé.
—Si —intenté no sonar desafiante.
En realidad, parte de la culpa era suya por no haberme dado la información. Pero si se lo decía se iba a cabrear aún más si eso era posible. Porque nunca lo había visto tan frío conmigo. Y eso, además de asustarme, comenzaba a llenarme de tristeza. ¡Lo que me faltaba! Otra depresión no, por favor. Antes me abría las venas.
—Muy bien. Que sepas que el investigador del Consejo se ha tragado lo de que pelaron. Pero yo no. He vivido más siglos y percibo la manipulación mental aun sin buscarla. Tienes suerte de que haya sido yo y no otro miembro del Consejo el encargado de verificar el informe.
¿Había mentido por mí? Volví a sentirme viva. Genial. Bienvenidos al balancín emocional de mis tripas.
—Y me he deshecho de los cuerpos —continuó ante mi silencio.
—Gracias.
—¿Gracias? —su voz subió unas octavas—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—Bueno, yo quería información, no cadáveres. Mala suerte.
—¿¿Mala suerte?? Violeta. ¿Te das cuenta de que has infringido la ley?
Noté su deseo contenido y exasperado de levantarse y agarrarme, posiblemente para nada agradable (¡qué pena!).
—La tuya. Ninguna ley humana prohíbe estacar vampiros.
Considerando que no iba a matarme, esta situación empezaba a gustarme. No podía evitarlo, nada despertaba tanto mi parte demoníaca como la perspectiva de una buena pelea. Aunque fuera verbal. Y sobre todo si era con un oponente tan atractivo como Casio.
—Pero tu rey sabe que si no acatáis el Orden iremos a por vosotros.
Por cómo me miraba, debía de pensar que era idiota.
—Tranquilo, no voy a empezar una guerra. Y supongo que si no se lo has dicho a los tuyos tampoco se lo vas a contar a mi abuelo —le sonreí con complicidad.
—Si no fuera porque vas a ser mía, ya estarías muerta.
Lo soltó así, de repente, como quien habla más bien para sí mismo. Pero cada una de las células de mi cuerpo lo oyó y comenzó a quemar, excitada, las reservas de alimento que me quedaban. ¿Ser suya? Mis ojos se tornaron ambarinos y noté cómo nacían mis dos cuernos. Suya. ¿Por qué mis dos mitades, la súcubo y la humana, parecían tan encantadas con eso?
—¿De verdad? —me incliné hacia él, insinuante, mi corazón batiendo récords—. ¿Has venido a mi casa para hacerme tuya?
—No quería decir eso. Y no me refiero en ese sentido.
Su rechazo fue como un jarro de agua fría que paró mis latidos en seco. Maldito vampiro. Se había pasado años flirteando conmigo y cuando por fin no me importaba la posibilidad de acabar desangrada en el proceso, iba y se echaba atrás. «¿Y cómo es que he permitido que no me importe? —pensé—. ¿Tan desesperada estoy de buen sexo (los abuelos y los pedófilos no cuentan) que estoy dispuesta a apostar mi vida en ello?».
—Entonces, ¿en qué sentido?
Era difícil parecer digna cuando tan sólo tenía una camiseta corta para taparme. Sobre todo si aún estaba excitada y no llevaba sujetador.
—Estás muy extraña desde que te dije lo de tu hermana. Supongo que he subestimado tu control emocional. Al fin y al cabo, ser un súcubo con emociones debe de ser mucho peor que convertirte en vampiro. Por lo menos nosotros recordamos haber sido humanos y haber podido bregar con nuestros sentimientos.
Lo que me faltaba, que se me pusiera ahora en plan paternalista.
Me lo quedé mirando con muy mala cara. Lo cierto era que tenía razón, pero no por eso pensaba perdonarle las calabazas. Desde que me había dicho lo de mi hermana, no había vuelto a ser yo. De algún modo la noticia había abierto la caja de Pandora, y todos esos recuerdos encerrados se habían apretujado para salir a la luz. Como el corcho de una botella de champán bien agitada. Me había vuelto una semidemonio más irascible de lo normal. Menos mal que nunca había pretendido ser agradable.
—Y no es que no desee acostarme contigo, es más bien que, si sólo fuera por eso, te quedarían unos diez minutos de vida.
Lo decía tan serio. Agradecía lo de acostarnos, pero ¿diez minutos? ¿Sólo? Se notaba que nunca se había tirado a un súcubo.
—¿Entonces? —pregunté, de milagro mi voz sonó normal. Ni despechada, ni molesta, ni cabreada. Normal.
—Lo que quiero es que seas mía para siempre.
La determinación de su voz no me gustó nada. Y por más que el concepto de suya sonara bien, sobre todo al lado del de para siempre, no estaba dispuesta a ser la esclava de nadie (¡ni a perdonarlo!). Ni siquiera del único ser capaz de hacerme desearlo, aunque no tuviera alma que arrebatarle después.
—Ya lo hemos hablado. Me niego a ser tu esbirro guardaespaldas unida a ti por la sangre. Ni hablar.
—No vas a tener la posibilidad de negarte.
Muy despacio, se levantó y se acercó a mí, mostrándome sus colmillos con una claridad escalofriante.
Quemé todo rastro del alma del abuelito y volé (de modo figurado) hacia la puerta. Inútil. Era un vampiro milenario. Cuando llegué en una fracción de segundo desde el salón, que no estaba precisamente al lado, él ya estaba esperándome apoyado contra la madera.
—No puedes hacerlo contra mi voluntad —intenté defenderme.
Sentí cómo sus cálidos brazos me atraían hacia él. Hice fuerza para soltarme. En vano, tenían la consistencia del acero. «¡Maldito hijo de humana, manipulador, seductor e imposible!», pensé furiosa.
—Sí puedo —susurró.
Y depositó lo que debió de ser un beso tierno (¿¿¿tierno???) en mi mejilla. Y fue deslizándose con lentitud, sin separar los labios de mi piel, hacia mi cuello. Su boca era tan suave y sensual como me la había imaginado, pero no era momento de recrearse en ello, por más que mi parte demoníaca quisiera gritar extasiada.
Nunca me había alegrado tanto de ser interrumpida como cuando oí el timbre de la puerta. Y me debería haber alertado el sonido de los pasos que se acercaban, pero estaba demasiado ensimismada ante la certeza de que iba a ser mordida por Casio.
Y por lo visto, el increíblemente poderoso Casio tampoco había sido capaz de oírlos, porque cuando sonó el timbre detuvo en seco su deliciosa trayectoria, más o menos por el lóbulo de mi oreja, y se separó contrariado. Antes me habría rechazado, pero no era tan indiferente a mis encantos como pretendía, o no habría estado tan concentrado en nosotros como para desconectar del resto del mundo sin mantener siquiera las alertas más básicas. Me soltó sin alejarse apenas de mí, me miró y me hizo un gesto con la cabeza, señalando la puerta. «Muy bien, Casio —pensé—. Aunque sólo sea porque a mí también me conviene, voy a hacerte caso».
—¿Quién es? —pregunté elevando la voz.
Lo normal habría sido echar un vistazo por la mirilla, pero no quería arriesgarme a que si dejaba de mirar al vampiro a los ojos este decidiera reanudar su «contrato».
—Buenas tardes, busco a Violeta Abós Sanz —parecía un chico joven.
¿Tardes? Miré mi reloj. Las cuatro. No era de noche. Sí que debía de haber cabreado a Casio para hacerlo venir en pleno día.
—¿Quién eres?
—Le traigo unas flores.
Casi me eché a reír. ¿Flores? No había tenido un admirador jamás (la vida de más amantes era demasiado breve) y me traían flores justo ahora. El hecho de ver cómo las pupilas de Casio se contraían peligrosamente lo hizo todavía más gracioso. ¿El gran vampiro se sentía celoso y posesivo? Se me escapó una risilla estúpida. Ahora sí que me estaba comportando como la niñata tonta que aparentaba. Todo esto era demasiado jaleo para un sólo día.
Mi vampiro odioso favorito (porque la edad no la hacía a una menos rencorosa), ese que acababa de lograr puntos para que lo estacara el día en que me enterase dónde dormía, me indicó que abriera y se retiró raudo de la vista. Supongo que al salón. Abrí la puerta y observé al repartidor, que me tendía un ramo de violetas (¡violetas!) y un tablet para firmar.
—DNI y firma, por favor.
Pensativa, se lo quité de las manos junto con el lapicerito electrónico e introduje el número del DNI falso que llevaba siempre conmigo. El mismo de la discoteca del otro día. Sabía que la gente no me miraría dos veces si oficialmente tuviera dieciséis, pero necesitaba la mayoría de edad para ser independiente. A continuación se lo devolví, me despedí con educación y me retiré hacia el salón con el pequeño ramo de violetas.
—¿Casio?
Como no me contestó, consideré volver corriendo hacia la puerta e intentar escapar por si todavía estaba empeñado en eso de hacerme suya. Bah, imposible. Ese chupasangre era demasiado poderoso como para despistarlo si él no lo deseaba. Así que, a falta de algo mejor que hacer, curioseé la tarjeta:
«Reúnete conmigo esta tarde a las siete en el Circe. No te arrepentirás».
«Hum —pensé—, yo seguro que no, ¿pero y tú?». El Circe era el bar del tipo del otro día, aquel cuya esposa le había tendido una encerrona. No era un sitio que yo soliera frecuentar. De hecho, sólo había ido aquella vez. Curioso. Fui a la cocina a poner las flores en agua.
—Así que tienes admiradores.
Estaba apoyado contra mi bonita nevera cromada.
—No te creas. No es muy normal —le contesté mientras sacaba un jarrón de uno de los altillos—. Suelo tirármelos y comerme su alma antes de que puedan mandarme flores.
—Lo sé. Me he divertido observándote desde que te conozco.
—¿Qué es esto, Casio, la hora de las confidencias? Si vas a joderme la vida muérdeme de una vez. Y si no, déjame. Tengo cosas que hacer.
Algún día, cuando escribir fuera rentable, haría un libro titulado «Cómo ser medio súcubo, estar cabreada con él y al mismo tiempo desea tirártelo». ¿O mejor un artículo para la Cosmopolitan?
—¿Cómo ir a ver a tu admirador?
—¿Esto? —señalé las flores que estaba colocando—. No, más bien como averiguar dónde está mi hermana y quién quiere matarla. Sí es que existe, claro. Vamos, la información que no quieres darme sin un precio.
—¿Esa cuyo precio pretendo ahora cobrarme por nada?
—Esa misma.
Mejor seguía con mis flores. Si lo ignoraba, a lo mejor hasta se iba y todo. Porque no, hormonas traidoras, no quería que me hiciera suya. No a su modo.
—Tienes razón. Respetaré la cena. Si llevo más de veinte años esperándote, supongo que puedo esperar tres días más.
—¿Más de veinte años? —me extrañé.
«Casio —pensé—, ni que yo fuese tan poderosa o deseable».
—No te subestimes, Violeta. Yo no lo hago.
Y la súbita corriente de aire que fluyó me indicó que se había ido por la ventana abierta. Suspirando, la cerré. Mi piso no era muy grande y estaba en un mal barrio, pero me gustaban las ventanas. Así que cuando lo compré hice que los albañiles que lo reformaron añadieran una en la cocina y otra en el baño, ya que en un principio no tenían (untando un poco al Ayuntamiento, claro, porque no se podía). Aunque, después de todo, considerando cómo los vampiros (o al menos uno de ellos) campaban a sus anchas por el piso, quizás no había sido tan buen idea.